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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (30 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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—Esa imagen inofensiva puede cambiar —explicó Fielder—. He tenido frente a mí a criminales peligrosos con un aspecto tan inocente que cualquier abuelita les habría confiado sin reservas la libreta de ahorros.

—Poco antes de Navidad tuvo lugar un incidente —dijo Gillian.

Acto seguido, le contó su encuentro con John, que tanto ella como Tom habían llegado tarde a casa, que Becky se había marchado de la fiesta de cumpleaños en la que debería haber pasado la noche y que Samson Segal se la había llevado a su casa. Le contó también que Tom se había comportado de forma hostil con ese vecino mientras que ella había sentido más bien gratitud. Peter Fielder ya conocía la historia por las anotaciones de Segal, pero la escuchó con interés de todos modos. Le pareció significativo comprobar que el comportamiento de Thomas Ward había sido verdaderamente inadecuado respecto al vecino. En ese sentido parecía que Segal no se había inventado nada ni se había dejado llevar por la ira. Había ayudado a la hija de los Ward en una emergencia y el padre de la chica no había demostrado ni el más mínimo agradecimiento.

—¿Sabe por qué su marido reaccionó de ese modo? —preguntó Fielder—. ¿Tenía algo contra Segal?

Ella reflexionó e intentó evocar la conversación que había mantenido esa noche con su marido. De algún modo extraño, todo aquello le pareció muy alejado en el tiempo. Como si hubieran pasado años desde entonces y no solo dos semanas.

—Creo que no sabría decírselo exactamente —contestó ella al fin—. Simplemente no le caía bien. Se asustó al enterarse de que alguien que era prácticamente un desconocido se había llevado a nuestra hija. Enseguida supuso lo peor, pero en realidad la situación fue de lo más inofensiva. El hermano y la cuñada de Segal también estaban allí y encontramos a Becky sentada en el salón, se había dormido frente al televisor. A mí me supo mal que Tom se comportara de forma tan grosera. Pero esa noche me dijo que ya había visto a Samson Segal varias veces frente a la casa y que por eso le había parecido que no había sido una coincidencia que estuviera allí precisamente cuando Becky apareció por casa y estuvo llamando al timbre en vano. Todo ello le pareció muy sospechoso.

—Sabemos que esa noche Becky le contó a Segal que tenía previsto pasar las vacaciones de Navidad en Norwich, con sus abuelos. Por lo que él pudo haber deducido que no estaría en casa —dijo Fielder.

—¿Habéis interrogado ya a ese tal Segal? —preguntó John.

—No —respondió Fielder—, ese es el problema. Ha desaparecido.

—¿Desaparecido? ¿Ha huido?

—Sí.

John resopló levemente entre los dientes.

—Comprendo. Eso no dice mucho a su favor.

—Si es inocente, sin duda no habrá sido una buena jugada —le dio la razón Fielder.

—Ha estado merodeando por la casa de los Ward —dijo John—, tenía motivos para estar furioso con Thomas Ward. ¿Hay algo que lo relacione también con las dos mujeres asesinadas?

Peter Fielder negó con la cabeza.

—Por lo que sabemos hasta el momento, no.

Tenía la impresión de que John sabía que todas las cartas no estaban sobre la mesa, pero era evidente que también tenía claro que seguir preguntando no llevaría a ninguna parte. Había sido un buen agente, muy intuitivo y capaz de descubrir lo que no se había dicho.

¿Podía haber sido él el asesino?

Tienes un problema con las mujeres, pensó Fielder, apuesto a que sí. No es tan claro y evidente como el de Samson Segal. Pero de algún modo tú tampoco estás bien de la cabeza. ¿Quién echa a perder una carrera tan prometedora solo porque no puede apartar las manos de una jovencita? ¿Cómo es posible que seas incapaz de tener una relación mínimamente normal? ¿Tenías que empezar una historia con una mujer casada, madre de una de las niñas a las que entrenas? Esposa de alguien que ha sido víctima de un asesinato. Eso es lo decisivo. El difunto Thomas Ward te acerca a una serie de crímenes atroces, John, y si tienes algo que ver con ello te juro que lo descubriré y te meteré entre rejas ¡y no sabes la increíble satisfacción que sentiré al hacerlo!

Se asustó por la vehemencia de sus propios pensamientos, por las emociones que ese colega de antaño era capaz de despertar en él. Percibió una mínima sonrisa, apenas un atisbo, en las comisuras de los labios de Burton y tuvo la desagradable impresión de no haber sido capaz de ocultar del todo lo que sentía tras una expresión impasible.

Se obligó a actuar de nuevo con objetividad y regresó al tema del viaje de Becky previsto para las vacaciones.

—¿Quién estaba al corriente de que Becky se ausentaría durante las Navidades? No podemos excluir la posibilidad de que el asesino hubiera tenido en cuenta esa circunstancia, de que supusiera que su hija no estaría en casa.

Gillian hizo un gesto de desamparo con las dos manos.

—Sería más fácil preguntar quién no lo sabía. Creo que todos sus compañeros de clase lo sabían. Tal vez también algunos de los padres. Todo el mundo en nuestro círculo de amistades lo sabía. Mi amiga Tara. Diana, la madre de la mejor amiga de Becky, Darcy. Algunos de los vecinos también lo sabían. Samson Segal al parecer también lo sabía. Hace años que Tom y yo nos llevamos a Becky el veintiséis de diciembre a Norwich y volvemos un par de días más tarde. Mi padre nos la devuelve justo antes de que empiece el curso. Siempre lo hemos hecho así. Varias mujeres de la limpieza que hemos tenido también lo sabían. La gente que trabaja con nosotros en la oficina también lo sabía. Todo el mundo, vaya.

—Comprendo —comentó Fielder.

—Antes de que me lo preguntes: yo también lo sabía —intervino John—. Durante la última hora de entrenamiento antes de Navidad estuvimos hablando sobre lo que haríamos durante las vacaciones y Becky lo contó.

—Perdone, Gillian —se disculpó Fielder—, pero debo preguntárselo: ¿Becky sabe algo acerca de su relación con el señor Burton?

Ella negó con la cabeza.

—No —susurró—. Al menos, espero que no sospeche nada.

—Supongo que también era mucha gente la que sabía que Thomas Ward acudía todos los martes por la noche al club de tenis, ¿no?

—Sí, también lo sabía casi todo el mundo.

—¿Tú lo sabías? —preguntó Fielder dirigiéndose a John de repente.

—Sí. Gillian lo mencionó una vez.

Y eres demasiado astuto para mentirme, pensó Fielder, te mostrarás tan cooperativo como puedas en todos los aspectos que pueda verificar. Pero eso no significa que en otras cosas no mientas más de lo que hablas.

—Adiós, señora Ward —dijo mientras le tendía la mano a Gillian—. ¿Tiene previsto quedarse aquí, en casa de la fiscal Caine? ¿Podré localizarla aquí?

—Sí.

—Estaría bien que… no saliera muy a menudo de este piso. Y que simplemente sea prudente. No se fíe de nadie.

Le habría gustado poder decirle claramente que desconfiaba de Burton y que lo mejor que podía hacer era mantenerse alejada de él, pero no podía expresar sus sospechas con tanta claridad. No tenía ninguna prueba contra John.

—Seré prudente —prometió Gillian. Tenía los dedos helados—. De todos modos tampoco pensaba salir mucho. Quiero pasar mucho tiempo junto a Becky. Me necesita.

—Tendremos que volver a hablar con ella. Procederemos con mucho cuidado, pero es posible que le vengan a la memoria más detalles acerca de esa noche. Sufrió un fuerte shock y puede que haya reprimido algunos recuerdos. Pero todo lo que pueda ir recordando podría llegar a ser importante.

—Por supuesto —dijo Gillian.

Acompañó al inspector Fielder hasta la puerta. Cuando hubo desaparecido por la escalera, cerró la puerta con esmero y puso la cadena de seguridad. Cuando volvió al salón, John estaba en cuclillas, acariciando al gato, que había abandonado su lugar junto a la ventana.

—No se fía de mí —admitió—. El inspector Fielder, quiero decir. Ya no me soportaba antes, cuando yo aún estaba en el cuerpo, pero le ha venido de perlas encontrarme de nuevo en el entorno de un asesinato.

—Pues a mí me ha dado la impresión de que es muy competente e imparcial —opinó Gillian—. No creo que se deje llevar por sus sentimientos.

John se puso de pie.

—¿Crees que yo podría haberlo hecho?

Ella lo miró, sorprendida.

—Por supuesto que no.

John se acercó a ella.

—¿Cómo estás? —Su voz sonó llena de ternura—. Todavía no había podido preguntártelo porque mi amable ex colega rondaba por aquí. Te veo muy pálida…

Se había dominado durante todo ese tiempo. Sobre todo por Becky, aunque también para no convertirse en víctima de sus propios sentimientos. Víctima de su espanto, de su desconcierto, de su tristeza, su culpa y su miedo. Pero en ese instante, al oír esa voz tan tierna, se había derribado ese muro de protección que tanto le había costado erigir alrededor de su corazón, de su alma o de cualquiera que fuera el lugar en el que se encontraba el núcleo candente de su dolor.

Se echó a llorar por primera vez desde que había sucedido aquello tan inconcebible. No fueron solo un par de lágrimas de noche, medio ahogadas en la almohada, con la respiración contenida para que Becky, que dormía a su lado, no se diera cuenta. En esos momentos las lágrimas fluyeron de verdad, lloró tanto que temblaba y se dejó abrazar. Podía sentir en las mejillas el tacto de la lana del jersey de John, así como los latidos de su corazón, la respiración regular que hacía bajar y subir el pecho de ese hombre que la abrazaba con fuerza, con seguridad, acostumbrado a conservar la calma y a no dejarse llevar jamás por los acontecimientos que sucedían a su alrededor.

Podría haber encontrado consuelo en ese abrazo.

Se dio cuenta de que no lo había sentido una vez se hubo apartado de él, mientras estaba en el baño sonándose la nariz, lavándose la cara y quitándose el maquillaje corrido de los ojos.

Se contempló en el espejo sin acabar de comprenderlo. No comprendía por qué seguía sintiendo ese frío y esa desesperación. Por qué se había sentido tan sola mientras John la abrazaba.

Tal vez no sería capaz de volver a encontrar consuelo. De ningún tipo. Jamás.

Se echó a llorar de nuevo.

PARTE II
Domingo, 3 de enero

1

Los domingos eran lo peor. En el fondo no es que transcurrieran de un modo muy distinto a los lunes o los jueves. Pero los domingos la ciudad se veía inmersa en una calma plomiza, al menos en Croydon, aquella zona de nueva urbanización tan exánime del sur de Londres en la que vivía Liza. Incluso en los lugares donde se veía gente, se oían ruidos y se constataba con claridad que no estamos solos en el mundo, parecía como si un grueso manto asfixiante recubriera hasta el último atisbo de vivacidad. Era una atmósfera de inmovilidad. Los domingos eran días muertos.

Recordaba haber leído una vez que la mayoría de los suicidios se producían los domingos por la tarde y ella no había puesto en duda ni un segundo la veracidad de esa información. Además, había un aumento en la tasa de suicidios en Nochevieja y durante el día de Año Nuevo. Eso también se lo había creído sin dudar. Curiosamente, el día de Navidad no estaba entre los primeros de la clasificación. Pero también había sido capaz de comprender ese dato. Quien llevaba una pena dentro conseguía superar más o menos hasta la mitad esa fiesta caracterizada por la contemplación y la introspección. En cambio, aquella alegría tan cargante propia de la Nochevieja, con el ruido de botellas que se descorchan, las serpentinas y la música atronadora, tan solo conseguía que el dolor quedara más contrastado. A esas alturas, ya era imposible seguir reprimiéndolo y el 1 de enero amanecía sumergido en una pálida luz invernal que dañaba los ojos. El año nuevo empezaba tan desolado como había acabado el anterior y transcurriría de ese modo hasta el final.

Por eso había quien consideraba que era mejor terminarlo enseguida.

Liza había conseguido superar todos aquellos escollos. Navidad, Nochevieja y el 1 de enero.

No estaba dispuesta a bajar los brazos esa tarde de domingo, por triste, vacía y muerta que pudiera parecerle.

Se propuso aguantar a cualquier precio. En algún lugar, en alguno de los pisos que quedaban por debajo del suyo, alguien tocaba el piano. La pieza le resultaba vagamente conocida, pero no era capaz de recordar cuál era. En realidad era solo un pasaje bastante breve. Al final, el pianista siempre cometía un error y a continuación volvía a empezar desde el principio. Y eso, desde hacía dos horas. Debía de tener una paciencia de santo.

O simplemente era una cuestión de apatía.

Aparte del piano, no se oía ningún otro ruido en la casa. La mayoría de las familias debían de estar paseando. Fuera brillaba el sol, la nieve resplandecía y hacía un frío helado. Era uno de esos días en los que la gente suele salir de excursión para luego retirarse a la calidez de un salón, para tomar un vino caliente con especias y preparar una buena cena.

Al menos eso podía hacerlo: podía cocinar algo especial. Aunque no fuera lo mismo sin haber ido antes a pasear, era algo con lo que podría ilusionarse.

Consultó el reloj. Todavía no eran ni las cuatro. Era algo temprano para pensar en la cena, pero fue hacia la cocina de todos modos y abrió el frigorífico. Tenía bastantes cosas que le servirían: carne, patatas, zanahorias. Podía preparar un estofado irlandés…

De repente se sintió mareada, volvió a cerrar la puerta del frigorífico e intentó recuperar la moral. El hambre y la ilusión se habían evaporado de golpe.

Salió de la cocina, decidida a no cenar nada. Habían pasado más de dos meses desde la noche en la que se había derrumbado en el aseo del hotel Kensington y nada más había vuelto a ser igual. Su vida entera había cambiado y sin embargo se preguntaba si todavía podía considerar que aquello era una vida. Casi ya ni se movía, caminaba como un animal enjaulado por ese piso que formaba parte de un bloque de viviendas completamente anónimo. Había adelgazado mucho, y eso que antes, cuando aún tenía vida, ya había sido muy delgada. Lo que le pasaba en esos momentos le sucedía demasiado a menudo: tenía hambre, incluso ganas de cocinar. Pero afloraba algún recuerdo, ya fueran situaciones, imágenes, momentos, y casi al mismo tiempo le sobrevenía ese mareo que acababa con su apetito. Entonces lo dejaba todo y terminaba tomándose una aspirina con agua. Por si acaso. Porque sabía que lo siguiente sería el dolor de cabeza que la obligaba a encerrarse en una habitación a oscuras, donde pasaba horas enteras con un paño empapado en agua fría en la frente para intentar que el ataque remitiera. En ocasiones, esa medida preventiva incluso llegaba a tiempo.

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