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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (20 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Después de pensarlo mucho, una vez superadas las dudas y las preocupaciones de la semana previa a su cita con él, todo había sucedido de forma rápida y casi inevitable. Había llamado a la puerta del piso de John y él la había abierto enseguida, la había tomado de la mano y la había hecho entrar. Se había sentido feliz y aliviado al verla.

—Hasta el último momento —le confesó—, temía que no vinieras.

—No podía hacer otra cosa —repuso Gillian. No había dejado de pensar en cancelar la cita de manera que toda aquella aventura quedara en nada, pero en ese momento se dio cuenta de que esa posibilidad en realidad no había existido. Ya estaba mucho más enredada de lo que había creído.

Él la tomó de la mano de nuevo.

—¿Te apetece un café?

—Después —contestó ella un segundo antes de pensar: ¡Dios mío, Gillian, no es posible que hayas dicho eso! ¡Cualquiera que te conozca se habría horrorizado al oírte! Todo esto resulta muy violento.

Él se quedó perplejo.

—De acuerdo —dijo con las cejas arqueadas—. Después.

La ayudó a quitarse el abrigo y la acompañó hasta aquel espartano dormitorio. Gillian llevaba casi un año sin sexo. De lo que más se arrepentía era del descaro con el que había instado a John a acostarse con ella enseguida. Probablemente acabaría demostrando su torpeza en la cama.

—Tal vez… sería mejor solo un café, de momento —murmuró ella.

Él sonrió.

—Como quieras.

Había dado un paso atrás. ¿Por qué siempre se comportaba delante de él de un modo tan distinto a como era realmente? Flirteaba, se mostraba provocadora y jugaba al ataque incluso cuando se trataba de sexo. Para luego echarse atrás y sentirse ridícula de repente.

—No lo sé, no sé lo que quiero.

Él la miró expectante.

—Yo no soy así —prosiguió Gillian—. Quiero decir que no soy como tú me ves. Cuando estoy contigo digo y hago cosas que no encajan conmigo. No me conozco. Y no sé por qué me ocurre.

John extendió un brazo. Con un dedo le tocó suavemente la barbilla a Gillian y trazó una línea que pasó por el cuello de ella hasta llegar al escote del jersey. Ella no pudo evitar que un estremecimiento le recorriera todo el cuerpo.

—¿Te has parado a pensar que esto podría estar ocurriendo al revés? —preguntó él—. ¿Que la Gillian que se acaba de mostrar tan directa y descarada podría ser la verdadera Gillian mientras que la otra, la de la vida cotidiana, podría ser la extraña?

Ella se quedó perpleja. Al fin y al cabo, tenía razón. Tal vez vivía más presa por las convenciones y el miedo de lo que habría esperado. Tal vez había sido la educación que había recibido lo que le impedía deshacerse de aquellas restricciones. Quizá no conseguiría deshacerse jamás de ello.

—No pretendo manipularte, por supuesto —explicó John.

—Tampoco es que yo me deje manipular —replicó Gillian.

Si me aparto ahora, pensó ella, si me limito a tomar un café y luego me marcho a casa, no volveré a atreverme en mi vida. Porque no volverá a presentarse una ocasión como esta.

—Quiero acostarme contigo —dijo ella.

Él la rodeó entre sus brazos.

—Qué suerte tengo —susurró él—, creo que no habría podido soportar que me dijeras cualquier otra cosa aparte de eso.

Cuando hubieron terminado, exhaustos y tal vez incluso después de que se hubieran quedado dormidos un momento, John abrió los ojos y le dijo que la amaba.

Gillian lo miró y se dio cuenta de que se lo decía en serio.

Ella se quedó dormida de nuevo y no volvió a despertarse hasta que John se levantó y salió de la habitación. Ella observó cómo volvía con dos tazas. Tomaron café y estuvieron mirando por la ventana cómo nevaba, cada vez con más intensidad. Gillian reconoció el caballete de la fachada de enfrente. De la ventana de la buhardilla colgaba una lámpara en forma de estrella y la nieve se acumulaba encima y formaba una especie de cofia efímera.

—¿Por qué no tienes una cama como Dios manda? —preguntó ella.

Él se encogió de hombros.

—Si te fijas, verás que en mi piso no hay muebles. Es evidente que estoy bloqueado.

—¿Bloqueado?

Él se rió.

—¿Me imaginas en una tienda de muebles? ¿Comprando un mueble de pared, una mesita de centro y una alfombra?

—Creo que eso depende de cada uno.

—Todo cuanto poseo procede de diferentes mercadillos y rastros y se limita a lo imprescindible. Si me acomodo en ese sentido, acabo ahogándome.

—¿Siempre has sido así?

John acertó lo que ella había querido preguntarle en realidad:

—¿Quieres decir si esto tiene algo que ver con mi trabajo? O mejor dicho, ¿con el que me vi obligado a abandonar?

—Fue una ruptura en tu vida.

—Sí, pero nada que me haya cambiado como persona. Siempre he sido así. Bastante poco convencional. De lo contrario, probablemente no me habría enredado en toda esa tontería.

—Querías contarme más acerca de ello —le recordó Gillian.

Él jugueteó con el pelo de ella y la miró perdido en sus cavilaciones.

—Sí —dijo al fin—, creo que puedo contarte algunas cosas.

Acto seguido, se puso a hablar de sus errores. Los errores que le habían cambiado la vida.

—Pero lo que quisieron imputarme posteriormente, la coacción sexual, simplemente no era cierto. Tuvimos un idilio. Ella lo deseaba tanto como yo. Sus señales no dejaban lugar a dudas. Pero por supuesto fue una estupidez por mi parte permitir que ocurriera.

—¿Cuánto tiempo duró vuestra relación?

—Más o menos cuatro meses. Lo pasamos bien. Era joven y muy guapa, simplemente me gustaba estar con ella.

—¿Cuántos años tenías?

—Treinta y siete. Ella tenía veintiún años. Pensaba… bueno, pensaba que simplemente lo pasaríamos bien juntos hasta que acabara encontrando a alguien más o menos de su edad, con quien terminaría casándose… Yo me limité a disfrutar el momento.

—¿Y cuándo acabó todo?

Él sonrió amargamente.

—Cuando ella suspendió uno de los exámenes. Era realmente buena, pero tuvo un mal día. Se equivocó en una prueba especialmente importante. Pero tampoco es que fuera un gran drama, lo único que tenía que hacer era repetir la asignatura más adelante. Sin embargo… enloqueció por completo. No quiso aceptar esa derrota. Me suplicó que «resolviera el asunto», que hablara con los examinadores, que los instara a aprobarla, a revisar la nota, qué sé yo.

Gillian negó con la cabeza.

—Pero no podías hacerlo.

—Por supuesto que no. Ni siquiera si hubiera querido: las cosas no funcionan de ese modo, ya se lo expliqué. Pero no quiso escucharme. —Ahora era él quien negaba con la cabeza. Parecía sorprendido aún por la situación en la que se había visto envuelto de repente—. Estaba fuera de sí. Me amenazó con hacer pública nuestra relación por todo Scotland Yard si no intercedía en su favor. No obstante, yo no podía corresponder a su deseo. Simplemente no estaba en mis manos.

—¿Y cómo fue lo de la coacción?

—No hubo coacción —aclaró John—. Al final quise terminar nuestra relación, ya no tenía sentido que siguiéramos juntos. Por desgracia fui lo bastante tonto como para… —dejó de hablar.

—¿Qué? —preguntó Gillian.

—Fui lo bastante tonto como para acostarme de nuevo con ella. De hecho, justo cuando le estaba diciendo que lo dejábamos. La situación fue confusa, ni siquiera sé por qué lo hice.

—Probablemente porque era una joven muy guapa —dijo Gillian sin sarcasmo.

—Sí —suspiró John—. Tienes razón. En cualquier caso, ella se dio cuenta de que no iba a cambiar de opinión, de que lo nuestro había terminado de todas formas. Y entonces se puso completamente histérica. Llegó a asegurarme que no había querido acostarse conmigo esa última vez y fue corriendo a ver a mis superiores para acusarme de violación. Hubo una investigación y el caso acabó en la fiscalía.

—¡O sea que te metió en un buen apuro!

—No te quepa ninguna duda de eso. El hecho de que hubiéramos mantenido relaciones sexuales era fácil de probar, pero al fin y al cabo yo tampoco lo desmentí en ningún momento. Tan solo insistí en que había sido de mutuo acuerdo. Se autolesionó y se comportó igual que una mujer traumatizada. Además, hay que añadir que, por así decirlo, yo era el jefe de sus prácticas. No cometí ningún delito por el simple hecho de haber mantenido una relación con ella, pero sí contravine un buen número de normas no escritas. Me suspendieron de mi cargo de forma cautelar.

—Pero ¿no podías demostrar tu inocencia?

—No. En este tipo de historias es muy difícil demostrar nada. Por suerte, varios dictámenes médicos pusieron muy en duda las heridas que presentaba y en algunos casos demostraron con toda seguridad que se las había inflingido ella misma. Por no decir que se contradijo en varios aspectos. El caso no cumplía con los requisitos de pruebas de la fiscalía y al final terminaron por levantar la acusación.

—¿Y aun así tuviste que dejar el cuerpo?

—Podría haberme quedado, pero una cosa estaba muy clara: el responsable de lo ocurrido fui yo. No debería haber empezado jamás una relación con ella. El error había sido mío, el culpable era yo. No tardé mucho en abandonar el cuerpo. Sabía que se me relacionaría con aquella historia para siempre y de repente me harté de todo. De la hipocresía de mis compañeros, de las miradas que me compadecían o se alegraban de mi desgracia, de los cuchicheos… Quería marcharme y lo hice. Y hasta hoy estoy contento de haber tomado esa decisión.

—¿De verdad?

—¡Absolutamente, sí! Luego fundé esa empresa de protección privada y ahora trabajo de forma independiente, soy mi propio jefe y llevo justo el tipo de vida que quiero. Y así no tengo que servir a una jerarquía llena de intrigas, preferencias y lameculos. He tardado en darme cuenta, pero por suerte no ha sido demasiado tarde.

Ella lo miraba con atención mientras se preguntaba si sentía de verdad lo que decía o si se esforzaba en ver las cosas por su lado bueno para poder soportarlas mejor.

—¿Por qué querías ser policía, pues? —preguntó Gillian.

—Por idealismo —respondió él—. Quería proteger a los buenos y perseguir a los malos. Al principio solo se trataba de eso. Pero todas esas ideas se pierden cuando ves realmente cómo funciona ese trabajo, supongo que pasa con todo. Con la mayoría de las profesiones, quiero decir.

—Pero los niños a los que entrenas…

—Bueno sí —dijo él con una sonrisa—. Eso son los vestigios de mi idealismo. Estoy plenamente convencido de que se puede evitar que los niños y jóvenes se conviertan en unos holgazanes, de que toda esa energía que tienen puede aplicarse en cosas positivas. Es el aburrimiento, tanta actividad sin sentido a lo largo del día, lo que los hace propensos a todo lo negativo: las drogas, la violencia y la ineptitud. Necesitan algo en su vida que constituya un objetivo por el que estén dispuestos a comprometerse hasta el final. Para mí, el mejor método es el deporte. Eso es lo que yo puedo ofrecerles y los resultados que consigo con ello son buenos.

—Pero ¿por qué en Southend? ¿Por qué tan lejos?

—Al principio lo intenté en un par de clubes de Londres, pero siempre surgían problemas en cuanto alguien descubría que había trabajado en Scotland Yard y el motivo por el que había salido de allí. Al final decidí probar suerte más lejos con la esperanza de que a la gente no le resultaría tan sencillo hurgar en mi vida. En Southend no hay tantas familias problemáticas y además entreno a niños que sin duda no están tan expuestos a ciertos riesgos, pero de todos modos tengo la oportunidad de ayudar realmente. Y está bien que las cosas hayan tomado ese rumbo, ¿no? —Dejó la taza que tenía en la mano en el suelo, junto al colchón, y abrazó a Gillian—. De lo contrario, no te habría conocido jamás. Y eso —empezó a besarla— habría sido una verdadera lástima.

Se acostaron de nuevo y cuando terminaron la oscuridad se había apoderado ya tanto de la calle como de la habitación. Gillian se dio cuenta de que apenas podía mantener los ojos abiertos. Con un último pensamiento en mente, en ningún caso debo quedarme dormida de nuevo, se deslizó en un sueño profundo sin poder hacer nada para evitarlo. Se sentía feliz, pero también estaba agotada.

Cuando despertó, nada había cambiado. Todo estaba a oscuras y gracias a la luz de la farola que había frente a la ventana pudo ver cómo caía la nieve. Consultó el reloj y se sobresaltó: eran las ocho y media. Tom volvería a casa a las diez como muy tarde. Tenía una hora y media para regresar a casa y ducharse a conciencia, pero ante el hecho de que hubiera estado nevando de manera ininterrumpida durante las últimas cinco horas Gillian se preguntó si el trayecto de vuelta no resultaría especialmente tortuoso.

Podía oír la respiración de John junto a ella. Gillian se levantó sin hacer ruido, se vistió, cogió el bolso y salió de la habitación de puntillas. En el largo pasillo de ese piso antiguo tampoco había muebles, únicamente un perchero fijado a la pared del que colgaban un par de chaquetas y un abrigo. Encima de todo se encontraba el abrigo de Gillian y bajo el perchero estaban sus botas.

En cuanto se lo hubo puesto todo, John apareció junto a ella con una toalla envuelta a la altura de las caderas.

—¿Te marchas ya? Quería preparar algo para comer, beber una copa de vino contigo…

Ella negó con la cabeza.

—Mi marido volverá enseguida a casa. Llegaría demasiado tarde. Además, tengo miedo de quedarme atascada en la carretera por culpa de la nieve, con la que está cayendo.

—¿Quieres que te lleve yo?

—No. Me las arreglaré sola.

John acarició el rostro de Gillian.

—¿Cuándo volveremos a vernos?

—Te llamaré —dijo Gillian.

3

El trayecto le pareció interminable, con remolinos de viento, coches atravesados y un embotellamiento constante que la demoró hasta el punto de que llegó a casa justo al mismo tiempo que su marido. Se había pasado todo el rato maldiciendo porque sabía que poco a poco se iba agotando la ventaja que tenía sobre Tom y porque le daba pánico la idea de no poder ducharse antes: olía a John. Olía a sexo.

No podía encontrarse con Tom de ese modo.

Al ver que llegaban al mismo tiempo a la entrada del garaje procedentes de direcciones distintas, Gillian comprendió que tenía que superar la situación a toda costa.

Eran casi las diez y media de la noche. Tom también llegaba más tarde de lo habitual.

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