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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (62 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Sherman también se puso de pie, vacilante.

—Llévense el libro. Para que puedan encontrar la carretera de Peak District.

—Gracias —respondió John mientras aceptaba el ofrecimiento—. No se preocupe, se lo devolveremos. No sé lo que habríamos hecho sin usted.

El anciano sonrió.

—Habría hecho cualquier cosa por Tara. Si está por ahí fuera, desesperada y trastornada, ¡tienen que encontrarla! ¡Era una niña maravillosa! Me caía muy bien. Y a su padre también lo apreciaba mucho. Poder contribuir al rescate de Tara es un gran regalo para mí, ahora que me queda poco tiempo de vida.

John asintió. En ese momento evitó mirar a los ojos a Sherman. Si conseguían encontrar a Tara, ese anciano habría contribuido decisivamente al arresto de una asesina múltiple. Pero no tenía por qué llegar a saberlo.

Eso le habría roto el corazón.

8

Gillian se había quedado la linterna. Tara se la había dejado para que tuviera luz. Eso ya era mucho, en la situación en la que se encontraba.

Había conseguido quitarse las ataduras de las manos y los pies. Cuando Tara estaba cerrando la puerta por fuera ya había conseguido quitarse el precinto que le amarraba las muñecas. A partir de eso, no le había costado mucho desatarse los tobillos.

Tenía la llave del coche. La había cogido al pasar y se la había guardado dentro del puño.

La cabaña estaba herméticamente cerrada con llave y dentro reinaba un frío gélido. Gillian temía el instante en el que se agotaran las pilas de la linterna, porque quedaría rodeada por la oscuridad y todo habría terminado.

Tenía que salir de allí. ¡Si quería seguir con vida, tenía que salir a toda costa!

Lo que había pensado en el momento de coger la llave había sido que de ese modo obligaría a Tara a volver. No podría marcharse a pie de Peak District. El coche no le serviría de nada y era poco probable que encontrara a nadie por allí. Y mucho menos de noche. El frío, el peor enemigo de Gillian en esos momentos, sería aún más cruel con Tara ahí fuera. Necesitaba la llave, por lo que tendría que regresar. Y entonces…

Sí, entonces, ¿qué? ¿Podría imponerse a ella? ¿A una mujer armada con una pistola y una navaja, resoluta y sin nada que perder?

Entretanto Gillian cambió de parecer: ¡Tengo que salir de aquí antes de que vuelva!

A la débil luz de la linterna, registró toda la cabaña. No había absolutamente nada que pudiera servirle de ayuda. ¿Qué habían utilizado para cocinar? ¿Con qué comían? Había buscado en vano una cubertería, un cuchillo de cocina con el que poder armarse. Sobre la estufa había un estante en el que había unos vasos de plástico, pero estaban vacíos. En algún momento, la señora Caine debió de habérselo llevado todo a sabiendas de que no volvería a utilizar la cabaña. Y había sido muy escrupulosa, no había olvidado nada.

Gillian se estremeció al pensar en la señora Caine-Roslin. Todo lo que le había contado Tara durante las últimas dos horas antes de partir seguía resonando dentro de su cerebro. Pero no tenía que pensar en esas cosas, ya habría tiempo para eso. Por el momento lo que tenía que hacer era no debilitarse ni bloquearse. Se trataba de salir de allí. Nada más.

Tenía que forzar la cerradura de la puerta o de uno de los postigos, era su única posibilidad. Lo que necesitaba era algo que pudiera utilizar como palanca, pero no había nada, absolutamente nada. Un par de muebles. Pero ninguna herramienta, ni un cubierto. Ni siquiera una botella que hubiera podido romper y obtener así un objeto cortante. Las botellas de agua que habían llevado eran de plástico.

Contempló las llaves que tenía en la mano. Había dos: la llave del coche y la llave del piso de Tara. En comparación, la del piso era más delgada y dentada. Era el único objeto con una cierta punta que tenía a mano. Posiblemente era su única opción, por insignificante que fuera. De no haberse quedado con la llave, tendría que haberse rendido al destino y morir de hambre o de sed.

Movió una estantería que estaba cerca de la puerta y dispuso la linterna sobre ella de manera que iluminara la cerradura. A continuación se arrodilló frente a la puerta y examinó el herraje. El difunto señor Caine se había dedicado a reparar bicicletas y había construido con sus propias manos una cabaña en los bosques del norte. Había sido un hombre mañoso y dotado para los trabajos artesanales, por lo que Gillian temió que no hubiera instalado una cerradura cualquiera. Seguro que había querido proteger perfectamente la cabaña. A modo de prueba, hurgó con la llave en la cerradura. No sirvió de nada. Tampoco tuvo la sensación de que pudiera llegar a mover nada.

Bien. Todavía había dos ventanas, protegidas con sólidos postigos. Tal vez tuviera más suerte con ellos.

Cambió de sitio la estantería con la linterna una vez más para iluminar lo que le interesaba y examinó con preocupación la construcción de las ventanas.

No eran más que pequeñas ventanas de cristal cuadradas. Podría abrirlas un poco si conseguía forzarlas. El problema eran los postigos que había detrás. Tenían dos hojas que cerraban en el medio y se mantenían unidas por un grueso pestillo, inmovilizado por un candado cuya solidez desanimó por completo a Gillian. A primera vista confiaba tan poco en poder abrirlos como en el caso de la puerta principal.

Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y estuvo a punto de sentarse en un rincón para dar rienda suelta al llanto, pero se obligó a descartar esa idea tan tentadora como derrotista. Llorar no le serviría de nada, solo le quitaría energías.

Concéntrate, se dijo a sí misma en silencio, encuentra la manera de salir de aquí. Tara volverá tarde o temprano porque no se ha llevado la llave del coche y cuando eso suceda tú tienes que haber puesto tierra de por medio.

Tara había matado a su propia madre. Había matado también a Carla Roberts y a Anne Westley. Había matado a Tom, a pesar de que a quien había querido asesinar había sido a ella, a Gillian. Se había colado en su casa por segunda vez y había estado acechándola; solo el regreso de Luke Palm había conseguido frustrar sus intenciones. Y hasta entonces a Tara le habían parecido justificable todos sus crímenes. Consideraba que eran consecuencias lógicas. Sabía que con ello entraba en conflicto con la ley, pero respecto a una instancia moral superior a cualquier legislación humana, se consideraba inocente. Estaba profunda e inquebrantablemente convencida de ello.

«Ted Roslin, mi padrastro, abusó de mí durante cinco años. En ocasiones venía cada noche a mi cama durante semanas enteras. Cuanto más satisfacía su hambre, más tenía. Violaba a la hija de la mujer con la que se había casado. Y se había casado con ella únicamente por ese motivo, por la hija. Yo era una niña bonita. Rubia, de piernas largas, con unos ojos grandes y radiantes. Le había gustado a primera vista, según me contó. Es más, se había obsesionado conmigo. Por eso se había enredado con mi madre. Le había resultado fácil, puesto que ella estaba tan decidida a encontrar pareja de nuevo que se dedicó a ignorar cualquier señal de alarma. Como por ejemplo el hecho de que el bueno de Ted no consiguiera tener ni una sola erección con ella. De acuerdo, eso no quería decir necesariamente que el tipo tuviera esa perversa predilección por las niñas. Pero como mínimo debería haber intentado descubrir el motivo, ¿no? Sin embargo, no lo intentó hasta que ya se hubo casado con él y ya no pudo hacer nada al respecto. Entonces sí que le dio mala espina que él la encontrara menos erótica que a un pescado muerto. Claro, llegó un momento en el que acabó comprendiendo lo que sucedía. Al final él ni siquiera se esforzaba en ocultarle la “relación especial” que tenía conmigo. Y entonces sí que mamá se dio cuenta de lo que ocurría. Por ese motivo mantuvo con él terribles discusiones marcadas por los celos. ¿Te das cuenta? Lo que él hacía conmigo no la afectaba tanto como lo que él no hacía con ella. Pero en todas las disputas que mantuvo con él acababa cediendo a la primera de cambio. Puesto que lo peor de todo, peor incluso que los celos que sentía de mí, peor que esa actitud enfermiza, era el miedo a que él pudiera abandonarla. No quería arriesgarse a disgustarlo en exceso. Lo que hizo fue aceptar la situación solo para que se quedara con ella».

Gillian hizo un esfuerzo por dominarse. Se dio cuenta de que llevaba varios minutos con la mirada fija en los estantes, pero sin ver nada realmente. Había aguzado el oído durante horas por si oía la voz de Tara, que seguía resonando en el interior de su cerebro. A pesar de la situación límite en la que se encontraba, había estado escuchándola con horror mientras Tara había estado contándole cómo había sido su adolescencia, los años posteriores a la muerte de su padre, en ese tono monótono, en ocasiones casi sereno, de vez en cuando incluso teñido de ironía.

Le había contado cómo había sido su vida en el infierno.

Gillian intentó ignorar el horror que sentía y que se mantenía intacto al recordar lo que había oído. No tenía tiempo de procesar en ese momento todo lo que había oído. Lo haría más tarde. Cuando se sintiera segura.

Los postigos.

Estaban formados por tablones ensamblados y asidos a las paredes por dos bisagras en cada lado, fijadas a su vez con herrajes atornillados que reforzaban los postigos. A la luz de la linterna, Gillian vio que el tiempo y la humedad habían oxidado los tornillos. Intentó aflojarlos usando la punta de la llave del piso de Tara a modo de destornillador con la esperanza de poder hacer girar el tornillo, aunque fue en vano. La llave resbalaba continuamente y además los tornillos estaban tan oxidados que probablemente no habría sido posible sacarlos ni siquiera con la herramienta adecuada. A Gillian, las tablas de madera le parecieron demasiado gruesas y bien encajadas. Era impensable poder forzarlas.

Registró hasta el último rincón de la construcción en busca de un punto débil. Era evidente que la madera no había sido pintada jamás y con el paso de las décadas se había vuelto completamente grisácea. Los ojos de Gillian se detuvieron en uno de los herrajes atornillados. Alrededor del herraje, la madera había adoptado otra coloración, las fibras no eran de color gris, sino más bien verdosas, casi negras. Gillian palpó la madera con los dedos. Parecía más blanda que en las otras partes. Hundió allí la llave del piso de Tara, la más puntiaguda. Finalmente consiguió penetrar un poco en la madera sin encontrar demasiada resistencia. Se dio cuenta de que estaba respirando más rápido debido a la agitación. Alrededor del resto del herraje siguió encontrando la misma coloración negruzca y podrida que cedía bajo la presión de la llave. Los tornillos oxidados parecían haber afectado a la madera con el paso de las décadas.

Utilizó los dos puños para golpear los postigos. ¡Esos malditos puntos podridos tenían que ceder!

Pero no fue así. Gillian bajó los brazos, derrotada, jadeando lentamente. A pesar de todo, no tenía suficiente fuerza.

Necesito un martillo.

Era un deseo absolutamente ilusorio. En la cabaña ni siquiera había tenedores, por no hablar de herramientas. Ya la había registrado a fondo.

O sea, que no había ningún martillo. ¿Qué podría utilizar pues? Le habría gustado tener un caballete, un banco, algo con lo que golpear una y otra vez la madera podrida hasta que cediera. Iluminó la estancia con la linterna. La mesa. O mejor dicho, las patas de la mesa, una de ellas, al menos. Tal vez podría utilizarlas.

Volvió a dejar la linterna y volcó la mesa hasta dejarla boca abajo. A continuación examinó las patas de madera. Estaban atornilladas al sobre y pegadas a los travesaños por los lados.

Si conseguía quitar la cola de los travesaños con la ayuda de la llave, conseguiría avanzar considerablemente, puesto que un solo tornillo tampoco ofrecería demasiada resistencia. Si luego movía con fuerza la pata de un lado a otro, tal vez lograría romperla.

El temor y el desánimo desaparecieron de repente y Gillian contuvo el aliento durante unos segundos. Tenía muy pocas posibilidades y el peligro era considerable.

Un último esfuerzo.

Milímetro a milímetro, empezó a quitar la cola de la rendija que unía los tablones.

9

John conducía y Samson iba sentado a su lado con el libro de Angus Sherman sobre el regazo. Había oscurecido por completo. No obstante, el tráfico de viernes por la tarde que dos horas antes había llenado de coches las salidas de Mánchester y habría convertido en misión imposible salir de allí, por suerte había disminuido en gran medida. No pudieron circular muy rápido, encontraron muchos semáforos en rojo y un largo embotellamiento debido a un camión que había quedado atravesado en la calzada, pero al fin y al cabo tampoco les costó tanto salir. Al principio John había maldecido la más mínima deceleración, puesto que tenía la sensación de estar actuando a contrarreloj. Los años que había pasado trabajando como policía le habían enseñado que a menudo eran solo unos minutos los que decidían entre la vida y la muerte de una víctima. Pero al final se obligó a calmarse. No conseguiría nada golpeando el volante con los puños o insultando al conductor que tenía delante y que buscaba aparcamiento a paso de tortuga. Lo único que lograba con esa actitud era aumentar su nivel de adrenalina y de ese modo tal vez más tarde acabaría cometiendo algún error.

Por suerte, Samson se comportó con calma, no paraba de examinar el mapa, de seguir las líneas con el índice y solo hablaba cuando tenían que cambiar de dirección.

—Tenemos que torcer a la derecha por aquí, creo. Ahí delante, por la segunda salida de la rotonda, creo.

John había refunfuñado un par de veces:

—¿Lo cree o lo sabe? —Las dudas de Segal, la falta de autoconfianza que demostraba tener lo enervaban cada vez más. Sin embargo, cuando John miró de reojo y comprobó que Samson luchaba por contener las lágrimas, también decidió controlarse en ese sentido. Provocarle un ataque de nervios sin duda no aportaba nada bueno, por no hablar de que era injusto. El tipo había hecho un buen trabajo encontrando a Angus Sherman, que les había proporcionado una valiosa pista. Simplemente era su manera de ser. Tenía la manía de relativizar continuamente lo que decía con fórmulas como «tal vez», «creo» o «posiblemente», aquellas expresiones formaban parte de su carácter.

Pasaron por el último barrio periférico del sur de Mánchester. Hileras de casas adosadas, una tras otra. Un polígono industrial. Un campo de fútbol. Un McDonald’s. A continuación dejaron atrás las luces de la ciudad y ya no vieron más que los faros del resto de los coches.

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