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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (24 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Christy le tocó ligeramente un brazo.

—Sin embargo, jefe, pronto será Navidad. Celébrelo, se lo ha ganado.

Él la miró fijamente. Se preguntaba cómo debía de festejarlo ella. Sabía que vivía sola, con la única compañía de dos gatos. ¿Colgaría calcetines en la chimenea? Y en caso de que así fuera, ¿quién se los llenaba?

Como si hubiera podido leerle los pensamientos, Christy prosiguió:

—De todos modos, mañana me pondré cómoda. Creo que me pasaré casi todo el día en la cama y solo me levantaré para prepararme otro capuchino. De los buenos, con la leche espumosa y chocolate espolvoreado por encima. ¡Me pasaré el día viendo la tele y haciendo
zapping
hasta que me duerma de nuevo y deje de pensar en crímenes horribles!

Peter sonrió y se sorprendió pensando que estaría bien compartir un día como ese con ella. Viendo la tele y tomando capuchinos. Y sobre todo, en la cama.

Tosió ligeramente para evadirse de esas ideas, no debía pensar en ese tipo de cosas.

—Nosotros tenemos a mi suegra de visita —explicó él, deprimido—. Como cada año por Navidad.

—¿Y qué tal es?

—Está mal de la cabeza, siempre buscando bronca.

Christy soltó una carcajada.

—No baje la guardia, señor. Que las Navidades pasarán muy rápido.

—Vamos —dijo Fielder. Ese año al menos habría conseguido eso: pasear con Christy por un bosque nevado.

Mejor eso que nada.

Martes, 29 de diciembre

1

Por la noche había vuelto a nevar y por la mañana parecía como si el mundo fuera a perderse bajo la nieve. No obstante, al menos hasta la tarde, las calles principales estarían despejadas. Por la noche se esperaban más nevadas.

Para Gillian las Navidades habían sido difíciles y sin embargo había intentado pasarlas lo mejor posible. Tom y ella habían querido ir en trineo y a patinar con Becky. Sin embargo, ya el día de Navidad por la mañana su hija se había quejado de dolor de garganta y por la tarde había tenido fiebre. Había pasado dos días en la cama y después aún tuvo que quedarse en casa. Había tenido que renunciar al viaje de rigor a Norwich y, aunque previamente se había quejado por tener que ir, puesto que se consideraba ya mayor para pasar las fiestas con los abuelos, al saber que finalmente no iría se había echado a llorar como un bebé. A partir de entonces su mal humor había empeorado hasta el punto de amargarle la existencia a todo el mundo. Gillian y Tom se habían esforzado al máximo, preparaban la cena con ella, encendían la chimenea del salón, jugaban con ella a cartas o miraban
Crepúsculo
en DVD por enésima vez y con una gran resignación que Tom expresaba negando con la cabeza continuamente. Las lucecitas eléctricas del árbol de Navidad sumergían la estancia en una cálida luz, mientras que fuera, la nieve, el frío y la profunda oscuridad de las noches de diciembre aportaban el ambiente navideño perfecto. Era la imagen de una pequeña familia feliz en una isla de calidez y seguridad y, aun así, Gillian supo todo el tiempo que era una imagen falsa y que ese hecho nada tenía que ver con el resfriado de Becky. A Tom en realidad le habría gustado ir a la oficina porque le había quedado trabajo pendiente. Las Navidades, con el festejo y la pretensión de solemnidad y de calma que llevaban implícitas, significaban para él poco menos que un estancamiento insoportable.

Y Gillian lo que quería era… ver a John. Se había jurado que no volvería a encontrarse con él, pero echaba mucho de menos las sensaciones que había conseguido despertar en ella, las atenciones que le brindaba. La admiración. La mayoría de las personas habrían sucumbido a ello, no paraba de repetírselo para apaciguar su conciencia. Desde que se habían conocido, Gillian se sentía más fuerte y más segura. Y de eso se trataba, eso era lo que más quería: la seguridad que John le daba.

Había estado hablando por teléfono con Tara durante mucho rato el día después de haberse acostado con John. Tara no había condenado el idilio con palabras, pero a Gillian le pareció leer entre líneas que su amiga no veía en esa relación que mantenía con otro hombre la solución a los problemas que la acechaban. Y en eso tal vez tuviera razón.

Dos días antes de fin de año decidió ir a ver a John. No volvería a acostarse con él, pero quería verlo de todos modos. Solo verlo.

Le dijo a Tom que quería hacerle una visita a Tara. Él reaccionó algo desabrido.

—¿Otra vez? Pero ¡si os visteis justo antes de Navidad!

—¡Hace tres semanas! No me dirás que nos vemos demasiado a menudo.

—En realidad lo que ocurre es que me gustaría pasar un par de horas por la oficina…

—Becky sigue teniendo una ligera fiebre. Preferiría que no se quedara sola.

Tom suspiró.

—Ojalá no tuviera tanto trabajo. Esta es una buena época para resolver asuntos pendientes.

—Solo hoy, Tom. Regálame esta tarde. Por favor. Cuando Becky deje de tener fiebre nos vamos juntos a Londres por la mañana y nos pasamos el día trabajando, ¿de acuerdo?

—Por mí, adelante. Pero llega antes de las siete, por favor, ya sabes…

Ella lo interrumpió.

—Lo sé. Créeme, nunca lo olvido. ¡Es martes y tienes que ir al club!

Él parecía a punto de replicar algo, pero al final se tragó las palabras y mantuvo silencio con los labios apretados. Así es como se quedó mientras Gillian iba hacia el garaje: de pie frente a la puerta y con los labios apretados.

Ella llegó a casa de John, en Paddington, hacia las cuatro e incluso encontró aparcamiento en un lugar aceptablemente cercano. Llamó al timbre del portal pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar, retrocedió un paso y alzó la mirada para contemplar la fachada. Tras las ventanas del piso de John no había más que oscuridad. Realmente parecía que no había nadie en casa.

Era una idiota. No había tenido en cuenta la posibilidad de que no estuviera en casa. ¿Qué se había creído? ¿Que desde su última visita a mediados de diciembre él se habría quedado en casa esperando a que ella lo llamara o fuera a visitarlo y no se movería por si se decidía a aparecer por allí de nuevo? Debía de ser el ambiente de las fiestas y de los días que se extendían entre Navidad y Año Nuevo lo que le había resultado engañoso. Los edificios también precisaban protección en esas fechas y John dirigía un servicio de vigilancia. Lo más normal era que estuviera en el trabajo cumpliendo con el turno de tarde del martes. Y ella se había escapado unas horas de casa para eso. Le había mentido a Tom y había conducido hasta allí, todo en vano.

Volvió hacia su coche poco a poco. Le resultaba insoportable la idea de volver a casa sin más y pasar el resto del día en el salón junto al árbol de Navidad. Todavía le quedaba algo de tiempo. Desde el aparcamiento divisaba el portal del edificio en el que vivía John.

Se sentó en el coche y se tapó bien con el abrigo para intentar ignorar el frío que le estaba calando los huesos de forma lenta pero imparable. Poco después oscureció y en muchos pisos se encendieron luces navideñas, algunas ventanas estaban decoradas con velas o estrellas luminosas. Incluso ese edificio más bien desolador adquirió una cierta gracia acogedora.

Se preguntaba si vivir con John sería distinto a hacerlo con Tom. Si esa diferencia resistiría mucho al paso del tiempo. En esa calle. En ese piso que apenas tenía muebles. ¿Por qué ese hombre no tenía más que un colchón en el suelo y un perchero en la pared del pasillo en el que colgar su abrigo? ¿Por qué tanta austeridad? Y no había ninguna mujer en su vida, no había niños. No tenía pasado. Idilios, pero ni un solo compromiso.

Alzó la mirada de nuevo hacia las ventanas a oscuras. No se comprometía con nada. Ni mediante un matrimonio, ni con ningún tipo de pareja estable. Ni siquiera se ataba a muebles convencionales que posiblemente le habrían dado un cierto aire de estabilidad a su piso. Tal como vivía, en cualquier momento podía levantarse y marcharse. Enrolarse en un barco e irse a navegar por el mundo. Emigrar a Australia y abrir una granja de avestruces. Guiar a turistas por los parques naturales de Canadá.

Gillian sonrió al darse cuenta de las absurdas variantes que se le ocurrían cuando pensaba en él, pero la sonrisa era cansada y algo impostada porque sabía que sus ideas no eran tan rebuscadas como le habían parecido al principio. Procedían de la imagen que él proyectaba, de las sensaciones que provocaba en ella: de lo imprevisible que John demostraba ser, de su libertad e incluso de su incapacidad de mantener un compromiso. No lo tenía al alcance de la mano, no podía contar con él.

En ningún caso, pensó, debo dejarme llevar instintivamente por ese hombre. No, a menos que deseara pegarse un buen morrazo.

A las seis y veinte se dio cuenta de que tenía que tomar una decisión cuanto antes. Necesitaba al menos cuarenta y cinco minutos para volver a casa. Tom contaba con que ella se encargaría de cuidar a Becky a partir de las siete. Además, entretanto se había quedado tan helada que lo más probable era que acabara resfriándose si seguía más tiempo sentada en el coche.

Salió y recorrió la calle poco a poco y sin mucha decisión. Seguía teniendo esperanzas de que John acabaría apareciendo de repente y se plantaría frente a ella para darle algún sentido a esa larga y triste espera.

A punto estuvo de ponerse a llorar con solo imaginar que tenía que volver a casa. Se detuvo. Había llegado al final de la calle, donde había un local. Indio. Paddington estaba literalmente inundado de indios y paquistaníes y en cada esquina había un comercio o un restaurante que ofrecía especialidades de esa parte del mundo. La tienda tenía un aspecto bastante deteriorado, pero la luz que se atisbaba tras los cristales sucios del escaparate prometía al menos algo de calor. Y entrar significaba no tener que volver a casa enseguida.

Tom tendrá que acudir al club una hora más tarde, pensó mientras abría la puerta con decisión.

Estaba casi cerrada. Tras el mostrador había un hombre manipulando una cafetera de aspecto decrépito que al parecer necesitaba una reparación urgente. En una esquina había una pareja joven sentada a una mesa, en silencio, con la mirada perdida. En el ventanal había un par de ramas de abeto que ya habían perdido buena parte de las hojas, y de la lámpara suspendida en medio de la estancia colgaban unas cuantas bolas plateadas.

—¿Está abierto? —preguntó Gillian.

El tipo, de origen inequívocamente indio, levantó la mirada de la cafetera y asintió.

—Aunque a simple vista no lo parezca, sí. A estas horas no hay mucho trabajo, qué se le va a hacer. En cambio en Nochevieja esto será un caos. —El hombre la miró de arriba abajo—. ¡Dios mío, está usted helada! Menudo invierno estamos pasando este año, ¿eh?

—Sí. —Gillian se quitó el abrigo. Tenía tanto frío que apenas podía mover los brazos.

—Bueno —dijo el dueño del local—, si quiere hacerme caso, tómese un buen aguardiente para empezar. Y hoy tengo una buena sopa caliente. Le sentaría bien.

Ella se sentó en un taburete y notó con alivio un hormigueo en los pies a medida que se le iban descongelando. Le sorprendió lo agradable que le pareció estar sentada sola en un restaurante casi vacío. Podía mantener una conversación trivial con el dueño, pero tampoco tenía por qué hablar con nadie. Podía entregarse al calor, a la comida y a la bebida o simplemente quedarse mirando la pared. Como la parejita de la esquina opuesta, que no hacía nada más que eso. No se esperaba nada de ellos. Tal vez fuera eso lo que la hacía sentirse tan bien.

El dueño le sirvió el aguardiente y un plato humeante con sopa. Siguiendo un impulso, Gillian se decidió a preguntárselo:

—¿No conocerá usted por casualidad a John Burton? ¿Viene por aquí de vez en cuando?

El dueño asintió.

—Claro que conozco a John. Vive en esta misma calle. Come aquí a menudo —dijo antes de mirarla con curiosidad—. ¿Es usted amiga de John?

Gillian enseguida sospechó que por ese local tal vez pasaban muchas amigas de John, mujeres que lo esperaban en vano. Se preguntó qué imagen se habría llevado el dueño de ella en ese caso: una mujer de mediana edad, locamente enamorada de Burton, que se había quedado medio congelada tras haber estado aguardando frente al piso de ese rompecorazones y que aún tenía esperanzas de que apareciera en ese pub en cualquier momento.

No quería dar esa impresión, por lo que se apresuró a añadir:

—Es el entrenador de balonmano de mi hija. Lo conozco de eso.

—¡Ah, sí! —Al dueño se le notaban las ganas de saber más cosas, pero por suerte no se atrevió a preguntarle nada más—. Bueno, ¡que aproveche! —se limitó a decir antes de volver a retirarse tras el mostrador.

La sopa era picante y estaba muy caliente. Pareció renovarle el ánimo a Gillian. Cuando hubo acabado, pidió una botella de agua mineral y tomó uno de los periódicos que estaban a disposición de los clientes, que resultó ser de principios de diciembre, aunque se concentró en la lectura de todos modos, sin saltarse ni una sola línea. La pareja de la esquina seguía en silencio. El dueño tampoco hablaba. Había conectado la radio y estaba oyendo cómo contaban chistes.

Pasaron las siete.

Pasaron las siete y media.

Pasaron las ocho.

Era extraño lo bien que se sentía. Y el único motivo era que se estaba tomando la libertad de ignorar las expectativas que los demás ponían en ella.

El reloj marcaba las ocho y media. Gillian se había leído tres periódicos de cabo a rabo, después de la sopa había comido algo de pan de pita y se había tomado una segunda botella de agua. Se sentía bien a pesar de saber que lo más probable era que Tom se hubiera enfadado bastante y que sería inevitable discutir con él. Entretanto comprendió que ese era uno de los motivos por los que había entrado en ese local y estaba haciendo algo que no era propio de ella y que jamás habría creído que haría: estaba incumpliendo una promesa y lo estaba haciendo adrede. Estaba actuando de forma irresponsable y egoísta. Estaba sumiendo a otra persona, su marido, en la incertidumbre y la preocupación. Ese día estaba haciendo justo lo que ella misma aborrecía y rechazaba. Pero esa vez deseaba enfrentarse como fuera a la riña que le esperaba en casa. Quería una discusión seria de verdad. Incluso estaba decidida a contarle a su marido lo que había pasado con John.

¿Cómo reaccionaría? ¿Desconcertado? ¿Agresivo?

Tal vez lo que quería era poner punto final a su matrimonio.

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