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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (66 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Le pasó por la cabeza la idea de que su difunta madre se le había aparecido en sueños para salvarla de morir congelada. ¿Era posible? Sería la primera vez que ella hacía algo así por su hija. Tara no sabía si le gustaba esa idea. Llevaba años esperando que Lucy se comportara como una madre, pero no estaba segura de seguir deseándolo todavía.

No, no lo quiero, decidió antes de incorporarse con dificultad, intentando ignorar el dolor que sentía por todo el cuerpo.

Entonces fue cuando vio a Gillian.

Estaba a unos diez pasos del coche. La verdad es que no la reconoció a simple vista, se limitó a divisar una figura oscura entre el blanco de la nieve y la luz de la luna. Estaba quieta, de pie, parecía estar observando el coche.

Solo podía ser Gillian. ¿Quién, si no, estaría merodeando de noche por ese lugar tan solitario?

Se desveló de repente. Volvió a hundirse sobre el asiento con cuidado. Se preguntó si Gillian la habría visto, o si habría percibido algún movimiento dentro del coche. No había demostrado ninguna reacción. Debido al dolor y a lo ateridos que tenía los huesos, Tara se había incorporado muy lentamente y solo se había levantado un poco por encima del asiento, por lo que era posible que no se hubiera dejado ver desde fuera.

Maldita sea, maldita sea, ¡maldita sea! Le horrorizó pensar que podría haber estado durmiendo todavía. Gillian habría podido reducirla fácilmente y todo habría acabado.

¿Cómo demonios había conseguido salir de la cabaña? Estaba tan bien cerrada que era prácticamente imposible entrar o salir de ella cuando todo estaba bajo llave. La única posibilidad que le pareció imaginable fue que Gillian hubiera encontrado alguna herramienta que habría podido utilizar para romper una cerradura o forzar los postigos de las ventanas. Pero en la cabaña no había nada, absolutamente nada. Tara la había vaciado por completo muchos años atrás. Ni un cubierto, ni un abrebotellas, ni siquiera un cepillo de dientes, nada. Gillian únicamente disponía de dos llaves. Para Tara era un verdadero enigma cómo había podido escapar de la cabaña.

Las llaves. La del coche. En ese momento la tenía al alcance de la mano. Si conseguía neutralizar a Gillian, Tara tendría de nuevo la llave y podría, por fin, abandonar ese inhóspito lugar. Sintió un hormigueo por todo el cuerpo con solo imaginar que podría arrancar el motor y poner la calefacción a tope. Lo deseaba tanto que se habría echado a llorar.

No obstante, tenía que mantener la cabeza clara. Intentó coger la pistola, pero había ido a parar bajo el asiento, tan hacia delante que no conseguía encontrarla. Daba igual, tampoco tenía tanta puntería, solo acertaba cuando disparaba a bocajarro. Aún tenía la navaja en la mano, aunque no podía excluir la posibilidad de que Gillian también estuviera armada; al fin y al cabo, había utilizado algo para salir de su prisión. Además, la posición de Tara en el asiento de atrás no era especialmente favorable. Si Gillian miraba dentro del coche antes de subir…

Con cuidado, Tara tiró de la manta, la extendió sobre el asiento y sobre sí misma y se aplanó tanto como pudo sobre la tapicería. Por supuesto, la manta había quedado en el maletero. Pero dudó que en esos momentos Gillian acertara a fijarse en ese pequeño detalle. Además, Tara gozaba de una leve ventaja, puesto que ella sí sabía dónde estaba Gillian, mientras que esta no tenía ni idea del paradero de la mujer que la acechaba. Probablemente suponía que la fiscal habría emprendido una larga y fatigosa caminata por Peak District en dirección a Mánchester.

Tara se estremeció al oír de repente un ruido metálico en el coche. ¿Qué había sido eso? Sin embargo, se relajó de nuevo enseguida. Gillian había accionado el mando a distancia de la llave para abrir las puertas. Tara sonrió. Menos mal que había cerrado el coche por dentro. Gillian supondría que el coche habría estado todo el tiempo cerrado con llave. Le parecería imposible que Tara pudiera encontrarse en el interior del vehículo.

Vamos, susurró en silencio, entra. Siéntate al volante. Arranca.

Oyó el crujido de unos pasos sobre la nieve y contuvo el aliento. Se fundió con el asiento y con aquella enorme manta arrugada. Se volvió diminuta. Invisible.

La puerta del conductor se abrió.

Tara tenía la navaja en una mano y el lazo de alambre en la otra.

14

Esa vez había recorrido el camino más rápido; estaba más agotada, pero la impulsaba el miedo. Gillian respiró hondo al ver el coche. No se sorprendió de haberlo encontrado, ¿cómo podría habérselo llevado Tara? No obstante, sus pasos se volvieron más lentos y cautos. Puesto que no había visto a Tara en todo el trayecto, había llegado a la conclusión de que había descartado la posibilidad de regresar a la cabaña para recoger la llave. Probablemente se había puesto en camino a pie.

Examinó atentamente el coche durante un rato desde una distancia prudencial. Vio muchas huellas en la nieve y pensó que probablemente serían suyas y de Tara, de cuando habían dejado el coche por la tarde. Sin embargo, también podían ser huellas recientes de Tara. Pensó que sin duda había sido frente al coche cuando se había dado cuenta de que no tenía la llave. Gillian imaginó lo nerviosa que debía de haber revuelto el bolso, al final casi presa del pánico. Tenía que haber sido un momento terrible para ella: tan cerca de su objetivo y a la vez tan desamparada.

No se oía ni se movía nada, por lo que al final apuntó con la llave hacia el coche y pulsó el botón. Las luces parpadearon un segundo y se abrieron los seguros de las puertas. Gillian sabía que de no haber estado cerradas, el ruido habría sonado de otro modo. Bien. Entretanto nadie había abierto el coche.

Se acercó poco a poco.

Cuando llegó frente a la puerta del conductor, echó una ojeada al interior del vehículo. Había pensado que sería necesario utilizar la linterna, pero el cielo se había despejado y la luz de la luna, reflejada en la nieve que cubría el paisaje, ofrecía una claridad suficiente.

El coche estaba vacío. En el asiento trasero estaba la manta de lana, formando grandes arrugas.

Gillian abrió la puerta.

Se sacudió la nieve de las botas mientras subía al coche. Se sentó frente al volante y metió la llave en el contacto tras dos intentos infructuosos, puesto que tenía los dedos rígidos por culpa del frío. Por fin, al tercer intento la llave entró temblorosa en el contacto y le dio la vuelta. El motor arrancó con un renqueo y enseguida volvió a pararse.

El frío, probablemente. Tara ya le había dicho alguna vez que a su coche le costaba arrancar cuando hacía mucho frío.

¡Vamos, arranca!

El segundo intento también falló. Sabía por experiencia que en esos casos lo mejor es esperar un minuto. Con su coche, eso funcionaba la mayoría de las veces. Se recostó en el asiento e intentó calmarse. El cuerpo le temblaba de arriba abajo debido a la tensión. Casi lo había conseguido. Había escapado de la situación más peligrosa y crítica de toda su vida hasta entonces. Solo le quedaba arrancar el coche y se habría salvado.

¡Deja de temblar! ¡Lo has logrado!

No conseguía liberarse de la sensación de peligro. Había algo que seguía acelerándole el corazón, le mandaba escalofríos por los brazos y descargas de adrenalina por todo el cuerpo. Era casi peor que antes. Mientras había estado ahí fuera, frente al coche, el miedo y el horror no la habían atormentado de un modo tan increíble.

¡No te pongas histérica!

Se disponía a inclinarse hacia delante de nuevo para intentar arrancar el motor por tercera vez cuando de repente se dio cuenta de qué era. Su instinto ya le había advertido, pero su cerebro había tardado un poco más: la manta. Aquella vieja y áspera manta de lana. La habían dejado en el maletero.

¡No podía estar en el asiento de atrás!

Abrió la puerta del coche e intentó ponerse a salvo saltando hacia fuera, rápida como un rayo. Al mismo tiempo, una sombra llenó de repente la superficie del retrovisor. Gillian tardó demasiado, apenas una fracción de segundo, pero incluso eso fue suficiente para que el lazo de alambre pasara por su cabeza. Sintió un dolor horrible cuando el alambre se hundió en la piel de su cuello. El tirón fue tan potente que Gillian, en lugar de huir hacia fuera, volvió a caer sobre la tapicería. Presa del pánico, se agarró con las dos manos al alambre que la estrangulaba y amenazaba con aplastarle la laringe mientras soltaba un grito sordo y desesperado de asfixia.

—Quieta —ordenó Tara. Su voz sonó tranquila, casi afable incluso—. ¡Quieta o te estrangularás tú sola!

Gillian se sometió y la presión remitió un poco. Volvió a recibir algo de aire, pero el dolor de la garganta seguía siendo horrible. Tara había tensado tanto el alambre que se le había hundido en la piel del cuello. Probablemente le dejaría una marca que seguiría visible durante varias semanas.

Eso si seguía viviendo.

Quedó amarrada al reposacabezas y su cuerpo se vio obligado a permanecer en el asiento. Mientras se retorcía para poder respirar mejor, por dentro se reprochaba por haber sido tan inmensamente idiota. Mientras había estado fuera intentando ponderar todas las posibilidades, a partir del hecho de que las puertas del coche se habían desbloqueado con el mando a distancia había deducido que Tara lo había cerrado cuando lo había dejado allí. Había llegado a la conclusión de que Tara no podía estar dentro del coche, porque sin llave no habría podido abrirlo. La posibilidad de que el coche hubiera estado abierto y Tara hubiera podido meterse dentro, de que hubiera podido cerrar las puertas desde el interior, no se le había ocurrido. Simplemente no había tenido en cuenta esa variante. Su cerebro no la había procesado por culpa del agotamiento extremo. Había visto la manta de lana en el asiento de atrás y ni siquiera se había encendido la luz de alarma.

¡Tonta, tonta, tonta!, gimió por dentro.

—Sí, ha sido una estupidez —concedió Tara, como si hubiera podido leerle el pensamiento—. A veces caemos en las trampas más simples. Pero no debe importarte, le ha pasado a más gente.

Gillian necesitaba toser. El dolor en la laringe le llegaba hasta la nuca, hasta los hombros. Pero también notaba la desolladura en la garganta. Tara había tirado del alambre con tanta violencia que tenía la impresión de que podía sentirse afortunada de que no la hubiera decapitado al instante.

—¿Qu…? —intentó decir con la voz ronca.

—No deberías intentar hablar —le advirtió Tara.

Gillian oyó cómo Tara abría la navaja. A continuación, notó el tacto frío del filo de la hoja por debajo de la oreja derecha. Hizo un movimiento desesperado, pero lo pagó de inmediato con otro fuerte tirón del alambre, que se hundió de nuevo en su piel. Soltó un lamento de dolor y recuperó la posición anterior enseguida.

—Buena chica —dijo Tara—. Aprendes rápido. No intentes nada, es mejor que seas prudente. No podrás hacer nada.

—¿Qu…? —intentó decir Gillian de nuevo.

—Quequequeque —la imitó Tara. Con la hoja de la navaja, se puso a juguetear con el lóbulo de la oreja de Gillian—. Vamos, habla. ¿Qué es eso que quieres decirme?

Gillian sintió el peso plomizo de la desesperación sobre sus hombros. Se había esforzado mucho por luchar y, sin embargo, había perdido.

A pesar del dolor que sentía en la garganta, finalmente consiguió articular unas cuantas palabras inteligibles.

—¿Por… qué? —preguntó. Su voz sonó como si tuviera las amígdalas purulentas—. ¿Por qué… yo?

—Sí, ¿por qué tú? —repitió Tara—. ¿Con todo lo que te he contado acerca de mí no se te ocurre por qué? ¿Todavía no lo has entendido? ¿Los errores que has cometido? ¿Cuál ha sido tu error imperdonable?

Gillian no dijo nada.

Lo comprendió en ese preciso instante. El error que en la mente enfermiza de Tara debía parecer una repetición de su propia historia.

—John —contestó.

Tara la tocó con la hoja de la navaja casi con suavidad.

—Correcto. John. Él ha sido tu error.

Gillian tosió de nuevo.

—Creo… que John… es inocente —prosiguió—. Y… tu colega… el fiscal del caso… también lo creyó.

Tara soltó una exclamación despectiva.

—¿Tú sabes quién es ese colega? ¿El que se encargó del caso Burton en su momento?

—No.

—Pues yo sí. Es un petimetre. Un calzonazos. De la mañana a la noche solo le preocupa que su carrera transcurra sin dificultades. ¿Sabes? Todos nosotros nos aseguramos en la medida de lo posible antes de presentar una acusación. A nadie le gusta perder un juicio. Pero al fin y al cabo tampoco podemos saberlo al cien por cien. No sabemos qué estrategia utilizará el abogado defensor, los testigos que aportará o los giros imprevisibles que puede llegar a dar el caso. No sabemos qué decidirá el juez. Siempre corremos un cierto riesgo. Y a algunos nos gusta ese riesgo, pero a otros no les gusta tanto. Burton tuvo suerte. Al tipo al que le tocó el caso se le conoce por el número especialmente reducido de casos para los que acaba presentando la acusación. Si no le sirven una confesión en bandeja no es capaz de reunir el valor necesario para salir de su refugio y exponerse a perder un juicio. En el caso de Burton había muchas cosas por aclarar. ¿Comprendes? No significa nada el hecho de que el caso no terminara en demanda, absolutamente nada. Sobre todo si tenemos en cuenta quién fue el fiscal del caso.

—Pero…

—¡No hay peros que valgan! —La voz de Tara sonó cortante—. ¿Ibas a decir que no lo sabías? ¡Olvídalo! Tienes una hija, una niña indefensa. ¿Y vas y te fías de un tipo acusado de un delito sexual? ¿Te arriesgarías a meter en vuestra casa a un tipo así? ¿Solo porque no aguantabas más a tu marido, porque no sabes estar sin un hombre? Estabas jugando con la inocencia, con la virginidad física y espiritual de tu hija. ¿Tú crees que eso es normal?

—Yo…

—¡Sí, yoyoyoyo! Solo piensas en ti misma. Te lanzaste a sus brazos y dejaste de lado cualquier reparo. Todo lo veías maravilloso. ¡No debe de haber hecho nada! La chica que lo denunció debió de mentir. ¡Seguro que es inocente! ¿Sabes, Gillian? Eso solo es capaz de hacerlo una mujer que no sea responsable más que de sí misma. Y ni siquiera en ese caso soy capaz de comprenderlo, ¡por favor! Además estaba Becky. Me propuse firmemente salvar a Becky. No tiene por qué sufrir lo mismo que sufrí yo. Jamás.

Gillian tosió de nuevo. Su voz se normalizó un poco, pero le ardía la garganta.

—¿Lo sabías antes de Navidad? —preguntó Gillian. No le había contado nada acerca de los antecedentes de John hasta después del Año Nuevo, pero poco después de Navidad la que había sido su amiga ya había intentado asesinarla una vez. Y había matado a Tom, que no había tenido la culpa de nada. Era horrible, perverso. Una mujer dominada por un ataque de locura homicida. Y nadie, absolutamente nadie había sospechado nada. Ni siquiera el atisbo de una sospecha había llegado a recaer sobre la fiscal. Habían investigado en todas las direcciones posibles pero ella había podido dar rienda suelta a su odio y a sus ansias de venganza.

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