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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (23 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Jueves, 24 de diciembre

1

Millie miró por la ventana del lavabo de invitados de la planta baja que daba a la calle. Observaba a Samson, que acababa de salir de casa. Según había dicho, quería ir a la ciudad para comprar unos últimos regalos pero no iba a coger el coche porque temía no encontrar aparcamiento con el caos que suele formarse el 24 de diciembre. Como de costumbre, Millie no se fiaba de él, estaba convencida de que su cuñado no iba a buscar trabajo cuando salía de casa por la mañana y que, fuera lo que fuese lo que hiciera hasta el momento de volver a casa por la noche, no debía de ser nada bueno. Al final tuvo la necesidad de hablar de ello con alguien, aunque fuera con Gavin. Por eso lo había abordado pocos días antes.

—¿Qué hace realmente Samson durante todo el día? —había preguntado Millie en tono casual—. No está nunca en casa y fuera hace demasiado frío para salir a pasear.

—Busca trabajo —había dicho Gavin. La respuesta había sonado automática, como las que se dan sin pensar siquiera.

—Pero el trabajo no se encuentra andando por la calle, ¡sino escribiendo solicitudes!

—Tal vez sea eso lo que hace. Pasa muchas horas sentado frente al ordenador.

Millie no aflojó.

—Pero debería recibir respuestas por correo ordinario. Tanto si lo aceptaran como si lo han rechazado…

—Puede que lo haga todo por correo electrónico. Hoy en día no resultaría tan extraño, ¿no?

—Sí, pero ¿dónde se mete durante todo el día?

Gavin dejó caer la revista de coches que estaba ojeando y respondió casi con tono de súplica:

—Limítate a dejarlo en paz, Millie. No lo soportas, ya lo sé, pero es mi hermano y no te ha hecho nada malo. Te pasas el día buscando algo que reprocharle ¡y creo que te estás volviendo loca porque no encuentras nada!

Encontraré algo, había pensado ella con los labios apretados, porque algo hay, ¡puedes estar seguro de ello!

En ese momento estaba con la nariz pegada al cristal de la ventana porque seguía sin creerlo pero, de hecho, se dio cuenta de que Samson salía de casa con la actitud de quien tiene un objetivo concreto. ¡A comprar regalos! Millie esperaba que ninguno de esos regalos fuera para ella, puesto que no tenía previsto comprarle nada. Gavin le había comprado un libro, con eso bastaría.

Samson ya había doblado la esquina. Millie notó que el corazón se le aceleraba, pero se propuso aprovechar aquella ocasión de todos modos. Samson estaría varias horas fuera de casa, ya hubiera ido al centro o a cualquier otro lugar. Gavin estaría en el trabajo hasta la tarde y ella había conseguido tomarse tres días de vacaciones.

Volveré a intentarlo ahora mismo, pensó.

Subió la escalera de puntillas y enseguida se dio cuenta de que era una tontería, puesto que no había nadie más en casa y, por consiguiente, no era necesario comportarse con tanto sigilo. Sin embargo, por algún motivo tenía la sensación de que debía actuar de la forma más prudente y discreta posible. Abrió la puerta de la habitación y entró. Ordenada, como siempre. Ni una mota de polvo, ni una arruga en la colcha.

Ya solo eso, pensó, ¡es que no es normal!

Encendió el ordenador. Mientras se cargaba, estuvo mirando por la ventana. Realmente iban a ser unas Navidades blancas. Desde que el invierno había irrumpido con fuerza el jueves anterior y había sumido a la región entera en estado de alerta no había parado de nevar y los tejados, las cercas, los árboles y las calles estaban cubiertos por un manto blanco. Una imagen muy bucólica. A Millie le gustaban las Navidades. Lo único que le molestaba era tener que celebrarlas en la intimidad a tres bandas en la que vivía.

Fuera, no se veía ni un alma. Se volvió hacia el ordenador, introdujo la contraseña y contuvo el aliento. Si Gavin le había dicho algo a Samson… Pero era evidente que no se había ido de la lengua. La palabra mágica «Hannah» le permitió acceder a la pantalla de inicio.

Millie se sentó y puso la mano sobre el ratón. Unos segundos más tarde se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Se concentró en navegar por los programas.

—Vamos, vamos —murmuró.

Seguro que había algo interesante. Tenía que haber algo interesante. Y ella quería descubrirlo a toda costa.

Diez minutos más tarde, lo había encontrado. El fichero se llamaba «Diario».

Lo abrió y tuvo la presencia de ánimo necesaria para acercarse a la ventana y mirar una vez más. No se veía a nadie. Esa vez podía estar segura de que nadie la sorprendería con las manos en la masa.

Enseguida volvió a sentarse frente al escritorio y miró fijamente la pantalla mientras leía.

Poco después se dio cuenta de que la búsqueda había valido la pena.

Samson estaba chiflado. Probablemente incluso era peligroso. Ya tenía pruebas de ello y ni siquiera Gavin sería capaz de negar los hechos.

2

La casa estaba fría y olía a moho. Llevaba una semana deshabitada. La mujer que vivía en ella había pasado una semana entera muerta en el cuarto de baño. A través de la puerta de la cocina, que había quedado abierta, habían entrado el frío y la humedad.

Qué rápido decaen las cosas, pensó Fielder. ¿Por qué siempre tiene que malograrse todo tan rápido?

Christy y él habían acudido de nuevo a Tunbridge Wells y se encontraban ya rodeados por el silencio del bosque nevado. Habían dejado el coche en el aparcamiento, que como de costumbre habían encontrado vacío, y se habían abierto paso por el bosque hasta la casa.

—La gente debería celebrar las Navidades en el bosque —había dicho Peter Fielder mientras seguía con la mirada a una ardilla que trepaba por el tronco de un abeto—. Se está muy tranquilo aquí, es un lugar muy solemne.

—Y hace un frío de muerte —había añadido Christy.

Llegaron a la casa hacia las dos. Los agentes habían cerrado los postigos y las puertas cuidadosamente. Fielder había esperado encontrar oscuridad y humedad y, sin embargo, se había sorprendido por la atmósfera agobiante que reinaba en la casa. Le sorprendió también la tristeza con la que reaccionó a ello. Llevaba varias décadas en el cuerpo de policía y había aprendido a protegerse de los sentimientos que podían acompañar a cualquier caso, ya fuera dolor, rabia o desesperación. No quería dejarse vencer psicológicamente por el estado desolado en el que se encontraba el mundo, puesto que si eso llegaba a ocurrir lo más sensato sería dejar su trabajo.

Por lo general, sabía mantener el control. Sin embargo, ese día, en ese lugar tan apartado, en esa casa…

Debe de ser cosa de la Navidad, pensó, estas fechas…

—¿Señor? —Christy lo apartó de sus cavilaciones.

—Muy bien —dijo mientras intentaba dominarse—. Me gustaría ver de nuevo el estudio.

Subieron por la escalera. Una vez más, no encontraron ningún indicio, nada que les permitiera avanzar en el caso.

Christy había estado en el consultorio en el que Anne Westley había estado trabajando durante los tres años y medio previos a su jubilación, pero no había descubierto nada que pudiera indicar si había tenido lugar algún tipo de escándalo relacionado con un diagnóstico erróneo o un fallo quirúrgico.

—A Anne la apreciaban mucho, sus pequeños pacientes —le había dicho una colega que, al parecer, había quedado completamente desconcertada al enterarse de que la habían asesinado— y también los padres y todos sus compañeros de trabajo. No conozco absolutamente nada de lo que pudieran haberla acusado.

—¿Hace muchos años, tal vez? —había insistido Christy—. Ejerció durante más de treinta años.

—Por supuesto, si pasó algo antes de que yo llegara no lo sé con exactitud. Pero lo más probable es que hubiera oído hablar de ello, habría llegado a mis oídos. No, creo que no hubo nada.

Christy había registrado meticulosamente los ficheros de antiguos pacientes. No había ninguna Keira Roberts. Para asegurarse del todo había vuelto a llamar a Keira, que entretanto había cambiado su apellido por el de Jones, y le había preguntado por la doctora Westley.

—No —le había dicho Keira—, le aseguro que de pequeña jamás me llevaron a una pediatra con ese apellido. Nuestro médico vivía muy cerca, dos casas más abajo o algo así.

—¿Y no le suena el apellido «Westley» en relación con sus padres? ¿Es posible que conocieran, tal vez muy atrás en el tiempo, a alguien que se llamara así?

Keira había intentado recordarlo por todos los medios, pero fue en vano.

—No —había respondido con resignación—. Lo siento, sargento. Que yo sepa mis padres no conocían a nadie que se llamara de ese modo.

Pasaron por delante del cuarto de baño en el que habían asesinado a Anne Westley. Fielder tuvo que desviar la mirada a pesar de los años de experiencia profesional que acumulaba. Con solo pensar en la pesadilla que había vivido aquella anciana se le revolvían las tripas.

El estudio de la buhardilla era la estancia más iluminada de toda la casa e incluso en ese mediodía de diciembre tan crepuscular estaba bañada de una luz preciosa. Las paredes estaban revestidas de madera y había tres grandes ventanas orientadas al sur. Había varios caballetes distribuidos por la habitación y por todas partes había cuadros apoyados o a medio terminar. Olía a óleo y trementina. En la puerta había colgada una bata de pintura llena de salpicaduras de colores. Dominaban los colores claros y los cuadros llenos de vivacidad, que representaban flores y paisajes.

—Unos cuadros especialmente alegres —constató Christy tras echar una pequeña ojeada a su alrededor—. Si bien no es para nada mi estilo.

—Mmm… —asintió Fielder.

Poco a poco, fue examinando todos los cuadros uno por uno.

—¿Cree que encontraremos algo? —preguntó Christy con escepticismo.

—No lo sé. En cualquier caso creo que nos hemos acercado algo más a Anne Westley. Los cuadros son una parte de ella, nos cuentan algo acerca de la víctima, aunque por supuesto debemos saber descifrarlo correctamente.

—Puede que mi interpretación sea ingenua —comentó Christy—, pero si tuviera que describir a Anne Westley, a juzgar por los cuadros diría que fue una mujer alegre, serena y feliz. Lo que sí tengo claro es que ninguna de esas características evitaron que alguien la asesinara.

Fielder se detuvo. Apartó la tela que cubría uno de los caballetes y contempló el cuadro que se ocultaba debajo.

—Aquí hay algo —dijo Peter— ¡y no es tan vivaracho como los demás!

Christy se acercó un poco.

En efecto, el cuadro era completamente distinto a los otros que había en el taller. Un fondo negro, dos conos de luz, un destello procedente de unos focos o unos faros. No estaba pintado con esmero y de forma llamativa, no reproducía hasta el más mínimo detalle, como solía hacer la pintora. En ese caso parecía haberse peleado con el lienzo, haber utilizado el pincel con rabia. Era un cuadro que, a pesar de representar un motivo más bien neutral, parecía expresar verdadera cólera.

Y miedo.

A Christy le pareció que esa imagen revelaba un cierto talento, más que las flores y los árboles de los apacibles paisajes veraniegos que había alrededor. Se preguntó cómo un cuadro que no mostraba más que dos luces en la oscuridad podía llegar a expresar emociones tan intensas.

—¿Qué representa esto tan espontáneo, sargento? —preguntó Fielder.

Christy no tuvo que pensar mucho.

—Los faros de un automóvil. De noche.

Él asintió y a continuación entornó los ojos.

—¿Tiene usted la impresión de estar mirando hacia la fuente luminosa?

—Directamente a la fuente de la luz. ¿Por qué? ¿Qué quiere decir con eso?

—Bueno, no es que yo haya tenido esa impresión. Pero me parece como si estuviera mirando un espejo. Es decir, no a la luz en sí misma, sino al reflejo de la luz.

—Puede ser. ¿Y qué significa eso?

—Pues no lo sé. ¿Qué es la luz de los faros de un coche enfocando una pared?

—No comprendo lo que…

—Yo tampoco. Puede que al fin y al cabo no sea relevante, pero el cuadro es claramente diferente del resto de los que hemos visto aquí. Y además estaba tapado, como si a Anne Westley no le gustara contemplarlo. Sin embargo, lo pintó. Y lo hizo presa de un sentimiento bastante intenso, por lo que parece.

Christy estaba de acuerdo, pero no tenía la sensación de que aquello los acercara lo más mínimo a la resolución del caso.

—Señor, nos estamos moviendo en el terreno de la mera especulación. No sabemos si…

Él la interrumpió con impaciencia.

—Es cierto. No sabemos nada. Pero tenemos que aferrarnos a algo. Yo no soy ni psicólogo ni un artista creativo, pero ese cuadro me transmite un sentimiento de miedo, más que de rabia o agresividad. Anne Westley tenía miedo de algo o de alguien. Y eso me recuerda a Carla Roberts. Ella también tenía miedo. Se lo había dicho a su hija la última vez que habló por teléfono con ella. Ahí veo un punto en común, por eso me parece importante.

—Pero ¿todo eso nos lleva a alguna parte?

Él siguió examinando el cuadro.

—No tengo ni idea. Pero si quiere saber lo que pienso, creo que Anne Westley sabía que corría peligro. Por eso decidió venderse la casa de golpe y porrazo, dos semanas antes de Navidad. Puede que el asesino ya hubiera estado acechándola desde hacía tiempo. Y que ella se hubiera dado cuenta.

—¿Y ahora? —preguntó Christy.

Peter no respondió. Se apartó del cuadro. De momento no necesitaba seguir mirándolo. La impresión que producía en él era tan intensa, especialmente en relación con la mujer asesinada, y de todos modos le había quedado grabada a fuego en la retina, que no se desprendería de ella con facilidad. La contemplaría con la esperanza de que acabaría iluminándolo.

Volvieron a bajar al piso inferior. La mirada de Christy erró por los dibujos de las paredes, las bonitas alfombras del suelo y las cortinas de las ventanas. Todo estaba lleno de afecto, habían sabido combinarlo con gusto y esmero. Teniendo en cuenta lo que el aspecto de la casa revelaba acerca de Anne Westley, parecía inimaginable que alguien pudiera haber desarrollado tanto odio hacia ella, hasta el punto de que pudiera explicarse una muerte como esa.

—Encargaré a uno o dos agentes que indaguen en el entorno del difunto profesor Westley —dijo Fielder nada más llegar abajo—. Aunque no espero mucho de ello, porque si se tratara de un acto de venganza concreto y de carácter personal, no encajaría con el asesinato de Carla Roberts. Y al revés. Tenemos que conseguir establecer un vínculo entre las dos mujeres, es la única solución.

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