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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (29 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Ella levantó la cabeza.

—Pero ¿por qué yo? ¿Quién querría matarme a mí?

—Esa misma pregunta es la que nos hacemos nosotros desde hace semanas para los asesinatos de Roberts y Westley —dijo Fielder—, y si consideramos que usted estaba en la misma línea que esos dos casos y que la muerte de su marido no fue más que un dramático imprevisto, tenemos dos delitos de asesinato consumado y uno en grado de tentativa para los que el móvil sigue siendo un misterio. Estos crímenes demuestran un odio inmenso, esa es la única información que tenemos de los otros dos casos. La señora Roberts y la doctora Westley murieron de una forma excepcionalmente cruel. Al principio pensábamos que debía de tratarse de alguien que sintiera un odio monstruoso contra las mujeres en general y que posiblemente solo eligió a Roberts y a Westley porque vivían solas y aisladas, lo que las convertía en víctimas muy accesibles. En los dos casos, pasó más de una semana antes de que se descubriera el crimen y, además, por accidente. Pero usted no encaja en esa trama. Lo que nos hace pensar que tiene que ser otra la relación que la une a usted con esas dos mujeres.

—Pero ¡si no las conocía de nada!

—Aun así, puede que haya algún punto en común.

—¡Oh, Dios! —murmuró Gillian—. ¡Es horrible!

—¿Qué sabe usted acerca de Samson Segal? —preguntó Fielder.

Recibió justo la respuesta que había esperado a partir de las anotaciones de Samson Segal.

—¿Segal? ¿El tipo que siempre ronda por delante de nuestra casa?

Tal vez Christy tuviera razón, pensó Fielder de repente, pero antes de que pudiera intervenir de nuevo sonó el timbre de la puerta y Gillian se puso de pie mientras musitaba una disculpa. Cuando volvió, no lo hizo sola.

La seguía John Burton.

3

Samson Segal tuvo un susto de muerte cuando alguien llamó a la puerta de su habitación. Estaba seguro de que la pensión en la que se había acuartelado no tenía servicio de habitaciones, por lo que supuso que no se trataría de ningún miembro del personal.

—¿Quién es? —dijo con cautela.

—Soy yo. Bartek. ¡Abre!

Samson abrió, aliviado, el cerrojo de la puerta. Había llamado a Bartek a primera hora de la mañana, pero solo había obtenido la respuesta del buzón de voz del móvil. Le había contado dónde se había alojado y le había pedido que lo ayudara con algo de dinero. Después de eso se había sentado en la cama mirando hacia el retazo rectangular de cielo que se veía por la ventana, con la esperanza de que su amigo escucharía el mensaje en algún momento durante el día. Con la ridícula cantidad de cien libras no llegaría muy lejos. Cuando a altas horas de la noche había entrado en ese sucio cuchitril que apenas merecía el nombre de hotel para pedir una habitación, le habían volado ya treinta libras y la señora que lo atendió en la recepción, que apestaba a aguardiente y cigarrillos, le había anunciado ya que quería treinta libras más por adelantado si pensaba quedarse otra noche. Eso significaba que en tres noches se le habría acabado el dinero.

—¿Treinta libras? —había preguntado con horror. La dueña del local le había soltado enseguida una réplica mordaz.

—¿En qué mundo vive, joven? ¿En Jauja, donde todo es gratis? ¡Pues despierte! ¡Además, el precio incluye el desayuno, por lo que no se queje tanto!

Sin embargo, todavía no había podido comprobar la calidad del desayuno. Estaba paralizado. No había sido capaz de salir de aquella habitación fría y mohosa ni por un momento. Sabía que aquellas cuatro paredes de color verde pálido no le ofrecían más que una seguridad engañosa, pero el mundo exterior, en su situación, le parecía una pecera llena de pirañas y no se atrevía a asomar la cabeza siquiera.

Bartek tenía un aspecto horrible, Samson se dio cuenta de inmediato en cuanto lo vio entrar a trompicones en la habitación. Tenía los ojos hundidos y los labios grisáceos. Probablemente había estado celebrando el Año Nuevo hasta altas horas de la madrugada, por lo que estaba trasnochado y tenía resaca. En condiciones normales seguramente se habría quedado en la cama hasta la tarde. No obstante, en lugar de eso tenía que ocuparse de un amigo que se encontraba en serias dificultades.

Samson se sintió culpable en el acto.

—¡Bartek! ¡Gracias por venir!

Bartek miró a su alrededor una vez dentro de aquella estrecha habitación. El hotel estaba muy cerca de la estación de ferrocarril de Southend y era un edificio viejo y decrépito con los techos bajos y suelos que crujían a cada paso. Las ventanas eran pequeñas y el papel pintado que cubría las paredes era verdaderamente atroz. La cama de la habitación de Samson daba la impresión de que tenía que hundirse hasta tocar el suelo si uno se tendía en ella. Había un sillón, un armario estrecho de madera barata y un lavamanos en la pared. Para ir al baño había que salir y cruzar el pasillo.

El lugar no podía ser más desolador.

—Oh, Dios… —exclamó Bartek, tras lo que se encogió de hombros tiritando—. ¡Qué frío hace aquí!

—La calefacción no funciona —explicó Samson.

—Joder, tío —dijo Bartek mientras ocupaba el sillón—. Samson, ¡todo esto es una mierda! ¡La policía ha venido a verme!

—¿Qué?

—Y no eran de la policía de Southend, sino de Scotland Yard. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—¡Dios mío!

—La agente Linville. Antes había hablado con tu encantadora cuñada y esta le había dicho que lo intentara en mi casa. Le contó que somos muy amigos y que quedamos cada semana en un pub y ¡vete a saber qué más! Le ha faltado tiempo para venir a verme. Helen y yo todavía estábamos en la cama…

—¿Y Helen le ha contado que anoche acudí a verte?

Bartek negó con la cabeza.

—Gracias a Dios, no. Y eso que no habíamos acordado nada. Se asustó mucho al ver a la policía en casa preguntando por ti, pero es lista y simplemente mantuvo la boca cerrada.

—¿Y tú qué le has dicho?

—Que la última vez que nos vimos fue antes de Navidad. Y que no tengo ni idea de dónde te escondes.

Samson se relajó un poco.

—Te lo agradezco de verdad, Bartek.

Bartek negó con la cabeza de nuevo, como si quisiera rechazar la gratitud de Samson a cualquier precio, como si nada quisiera más en el mundo que mantenerse a distancia de su amigo.

—Luego he oído tu mensaje en mi móvil. ¡Menuda imprudencia, Samson! ¡No vuelvas a hacerlo! No me dejes mensajes en el buzón de voz. Y tampoco en el contestador automático del teléfono fijo. De hecho, ¡no vuelvas a llamarme!

Samson se dio cuenta de que le fallaban las rodillas. A falta de otro lugar para sentarse, se dejó caer sobre la cama, que se hundió hasta el suelo con un quejido de muelles.

—¡Necesito tu ayuda, Bartek! ¡No podré conseguirlo solo!

—Tampoco puedes conseguirlo conmigo —replicó Bartek—, tienes que entregarte. Toma —revolvió en el bolsillo de los pantalones y sacó un par de billetes arrugados—, doscientas libras. Más no puedo darte. Y tampoco puedo hacer nada más por ti.

Samson se encorvó hacia delante y aceptó el dinero. Con eso podría quedarse viviendo allí casi una semana y media. Eso siempre que su foto no apareciera en los periódicos. En ese caso sería peligroso quedarse más de un par de horas en un mismo lugar.

—Gracias, Bartek. Sé que para ti esto es…

—Para mí esto es muy peligroso —dijo Bartek con voz airada—. No soy ciudadano británico, ¿entiendes? Estoy construyendo mi vida aquí. Trabajo duro, quiero casarme, Helen y yo queremos comprarnos un piso, nos gustaría ser padres. ¿Sabes lo que sucederá si me veo involucrado en la investigación de un asesinato? ¿Si emiten una orden de búsqueda oficial y yo te ayudo a esconderte? ¡Tú igual acabas un par de años en chirona, pero yo me juego que me expulsen y acabar de nuevo en Polonia! ¡Todo lo que tantos esfuerzos me ha costado se iría al garete de golpe y porrazo! ¡Podrías arruinarme el futuro!

—Pero es que no fui yo, Bartek. ¡Yo no le he tocado ni un pelo a nadie!

—Entonces, ¡no huyas! ¡Preséntate en comisaría!

—¡Es demasiado tarde! ¡Ya he huido!

—Pero puedes explicarlo. Les dices que huiste a causa del pánico, del desconcierto. Enseguida viste claramente que levantarías sospechas y huiste llevado por el miedo.

—No me creerán.

—Pero ¡tampoco podrán demostrar que hayas hecho algo!

—Ya sabes cómo son estas cosas. Necesitan acusar a alguien y yo me estaría ofreciendo en bandeja. Al fin y al cabo a ellos les da igual si en realidad yo…

—Vamos, basta ya —lo interrumpió Bartek—, solo por eso no te meterán en chirona. Tienen que demostrar que lo hiciste, y si no fuiste tú tendrán un problema. —Se puso de pie—. No puedo entrometerme en esto, Samson. Esto es lo último que hago por ti y solo espero que no me cueste el pellejo. A partir de ahora deberás ver cómo te las arreglas tú solo. Además, se lo he prometido a Helen. Está fuera de sí. Jamás la había visto tan furiosa.

Samson también se puso de pie.

—No fui yo —repitió como si se tratara de un mantra.

—Entonces no tienes nada que temer —apuntó Bartek.

—Pero tú tampoco —repuso Samson—. Porque no estás ayudando a un asesino, sino a un inocente.

En los ojos del polaco percibió el atisbo de una duda.

Con tristeza, Samson pensó que su amigo no estaba nada seguro de que realmente fuera inocente.

4

Los dos hombres se encontraron frente a frente y se miraron unos segundos sin decirse nada, igual de sorprendidos y momentáneamente inseguros de cómo lidiar con la situación.

—Hola, John —saludó Fielder al fin—. Jamás habría pensado que…

No llegó a terminar la frase.

—Hola, Peter. ¿Qué es lo que jamás habrías pensado? ¿Que volveríamos a encontrarnos?

—Que volveríamos a encontrarnos en la investigación de un asesinato. Eso es lo que no habría pensado —replicó Fielder.

—Tu gente ya me ha interrogado —le recordó John.

Fielder sonrió con amabilidad.

—Claro. Y han comprobado que no tienes coartada para el momento de los hechos. Me refiero al asesinato de Thomas Ward.

El énfasis que Fielder utilizó en esa última frase hizo que John entornara los ojos.

—¿Para qué asesinato más podría necesitar yo una coartada?

—Nadie te acusa de nada —intervino Gillian. A Fielder le pareció que a la mujer le temblaban ligeramente las manos—. A mí también me han interrogado. Es lo normal, ¿no?

—Por supuesto —dijo Fielder.

—¿Qué asesinatos más se han cometido? —insistió John.

—A Tom lo mataron con la misma arma que intervino en el asesinato de las dos ancianas —explicó Gillian—. Ya sabes, los periódicos han estado hablando de ello. Por eso piensan que en los tres casos podría tratarse del mismo asesino.

John arqueó las cejas.

—¿La misma arma?

—Exacto —contestó Fielder. Examinó minuciosamente la reacción de John al oír mencionar a las dos mujeres y se dio cuenta de cómo llegaba de golpe a la misma conclusión que había llegado la policía: Tom había sido una víctima accidental. El asesino iba a por la esposa. Fielder pudo leer literalmente la conclusión en los ojos de John y pensó que o bien era muy buen actor, o bien realmente no tenía nada que ver con el caso.

John se volvió hacia Gillian.

—Gillian…

—Lo sé —dijo ella—. Es posible que fuera a por mí. Soy una mujer y en condiciones normales habría estado sola en casa a esas horas. Encajo mejor en el caso que Tom.

—Por supuesto, no podemos saberlo con toda seguridad —dijo Peter Fielder—, pero de todos modos es mejor que se quede aquí una buena temporada, incluso cuando se haya desprecintado la casa. —De repente, se dirigió de nuevo a John—. ¿Cómo sabías que la señora Ward se alojaba en casa de su amiga?

—Esta mañana le he mandado un SMS —explicó Gillian antes de que John pudiera responder— y le he pedido que viniera. Justo después de la… muerte de Tom no quería verlo, pero desde entonces… —Encogió los hombros con desamparo—. No es que me sienta muy bien —añadió en voz baja— y tengo que estar dominándome todo el rato. Por Becky. Tara, mi amiga, se preocupa mucho por mí, pero siempre pienso que lo más probable es que no le gustara que fuera al encuentro de John aquella noche. No es que me lo haya dicho, pero… en su mirada me doy cuenta de que piensa que habría sido mejor haber dejado a Tom de una vez si ya no era feliz con él. No paro de pensar que, por dentro, cree que toda esta desgracia y este horror son fruto del engaño y la deslealtad.

Tragó saliva. El rostro le temblaba mientras intentaba contener las lágrimas.

John se le acercó y le pasó un brazo por encima del hombro. Los dos hombres se miraron por encima de la cabeza de Gillian. Estaban pensando lo mismo. No hacía falta ser psicólogo para comprender que Gillian proyectaba en su amiga todo lo que en realidad la estaba atormentando a ella: un sentimiento de culpa casi insoportable.

—No debe pensar de ese modo —le aconsejó Fielder—. No se trata de si su comportamiento fue moralmente correcto. Lo más importante es que estamos tratando con un asesino sin escrúpulos que por algún motivo que desconocemos había puesto a su familia en el punto de mira. La única culpabilidad que debemos aclarar es la que concierne a esa persona y esperemos que tenga que responder ante un juez, señora Ward. Se trata de eso y no de usted.

Ella se secó un par de lágrimas de las mejillas y bajó las manos. Había recuperado el control.

—¿Y cree usted que podría haber sido Samson Segal? —preguntó ella para volver al tema que había interrumpido la llegada de John.

—¿Quién es Samson Segal? —preguntó John enseguida.

—Vive en la misma calle que nosotros —respondió Gillian—, y… se ha estado comportando de un modo un poco extraño. Tom estaba furioso con él. —Miró a Peter Fielder—. ¿Han descubierto algo?

—Tenemos una pista al respecto —dijo Fielder—, pero debo decirle que no tenemos ni idea de si tiene alguna relación con el caso. ¿Qué entiende por un comportamiento extraño, señora Ward? ¿Y qué ha querido decir exactamente cuando ha dicho que merodeaba por delante de su casa?

—En algún momento nos dimos cuenta de que lo veíamos prácticamente cada vez que salíamos de casa o cuando mirábamos por la ventana. O bien pasaba por allí o estaba por los alrededores… Tom se dio cuenta antes que yo. Tara también tuvo esa impresión un día que vino a visitarme. Después de que tanto uno como el otro me llamaran la atención al respecto me di cuenta yo también de que me topaba con él con demasiada frecuencia. —Se encogió de hombros—. Pero no lo percibía como una amenaza. Me pareció que era un tipo simpático y tímido. Solitario y extravagante, pero inofensivo.

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