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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (25 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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A pesar de la sensación de armonía que sentía, de la falta de miedo y de creer estar haciendo lo que debía, durante todo el rato no había conseguido librarse de la impresión de que algo no encajaba. Había algo en aquella situación que la desconcertaba, pero no sabía decir qué era.

Tal vez no sean más que imaginaciones mías, pensó.

A las nueve menos veinte se levantó de la mesa, se puso el abrigo y pagó la cuenta frente al mostrador. La parejita ya se había marchado y ella era la única y última clienta que quedaba.

—¿Qué? ¿A casa? —preguntó el dueño. Ella se dio cuenta de que no había conseguido clasificarla. Las mujeres que pasaban tanto rato sentadas solas en un bar, que solían emborracharse y ahogaban las penas y frustraciones que les había provocado algún hombre en una buena cantidad de vino o aguardiente solían balancearse camino de casa, una casa vacía, con la cama fría. Aparte del primer vaso de aguardiente, ella solo había bebido agua en abundancia y se había limitado a leer con fruición.

Que saque las conclusiones que quiera, pensó Gillian.

Salió a la calle. Hacía frío, había vuelto a nevar. El aire fresco le sentó bien después de quedar impregnada del olor sofocante que reinaba en el interior. También le pareció agradable dejar de oír frenéticas voces radiofónicas. Gillian respiró hondo.

Mientras se dirigía hacia su coche, iba buscando las llaves en el bolso. Al encontrar el móvil, se detuvo al instante. De golpe se dio cuenta de qué era lo que la había estado molestando subliminalmente todo el tiempo: el móvil. No había sonado ni una sola vez. Habría sido de esperar que, a las siete y cuarto como mucho, Tom hubiera empezado a llamarla cada cinco minutos para preguntarle dónde estaba. Porque quería salir, pero también porque estaría preocupado.

Lo sacó del bolso y a la luz de una farola se aseguró de que estaba encendido. Miró la pantalla, pero no había ni una sola llamada perdida.

De repente aceleró el paso muy inquieta. ¿Es que Tom estaba tan enfadado que ni siquiera la había llamado?

No era propio de él.

Abrió el coche. Faltaban diez minutos para las nueve cuando arrancaba el motor.

2

A las nueve y cuarto llegaba a la entrada del garaje de casa. En las ventanas del mirador del salón que daba al jardín delantero había una luz encendida. Las cortinas estaban corridas y eso le pareció desconcertante: Tom solía decir que odiaba sentarse a la vista de todos. No era nada típico de él dejar la luz encendida y las cortinas corridas.

Gillian salió del coche y lo cerró con llave. Estaba muy angustiada. Se había sentido muy fuerte sentada en aquel local de Londres, mientras ponía en duda su vida con Tom, pero en esos momentos en los que estaba a punto de enfrentarse a él, le temblaban las piernas. Mientras conducía de vuelta a casa se le había ocurrido que tal vez su marido había llamado a Tara y de ese modo había descubierto que lo había engañado. Esa vez Gillian no se había asegurado y era probable que Tara se hubiera encontrado en un aprieto. «Pásame a Gillian, por favor», le habría dicho Tom probablemente, y su amiga no habría podido corresponder a lo que le había pedido.

Pero ella me habría llamado y me habría advertido, pensó Gillian. Había algo que no encajaba.

¿Y Tom habría llamado a Tara? ¿Tenía su número? ¿No le habría resultado más sencillo llamarla a ella directamente al móvil?

Aceleró todavía más el paso. La sensación de angustia se agravó aún más. La nieve seguía cayendo en grandes copos.

Gillian abrió la puerta de casa. Las luces del vestíbulo estaban encendidas.

—¿Hola? —llamó ella a media voz.

Nadie respondió.

Tom debe de estar sentado en el salón, debe de haberse tomado un par de aguardientes y ahora me montará una buena escena, pensó Gillian con desasosiego.

—¿Tom? ¿Estás ahí?

Una vez más, no obtuvo respuesta. Miró en el salón, pero estaba vacío. Colgó el abrigo en el perchero y se quitó las botas. Entró en la cocina en calcetines. La puerta del jardín estaba abierta y dentro hacía mucho frío. Sobre la encimera había un plato con unos bocadillos, junto al que había también un cuchillo y un tomate cortado en rodajas. Una botella de vino blanco, aún por abrir, esperaba junto al fregadero, con el abridor preparado al alcance de la mano. Parecía como si Tom hubiera estado preparando algo de cena para Becky y para sí mismo cuando algo lo había interrumpido inesperadamente, tras lo cual nadie había comido ni bebido nada. ¿Acaso habría decidido de repente dejarlo todo y acudir al club a comer algo? ¿Y llevarse a Becky con él? Pero su hija seguía enferma.

¿Por qué había dejado las luces encendidas? ¿Por qué había dejado la puerta del jardín abierta?

Gillian salió de la cocina y entró en el comedor contiguo.

Vio una figura medio desplomada entre una silla y el suelo.

Y entonces reconoció a Tom. El que estaba sobre la silla, con la cara hundida en el asiento y las piernas extendidas en una posición forzada era Tom.

Cuando se acercó a él, le pareció que lo hacía a cámara lenta.

Un infarto. Había sufrido un infarto mientras preparaba la cena. En el comedor, tal vez cuando se disponía a encender la chimenea o a poner el mantel, se había desplomado de repente.

Gillian lo sabía desde hacía tiempo, sabía que su marido había estado ganándose ese final con una sinceridad casi suicida y las advertencias y los reproches que ella le había hecho no habían servido de nada.

Un gemido sofocado escapó de su garganta. Dios mío, ¿por qué justamente así? Ella había estado buscando a su amante mientras Tom se enfrentaba a ese destino terrible. Solo. Sin ayuda. Sin que nadie pudiera hacer nada por él.

¿Dónde estaba Becky?

Se acercó a la mesa y se inclinó sobre Tom.

Dios mío, dime que aún está vivo.

Con sumo cuidado, intentó darle la vuelta y tenderlo poco a poco sobre la alfombra. Le sorprendió lo que pesaba, casi demasiado para ella.

—Tom —susurró ella horrorizada, desesperada y absolutamente desconcertada—. Tom, por favor, dime algo. ¡Tom! Soy yo, Gillian. ¡Tom, por favor, vuelve!

Le puso una mano en la cabeza y le palpó el rostro con los dedos. Al notar la humedad en los dedos, se apartó de repente y contempló a su marido con incredulidad antes de desplomarse sobre las rodillas.

Tenía la mano llena de sangre.

El cerebro de Gillian se esforzó en producir desesperadamente una secuencia lógica de los acontecimientos, pero nunca había experimentado tanta torpeza mental como en esos momentos. Era como si su cabeza no quisiera afrontar la conclusión a la que tenía que llegar.

Era muy improbable que se hubiera herido la cabeza con el asiento tapizado de la silla en que la tenía apoyada. Había recibido el golpe con anterioridad, había conseguido levantarse y había llegado hasta la mesa, donde sus piernas habían terminado por ceder… En algún lugar debía de haber sangre, tal vez en la repisa de la chimenea o en la jamba de la puerta. Gillian miró nerviosa a su alrededor. No conseguía descubrir dónde debía de haberse golpeado.

¿Dónde estaba Becky?

Becky tenía que haberse dado cuenta de que algo no iba bien. En algún momento debía de haber bajado y debía de haber descubierto por qué su padre no la llamaba para cenar. Debía de haberlo encontrado. ¿Qué hace una chica de doce años en esas circunstancias? Habría echado a correr, en busca de ayuda. Habría acudido en busca de los vecinos. Hace rato que habría llegado un médico de urgencias, una ambulancia. ¿Cómo era posible que John estuviera ahí tendido como si nada? Tal vez desde hacía horas.

¿Por qué estaba abierta de par en par la puerta que daba de la cocina al jardín?

De repente le vino a la cabeza una posibilidad que se lo hizo ver todo de un modo distinto.

Se puso de pie de un respingo.

¿Dónde está Becky?, pensó.

Salió corriendo del salón y subió la escalera a toda prisa. En el primer piso también estaban todas las luces encendidas.

—¡Becky! —Gillian gritó el nombre de su hija—. ¡Becky! ¿Dónde estás?

La habitación de la chica estaba vacía. Las muñecas Barbie con las que ya solo jugaba muy de vez en cuando y siempre a escondidas estaban esparcidas por el suelo, sobre el escritorio estaban el bloc de dibujo y unos cuantos pinceles y, junto a ellos, la caja de colores y un tarro de conserva lleno de agua. La puerta del armario estaba abierta y casi todos los jerséis, faldas y vaqueros estaban tirados por el suelo, como si los hubieran sacado de los cajones de cualquier manera. Gillian retiró la colcha de la cama, miró debajo y finalmente también tras la gran caja donde su hija guardaba los juguetes. Nada. Ni rastro de Becky.

Empezó a sollozar, aunque ni siquiera se dio cuenta de ello. Su marido estaba muerto en el salón, posiblemente había sido un ladrón quien lo había matado, y a su hija se la había tragado la tierra, lo más probable era que hubiera entrado en pánico y lo hubiera dejado todo patas arriba. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, debía de haber cogido por sorpresa a Tom y a Becky. Había sido una noche de lo más normal hasta que de repente alguien había perturbado esa paz, había entrado en la casa dispuesto a utilizar la violencia y decidido a cualquier cosa. Gillian tenía la sensación de encontrarse en una terrible pesadilla que la superaba, que no conseguía comprender y sobre la que solo podía pensar que era cruel e irreal y que en cualquier momento terminaría. Pero a pesar de la confusión, no tardó en caer en la cuenta de que no acabaría por despertarse, de que ese terror solo se agravaría.

Salió corriendo hacia la habitación contigua, el cuarto en el que dormían Tom y ella. También allí estaban todas las luces encendidas y las puertas del armario ropero abiertas, pero la habitación estaba vacía. ¿Por qué estaban todas las luces encendidas? ¿Por qué alguien se había dedicado a revolver en todos los armarios? Becky había estado en su cuarto, era evidente que había estado pintando y Tom se había dado cuenta de que su esposa llegaría tarde y, probablemente a regañadientes, había empezado a preparar la cena. ¿Por qué había luz en el dormitorio del matrimonio? ¿Y en el cuarto de baño contiguo? ¿En la habitación de invitados? Recorrió todas las habitaciones, todas tenían las luces encendidas, pero todas estaban vacías. Ni rastro de Becky.

Terminó de subir la escalera de dos en dos hasta el desván. Allí había una pequeña habitación que hacía las veces de trastero y otro cuarto más grande en el que Tom había instalado un columpio, asido a las vigas del techo, y había tendido colchonetas de gimnasia por el suelo. Tiempo atrás, Becky solía jugar animadamente con sus amigas en esa estancia cuando no hacía buen tiempo y el jardín se llenaba de barro. Incluso allí estaban encendidas las luces.

A Gillian le costaba respirar.

—¡Becky! Becky, por el amor de Dios, ¿dónde estás?

Se dispuso a bajar de nuevo en cuanto se dio cuenta de que todavía no había buscado por el sótano, pero justo en ese momento oyó un ruido. Al parecer procedía del trastero que quedaba al lado.

Se dio la vuelta.

—¿Becky?

Entonces pudo oír con claridad el sonido de un sollozo.

—¡Mamá!

Gillian se dirigió enseguida hacia el trastero. Allí reinaba un caos tremendo que se había propuesto ordenar mucho tiempo atrás, aunque al final nunca acababa encontrando el tiempo o las energías para ello. Había maletas y bolsas de viaje apiladas, cajas viejas y juguetes que Becky había desechado, periódicos que en su momento alguien pensó que llegarían a necesitar algún día, un par de muebles y de alfombras enrolladas. Era imposible ver todo lo que había en la habitación, todo estaba apelotonado ahí dentro.

—¿Becky? —preguntó Gillian con miedo.

La tapa de una gran maleta se alzó un poco y apareció el rostro de Becky. El pelo le caía revuelto por encima de la frente, tenía los ojos enrojecidos e hinchados de llorar y la piel pálida y repleta de manchas coloradas.

—¡Mamá! —Su voz sonó ronca, un vestigio de la inflamación de garganta que todavía acarreaba.

Gillian avanzó a trompicones entre el caos que tenía a sus pies para acercarse a su hija, se arrodilló junto a la maleta, abrió la tapa y abrazó a Becky.

—¡Becky! ¡Por el amor de Dios…! ¿Qué ha ocurrido? Dime, ¿qué ha ocurrido?

Becky intentó levantarse, pero se desplomó de nuevo con un gemido.

—¡Mamá, mis piernas! ¡Me duelen mucho las piernas!

Gillian masajeó con movimientos febriles las piernas de su hija. Becky debía de haber mantenido una posición forzada y crispada dentro de la maleta, probablemente desde hacía varias horas. No era extraño que le doliera todo.

—No pasa nada, cariño, pronto habrá pasado todo. ¿Qué ha sucedido?

Becky miró a su alrededor con los ojos muy abiertos y llenos de terror.

—¿Sigue allí?

—¿Quién?

—Alguien le ha hecho algo malo a papá y luego ha revuelto toda la casa buscándome. Tal vez aún esté en alguna parte.

—No lo creo. ¿Quién era?

—No lo sé. ¡No lo sé!

Gillian se dio cuenta de que Becky tenía las pupilas extremadamente dilatadas. Tenía que llamar a un médico de inmediato. Y a la policía.

Tiró de Becky para levantarla.

—¿Cómo estás? ¿Puedes andar?

Becky reprimió un quejido.

—Sí. No. Estoy… bien… —Con una mueca de dolor, se apoyó en su madre mientras esta intentaba apartar los trastos con los pies y abrir así una especie de pasillo para que Becky y ella misma pudieran llegar hasta la puerta.

Becky se detuvo, asustada, al ver la luz de la escalera encendida.

—¿Estás segura de que ya no está allí? —susurró.

Gillian asintió, mucho más tranquila en apariencia de lo que estaba en realidad.

—Te he buscado por toda la casa y no he encontrado a nadie.

No había mirado en el sótano. Aunque no era lo más habitual en Inglaterra, esa casa tenía sótano. Gillian siempre lo había considerado una ventaja, porque eso les ofrecía más espacio. Sin embargo, en ese momento tenía una opinión muy distinta al respecto.

Pero ¿por qué tenía que haberse escondido alguien ahí abajo?

Un asesino que espera que Becky salga de su escondite. Becky, que podía suponer un peligro para él, puesto que podía llegar a identificarlo.

Bajaron la escalera cojeando. Ya en el primer piso, Gillian mandó a Becky a su habitación.

—¡Enciérrate aquí dentro! Y no abras hasta que te lo diga, ¿de acuerdo?

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