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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (49 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Una cosa estaba clara: tanto Carla Roberts como Anne Westley le habrían abierto la puerta a Liza y la habrían dejado entrar en casa.

¿Liza había desaparecido para iniciar una campaña de venganza?

John golpeó el volante. Maldita sea, se estaba implicando cada vez más en el caso. Primero Samson. Ahora Liza. Y la policía los estaba buscando a los dos. Los dos eran sospechosos. Y él sabía dónde estaban, tanto el uno como el otro.

Hacía tiempo que debería haber acudido a la policía con todo lo que sabía. Estaba cometiendo un delito. Sabía perfectamente que iba directo al desastre.

Estaba agotado y, a la vez, la adrenalina corría por sus venas. Conocía bien esa mezcla de sensaciones, ya la había experimentado previamente, en especial durante las largas tareas de observación que había tenido que llevar a cabo cuando todavía trabajaba como policía. Estaba muerto de cansancio, torturado por el esfuerzo, con los ojos irritados tras haberlos mantenido abiertos durante demasiado tiempo. Y a la vez, olía un peligro que podía agravarse en cualquier momento y que mantenía hasta la última fibra de su cuerpo en tensión. Imaginaba que uno debía de sentirse de ese modo cuando iba drogado.

Dobló la esquina para meterse en la calle en la que estaba su bloque y alzó la mirada enseguida hacia las ventanas de su piso. Constató con alivio la oscuridad que reinaba tras los cristales. Samson Segal ya debía de haberse acostado, gracias a Dios. No le apetecía nada mantener una conversación con él a esas horas de la noche.

Aparcó el coche, anduvo pesadamente sobre la nieve, abrió el portal del edificio y subió hasta su piso tambaleándose de cansancio. Nada más llegar, echó una ojeada en el salón. Entre las sombras pudo distinguir la silueta del cuerpo de Samson. Estaba tendido dentro del saco de dormir, sobre la colchoneta aislante, y respiraba plácidamente. Por suerte no lo había despertado.

John se metió en su dormitorio, se quitó la ropa y la dejó tirada por el suelo. Cuando se dejó caer sobre el colchón, de repente lo sorprendió el doloroso recuerdo de Gillian. No había cambiado las sábanas desde que ella había dormido allí con él e imaginó que todavía podía oler su aroma.

Hundió la cara en la almohada. Tenía que olvidar a esa mujer como fuera. No quería sufrir y mortificarse con aquellas cavilaciones desesperadas.

A la mañana siguiente cambiaría las sábanas.

Apenas se hubo hecho ese propósito, se quedó dormido.

3

—Lo haré —dijo Gillian. Tara y ella estaban sentadas frente a frente en la cocina, desayunando. Al otro lado de la ventana todavía reinaba la más profunda oscuridad—. Buscaré una habitación en alguna parte y desapareceré.

Había pasado la noche despierta, pensando. En ese piso se sentía segura, pero le había quedado claro que esa sensación podía no ser más que una ilusión y por encima de todo comprendió que no podía permitir que Tara corriera peligro por su culpa. Teniendo en cuenta sus circunstancias, era una desconsideración parapetarse en casa de alguien y confiar que no ocurriría nada. Del mismo modo podía resultar fatal la opción de volver a su casa. Aunque tampoco sabía si realmente había entrado alguien. Tara tenía razón, había sido una idiotez no llamar a la policía enseguida. De haberlo hecho, como mínimo podría haber aclarado si habían sido imaginaciones suyas o no. Tal como estaban las cosas, esa incógnita quedaría por resolver.

No tenía que cambiar nada más, había pensado en algún momento mientras había estado tendida en el sofá, incapaz de dormir. Al menos a partir de entonces tenía que actuar de un modo más sensato.

—¿Estás segura? —preguntó Tara. Parecía aún muy soñolienta. Eran las seis y media de la mañana.

—Sí, estoy segura. Mientras no sepamos si alguien ha puesto la vista en mí o no, y mientras tampoco sepamos cuál es el motivo de todo lo ocurrido, será mejor que no corramos riesgos. Ni tú, ni yo. Simplemente será mejor que desaparezca.

—Creo que podrás volver pronto. La policía está investigando el caso a conciencia. Acabarán encontrando a ese tipo.

—Tendré que pensar en mi futuro —planteó Gillian—. Me llevaré el portátil. Buscaré trabajo y alojamiento en Norwich por Internet. Aquí todo seguirá su curso. Le mandaré una llave al agente inmobiliario para que pueda empezar a mostrar la casa a los posibles compradores. De esta manera, si tengo que marcharme de repente a Norwich para una entrevista, por ejemplo, me marcho y punto. Sin problemas.

—Eso suena bien —afirmó Tara—. Oye, lo siento pero tengo que ir a trabajar, aunque es viernes y podré salir antes. Si te parece bien, te acompaño a Thorpe Bay esta tarde para que puedas llevarte todo lo que necesites. Y para volver, te llevas tu coche.

—No puedo aceptarlo, Tara —protestó Gillian—. Tienes muchas cosas que hacer. Iré en tren.

Tara negó con la cabeza.

—Tardarás medio día para llegar hasta allí. De verdad, puedo llevarte yo. No hay problema.

Tomó el último sorbo de café y se puso de pie.

—¿Me esperarás aquí?

—De acuerdo, gracias —dijo Gillian.

Esperaba haber tomado la decisión correcta.

4

John se despertó al notar de repente que alguien había entrado en su habitación. Se incorporó de un respingo, se sentó en la cama y alzó la mirada hacia el rostro sonriente de Samson Segal.

—¿Le he despertado? —preguntó este con preocupación.

John contuvo la respuesta airada que estaba a punto de soltarle. ¿Por qué había entrado en su dormitorio?

—No pasa nada. ¿Qué hora es? —inquirió.

—Casi las ocho.

—Mierda —se lamentó John—, ya tendría que estar en la oficina. —Consultó el despertador que tenía junto al colchón, en el suelo. Había llegado tan cansado que había olvidado activarlo antes de dormirse. Era la primera vez que le ocurría.

—Ayer llegó muy tarde —dijo Samson—. Estuve esperando hasta las nueve y media, pero…

—Fue una noche muy larga —comentó John. Se puso de pie y miró por la ventana. Ya era de día. El piso olía a café recién hecho.

—He preparado el desayuno —explicó Samson—. Incluso he salido a comprar pan para preparar unas tostadas.

—¡No debe salir del piso!

—Pero entonces no habríamos tenido nada para comer. Anoche ya… —avergonzado, dejó la frase inacabada.

John se pasó las manos por el pelo revuelto.

—Lo siento. Debería haber pensado en ello. Enseguida voy a desayunar.

Entró en el cuarto de baño, tomó una buena ducha caliente y decidió que podía pasar sin afeitarse. Se vistió con unos vaqueros y un jersey y fue hacia la cocina. Puesto que no había ninguna mesa, Samson había dejado los platos, las tazas, la cesta del pan y la tostadora sobre la encimera, junto a la que había colocado un viejo taburete. Le sirvió café y le señaló el asiento.

—Siéntese. Yo desayunaré de pie.

—Yo también —repuso John—, puede sentarse usted.

Samson se quedó quieto, pero dejó su taza de café encima del taburete.

Tal vez tendría que comprar una mesa algún día, pensó John.

Se planteó hasta qué punto debía contarle a Samson lo que había descubierto. Por lo general no le gustaba hablar acerca de lo que le pasaba por la cabeza antes de haber llegado a una conclusión que lo complaciera, ya solía proceder de ese modo cuando estaba en el cuerpo de policía. Por otra parte, no consideraba que Samson fuera un estúpido y, además, había estado vigilando a la familia Ward durante meses. Cabía la posibilidad de que pudiera aportar algún detalle decisivo, si John lo ponía al corriente.

—¿Le dice algo el apellido Stanford? —preguntó él—. ¿Sabe quién es el doctor Logan Stanford?

—Stanford… —repitió Samson mientras reflexionaba—. ¿No es ese abogado? El que está forrado y que siempre está organizando encuentros benéficos, ¿no? Sale mucho en las revistas. Poco antes de Navidad organizó algo en Thorpe Bay… en el club de golf, creo. Una tómbola, o algo así.

Interesante. Por consiguiente, sí que hay alguna conexión: Stanford había pasado por Thorpe Bay. Muy cerca de la casa de Gillian.

—Pero no lo conoce personalmente, ¿no?

Samson se rió.

—¡No! ¡Un tipo como ese no se tomaría en serio a alguien como yo! No me muevo por esos círculos.

John decidió informarlo acerca de algunos detalles de su investigación.

—Su esposa, Liza Stanford, se relacionó con las dos mujeres asesinadas. Con Carla Roberts y Anne Westley.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabe?

—Da igual. Lo sé y punto. Y estaría bien saber si ella o su marido tuvieron algún tipo de contacto con Gillian.

—¡Pregúnteselo a ella!

—Se lo he preguntado a Liza Stanford. Me ha dicho que no había oído nunca el apellido Ward. ¿Usted no sabrá algo por casualidad?

—Por desgracia, no —respondió Samson, algo confuso—. Supongo que quiere saber si he visto alguna vez al doctor Stanford en casa de los Ward, ¿no? Pues no, nunca. Quiero decir que solo sé qué cara tiene por las revistas, pero creo que no me habría pasado inadvertido. Lo que no sé es cómo es su esposa.

—Muy guapa. Alta, delgada, con el pelo largo y rubio. Lleva siempre unas gafas de sol enormes. Es una de esas mujeres que llaman la atención.

—No —negó Samson—. Lo siento. Gillian recibía muy pocas visitas. De hecho, solo acudía a verla su mejor amiga. Y de vez en cuando alguna que otra madre de compañeras de clase de Becky, que la devolvían a casa o pasaban a buscar a su hija. Pero aparte de eso, nadie.

—Ya veo —dijo John con resignación. Eso coincidía con lo que Kate le había contado: Gillian ya le había dicho a la policía que no conocía a Liza Stanford. Fielder y su gente habían investigado el entorno profesional de Thomas Ward y se estaban encargando ya de hacer lo mismo con el club de tenis. John no creía que la solución fuera tan sencilla como encontrar a Stanford en el mismo club de tenis o entre su cartera de clientes. Eso habría sido demasiado inmediato, Kate ya habría sabido algo cuando estuvieron hablando. Si había alguna conexión, tenía que ser mucho más complicada.

Stanford, el Caritativo, un asesino brutal. A John no le costaba en absoluto imaginarlo, puesto que ya sabía cómo ese elegante caballero trataba a su esposa cuando algo no le parecía del todo bien, pero de todos modos quedaban varias cosas disparatadas por aclarar. Kate le había contado que tanto Carla como Anne posiblemente habían sido aterrorizadas e intimidadas de un modo sutil durante semanas. Carla había relatado extraños incidentes con una cierta frecuencia, mientras que Anne había dejado entrever una circunstancia parecida en el tema de su último cuadro. Le costaba imaginar que Stanford hubiera acudido a diario durante un largo período de tiempo a un bloque de viviendas para subir y bajar en el ascensor con el único objetivo de amedrentar a una mujer que vivía sola. No encajaba con él, era un hombre demasiado ocupado para dedicar su tiempo a ese tipo de cosas. Del mismo modo, no lo imaginaba conduciendo por un bosque de noche para asustar a la pediatra de su hijo. Si Stanford había asesinado a las dos mujeres, lo habría hecho por un único motivo: porque sabían demasiado y quería cerrarles la boca para siempre. Eso podría haberlo conseguido enseguida, no hacían falta tantas historias para eso. A John le parecía especialmente extraño el método tan cruel y angustioso que el asesino había utilizado para ahogar a sus víctimas. Tanto odio… ¿era propio de un hombre que solo se había propuesto eliminar un peligro? Por otra parte, Stanford era un sádico. Enfermo y pérfido.

Liza… sin duda tenía motivos para odiar a Carla y a Anne y para desear vengarse de ellas. De todos modos, a John le costaba imaginar en ese papel a una mujer maltratada, asustada y desesperada como Liza, aunque sabía que tampoco podía excluir aquella posibilidad. Precisamente porque Liza era muy guapa y porque despertaba su instinto protector, algo de lo que él era muy consciente. Tenía que ir con cuidado para no dejarse influir.

—¿La señora Stanford tiene algo que ver con el asesino? —preguntó Samson.

—No lo sé. —John jugueteó con la tostada que tenía en el plato. Él tampoco había comido nada desde el día anterior a mediodía, pero la primera sensación de hambre con la que se había levantado había desaparecido de nuevo. Cada vez más, ese asunto le sentaba como una patada en el estómago.

Además, mientras contemplaba el desayuno que había preparado Samson, se le ocurrió otra pregunta: ¿de qué vivía Liza? Tenía que pagar el alquiler del piso, tenía que comer y beber y el coche no funcionaba sin gasolina. Eso sin contar que para alquilar el piso habría tenido que dar un nombre real y difícilmente debía de haber utilizado el suyo. Tendría que haberle mostrado la documentación al casero y este tendría que haberla verificado. ¿Cómo había resuelto ese problema?

La noche anterior había sido tan intensa que no se le habían ocurrido esas preguntas tan obvias. Si no le fallaba la intuición, Stanford habría bloqueado sus cuentas desde hacía tiempo. Por consiguiente, era poco probable que Liza hubiera podido utilizar su tarjeta de crédito, sin tener en cuenta que habría sido arriesgado hacerlo, porque eso habría dado pistas a su marido acerca de su paradero.

Y eso llevaba a la siguiente pregunta: ¿quién estaba ayudando económicamente a Liza Stanford?

Maldita sea, debería haber pensado en ello antes.

—Lo veo muy ensimismado —dijo Samson.

John asintió con aire distraído. ¿Era esa la relación? ¿Podía ser tan absurda y tan posible a la vez? ¿Estaban Gillian o su marido detrás de eso? Gillian no lo habría revelado a la policía para no poner en peligro a Liza. ¿Era ese el motivo por el que el asesino había ido a por ellos? En ese caso solo podría haberlo mandado Logan Stanford.

¿Y por qué entonces y no antes? Anne Westley habría representado un peligro para él desde hacía tres años. Tal vez hacía poco tiempo que Stanford se había enterado de su existencia, quién sabía cómo, y por eso la situación había tardado hasta entonces en agravarse. Liza había desaparecido. Stanford podría haber tenido la sensación de estar perdiendo el control de las cosas.

Y se había aferrado a algo que conocía bien: la violencia.

—¿Cree usted que está cerca de solucionar el caso? —preguntó Samson con timidez.

—No sabría decírselo —respondió John, fiel a la verdad—. En cierto modo, sí. Pero todo me parece aún demasiado confuso. Todavía no soy capaz de ver las cosas claras.

—Usted es mi única esperanza —dijo Samson enseguida. Tenía manchas rojizas en las mejillas debido al estrés—. Por favor, siga intentándolo. Probablemente sea usted el único que cree en mi inocencia.

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