Read Tetrammeron Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

Tetrammeron (2 page)

BOOK: Tetrammeron
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Al mismo tiempo, empieza a sentirse mejor. Bajar aquella escalera retorcida y mohosa tiene algo provocativo. Cada nuevo recodo promete ser el último, como si toda ella estuviese disfrazada de falsos finales. Soledad salta de peldaño en peldaño ahora. Su corazón empieza a acomodarse al ritmo más pausado de sus pies. Ya no tiene miedo. Incluso sonríe al pensar en las posibles ventajas de ser un fantasma. Recuerda una vez que llegó tarde a clase, abrió la puerta tras llamar quedamente y vio a Elena (no, era Sofía) de pie en la pizarra escribiendo algo. El profesor, junto a la ventana, a contraluz, tan solo asintió sin decir nada, y ella se deslizó como en cámara lenta hacia su asiento mientras todo el mundo
la miraba
. Se le antoja que es peor, mucho peor, ser mirada por todos que no serlo por nadie, bastante peor parecer algo con demasiada intensidad que desaparecer por completo. Y lo piensa al tiempo que llega al final de la escalera, donde solo destella una bombilla en lo alto de una puerta cerrada.

Es una puerta de color caoba con una cerradura dorada en el centro.

—Un momento, señor Formas, no comience aún.

—¿Qué?

—Hay alguien en la puerta.

—¿Cómo dice?

—Alguien está entrando, espere.

Son cuatro.

Podría pensarse que juegan a las cartas, porque se sientan alrededor de una mesa. Pero no hay naipes por ninguna parte. El aire está cargado. Huele a cera de vela, perfume femenino, tabaco.

Los cuatro la miran fijamente.

El susto ha sido mayúsculo. Ella esperaba encontrar cualquier cosa en aquel sótano al final de las tortuosas escaleras, excepto a gente reunida en torno a una mesa. ¡Oh, bueno, desde luego que no lo sabía! Ni siquiera habría intentado abrir la puerta de haberlo sabido. Soledad ha sido educada para no molestar a los adultos. Pero no es culpa suya que la puerta se haya abierto con tanta facilidad, apenas empujándola. Ahora ya es demasiado tarde para fingir que no ha pasado nada. Ha metido la cabeza por la abertura, ellos la han visto.

Y a juzgar por la manera en que la miran, parecen encolerizados.

Se fija primero en la mujer de su derecha. Escuálida, vestida de blanco, con el pelo corto y blanco. Soledad no ha visto a nadie más extraño en toda su vida. Pero no es ella quien habla.

Quien habla en ese momento es la persona sentada después de la mujer de blanco, si contamos en dirección contraria a las agujas del reloj. Es un hombre completamente calvo, fornido, con chaqueta y camisa negras y alzacuello de un absurdo color naranja… ¿o será un efecto de la luz de las velas?

—Es una niña —dice con voz muy suave, impropia de su corpulencia.

Ella se queda inmóvil, aún asomada a la puerta, ojos y boca muy abiertos, como esperando la orden de algún traspunte para pasar al escenario.

—Una niña —asevera, en un tono mucho más grave, el otro hombre, sentado a continuación del primero, de larga melena gris, mostacho y perilla, que la mira con el ojo izquierdo muy abierto y la ceja enarcada, el derecho casi cerrado.

La siguiente mujer lleva un peinado muy raro adornado de flores, y viste algo que desnuda sus hombros y brazos. Se encuentra de espaldas a Soledad y tuerce el cuello para verla.

—Ah —murmura, y de su boca parece escapar un aerosol, pero sin duda es humo.

Hay una pausa bastante larga durante la cual la única que se mueve es esta mujer, que se gira hacia sus compañeros. Soledad puede ver ahora tan solo su gran peinado mientras habla.

—¿Dejamos que se quede? ¿Le hacemos cualquier otra cosa? —Y lo pregunta como si existieran infinitas opciones.

—Debería quedarse, es la tradición —afirma el hombre del alzacuello naranja.

El de la perilla y el mostacho, que sigue mirándola con el ojo muy abierto, ha empezado a sonreír y su voz irradia ahora un claro júbilo.

—Yo le haría cualquier otra
cosa
.

—Oh, no, señor Formas, esa no es la tradición —objeta el del alzacuello—. Luego quizá podamos divertirnos, no ahora.

—Votemos —exige el aludido.

Soledad sigue asomada a la puerta. No comprende nada de lo que ocurre. No ha entendido ni una palabra. Todo lo que sabe (y esto lo sabe con exactitud) es aquello que no debió hacer. No debió bajar aquellas escaleras, para empezar. No debió empujar la puerta de color caoba. No debió meter la cabeza por la abertura para ver qué había detrás. Aunque de nada le sirve saber todo eso, porque ya no tiene remedio.

Lo único que podría remediarse es su inmovilidad. ¿Por qué no correr escaleras arriba, irse de allí? Pero, de alguna forma, comprende que huir ha dejado de ser una opción. Su presencia ha sido advertida, ha provocado algo que ahora tiene que producir nuevas cosas. Ella misma siente curiosidad. Es como cuando abres un libro por la primera página y comienzas a leer. Ahora necesita saber qué va a ocurrir a continuación.

Y lo que ocurre es que el hombre del alzacuello le sonríe.

—Pasa —la invita.

Por lo visto, ya han votado, pero ella no sabe cómo. No ha visto papeles, ni brazos alzados, y ni siquiera ha oído nada. Ha creído ver un gesto de asentimiento: primero en el hombre del mostacho y la perilla, luego en la mujer del extraño peinado y por último en el del alzacuello. No parece que la mujer de blanco haya hecho otra cosa que mirarla, y ya ni siquiera la mira.

—Pasa —repite el del alzacuello, más firme.

A Soledad le han enseñado a obedecer a los adultos. Con cierta dificultad, porque la puerta es pesada y posee algún tipo de mecanismo que ofrece más resistencia cuanto más se empuja, la abre lo justo para poder entrar. Al soltarla, se cierra a su espalda con un breve crujido.

—¿Cómo te llamas? —pregunta, afable, el del alzacuello.

—Soledad.

La voz le sale como si no fuese suya.

—Precioso nombre. Me temo, Soledad, que no hay más sillas, así que tendrás que quedarte de pie.

Parecen aguardar una respuesta por su parte. Una especie de «no se preocupe» o «estoy bien, gracias». Se le ocurre que se trata de una burla, ya que no cree que su comodidad realmente les importe. Sin embargo, no se siente incómoda. Es verdad que la mochila le pesa, pero podría quitársela si quisiera y dejarla en el suelo. Además, el del alzacuello no le ha mentido: la habitación es pequeña, no hay más sillas que esas cuatro, ni más muebles que las sillas y la mesa, que es redonda y de color negro, sobre la cual se alzan cuatro copas negras. Las copas reflejan con suaves curvas la llama de cuatro cirios negros que arden en cada una de las esquinas, sobre sendos zócalos, y han dejado ya elipses de humo en el techo de piedra.

De modo que se queda allí plantada, tras la señora del peinado extraño. Los demás han dejado de prestarle atención. Es como si el problema de su presencia hubiese quedado archivado. El hombre del alzacuello levanta una botella de gollete alargado que ha cogido del suelo y rellena las copas. Soledad oye claramente el gorgoteo mientras el hombre habla.

—Y ahora, señor Formas, si nadie nos interrumpe otra vez, ¿podríamos escuchar su primera historia?

—Con mucho gusto, señor Obispo. —El de la perilla entrelaza las manos.

A Soledad no le gusta su aspecto: despide un extraño aire a bricolaje, como si su rostro hubiese sido repasado con barniz y pintado como el de los títeres, las pobladas cejas, bigote y perilla como púas de cepillo unidas con adhesivo, cada una en su sitio acabando en una inquietante punta. Lo más raro: sus ojos, que brillan como si estuviesen allí más para ser mirados que para mirar. Viste, como el del alzacuello, todo de negro, pero las solapas de su chaqueta reflejan luz como las del esmoquin que a veces usa papá. Y su voz, tan profunda, tan densa.

—Podría titularse «El Espíritu Curie». —Y comienza a contar con lento deleite—: Nunca conocí a Gertrudis ni a Dobbin…

Has abierto la caja de marfil y distingues dentro la silueta de otra más vulgar, de madera barnizada, con un mosaico de pequeñas piedras repujándola de formas muy diversas: trapezoidales, cúbicas, esféricas… Al abrirla, te asalta un repentino olor a cable chamuscado o bombilla quemada.

EL ESPÍRITU CURIE

Nunca conocí a Gertrudis ni a Dobbin, pero mi psicoanalista sí. Un día especialmente frío y gris intercambiamos papeles y fue él quien se tendió en el diván mientras yo me sentaba detrás, escuchándole.

—Un tipo encantador, este Dobbin. Al menos hasta que conoció a Gertrudis. Quizá coincidiste con él alguna vez.

—Nunca.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Mis recuerdos son infalibles.

—Por eso el psicoanálisis no funciona contigo.

Nos reímos. Mi psicoanalista prosiguió:

—Alfredo Dobbin era alto, de cabello pajizo y mandíbula angulosa. Su rostro era uno de esos posteriores a sí mismos, de mayor edad que el dueño. Y tenía la mirada vidriosa, como si buscase algo y, al mismo tiempo, temiera encontrarlo. Le gustaban las camisas azules y los trajes oscuros. Era un psicoanalista de mucho éxito, pero, desgraciadamente, yo lo conocí más como enfermo. De eso tuvo la culpa Gertrudis.

Ella era un caso desesperado. Su familia tenía dinero, y la enviaron a la consulta de Dobbin. La vi solo una vez, en la sala de espera, un día que visité a Dobbin. Era… ¿cómo describirla? Frágil. Frágil, y a la vez fuerte. Baja estatura, piel muy blanca, cabello castaño lacio. A primera vista una mujer joven común y corriente. Pero luego te fijabas en sus ojos grandes y en sus labios abultados y te parecía que tenía un propósito muy claro en esta vida. Era sutil como un espíritu y carnal como una vaca. Semejaba un fantasma corpóreo, como si hubiese pasado a otro nivel de la realidad. Como si no pudieras verla, pero no porque fuese etérea o invisible sino porque no destacaba sobre el conjunto de las cosas, quizá por haberse convertido en otra cosa más.

(«¡Así me he sentido yo en el autocar!», piensa Soledad, intrigada.)

Y siempre hacía lo mismo: llegaba sin saludar, pálida y silenciosa, caminando con esa extraña vaporosidad de fantasma del siglo
XIX
, se echaba en el diván de la consulta de Dobbin y aguardaba a que este hiciera siempre la misma pregunta.

—¿Quién eres hoy?

—Soy Marie Salome Sklodowska. —La misma voz, el mismo acento cultivado con deje francés—. Nací en 1867, en una casa de Varsovia. Mi padre, Wladislaw Sklodowska, era profesor de física y matemáticas en un instituto de la capital, y mi madre, Bronislava, regentaba un pensionado de señoritas en la misma casa en que vivíamos…

Todo formaba parte del mismo ritual, la misma letanía. Sus ojos color gris paloma estaban fijos en el techo mientras hablaba.

—Pero tú no eres esa mujer —objetaba Dobbin—. Te llamas Gertrudis Webber, y naciste…

—Gertrudis Webber ha abandonado este cuerpo, doctor Dobbin —cortaba ella—. Ahora es el espíritu de Marie Curie, de soltera Sklodowska, quien lo habita.

—¿Y por qué? ¿Por qué iba a querer el espíritu de esa científica muerta hace tanto tiempo ocupar tu cuerpo?

—Ya me lo dirá. Sé que tengo una misión que cumplir. Dice mi Espíritu que el mundo solo parece lo que es por fuera, pero que por dentro es algo muy distinto. El mundo se halla corrompido, es blando y está agujereado y repleto de gusanos como un queso fermentado. La radioactividad es la causante de todo, y mi Espíritu está condenado a vagar por el mundo para expiar la culpa por haberla descubierto.

—Al decir «Espíritu» te refieres a Marie Curie…

—No exactamente. Mi Espíritu es el Espíritu Curie, un ente que representa en la Tierra los mismos ideales que ella encarnó en vida: luchar por un mundo más humano. La radioactividad es la enemiga del hombre, doctor Dobbin. Ahora mismo, mientras hablamos, desintegra átomo a átomo el suelo bajo nuestros pies como un ejército de termitas haría con la sentina de un barco. Mi Espíritu es lo único capaz de detenerla.

Alfredo Dobbin la había atendido los primeros días como un profesional. Pero Gertrudis Webber y su lenguaje remoto fueron invadiendo sus pensamientos cita tras cita, hasta convertirse en una obsesión. ¿Por qué? ¡Bueno, quizá había química entre ellos… o radioactividad! Sí, ya sé que es un mal chiste. Lo cierto es que Dobbin llegó a perder la noción del tiempo y alargar sus consultas más de lo pactado, lo cual, en un psicoanalista, me parece mucho más increíble que todo lo que después sucedió.

—¿Se unirá a nuestra causa, doctor Dobbin? —preguntó Gertrudis anhelante un día, desde el diván.

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