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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

Tetrammeron (3 page)

BOOK: Tetrammeron
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—Tengo que pensármelo, Gertrudis… Todo eso que cuentas…

—Usted no me cree. Piensa que estoy loca.

—No, no… No es eso… Pero podría ser que estuvieras equivocada.

Ella dirigió hacia él sus grandes ojos grises. Por un instante a Dobbin no le pareció imposible que algún espíritu ajeno se removiera inquieto allí dentro.

—Haga que su secretaria se marche pronto mañana —dijo la mujer—. Mi Espíritu le ofrecerá la prueba definitiva a esta misma hora. Buenos días, doctor Dobbin. Gracias por escucharnos.

Alfredo Dobbin pasó aquella noche dando vueltas en la cama, insomne. No sé si te dije que era soltero, y que su trato con el sexo opuesto había sido solo cortés, cuando no simplemente profesional. No era que creyese a pies juntillas en lo que ella le contaba, sabía que se hallaba enferma pero, desde luego, si Gertrudis decía que estaba poseída por el Espíritu Curie, Dobbin lo estaba cada vez más por el Espíritu Gertrudis.

Y al día siguiente su paciente llegó, como siempre, puntual, ascética, envuelta en su aura
fin de siècle
. Ni siquiera ocupó el diván: se quedó de pie frente a Dobbin. Sus ojos eran como una veta de plata.

—¿Estamos solos, doctor?

Dobbin asintió: deseando complacerla, había dicho a su secretaria que se tomara el día libre.

—La humanidad está en peligro —dijo Gertrudis entonces, implacable, asesinándolo con aquella mirada nublada—. Por eso mi Espíritu ha decidido descorrer el telón y mostrarle parte de la verdad solo a usted: la forma en que la radioactividad devora nuestro mundo con sus dientes gangrenosos…

Dobbin fue a replicar algo, pero en eso notó un escalofrío. Sin embargo, no sentía nada: ni miedo, ni fiebre, ni hormigueos, solo que la piel se le erizaba.

—Marie Curie y su esposo la introdujeron en el mundo —seguía diciendo Gertrudis—, y ahora mi Espíritu busca la manera de librarnos de este mal atroz…

Era como si una mano gigante hubiese dado la vuelta a la habitación y ambos se encontraran cabeza abajo: Dobbin tenía el cabello tieso como un gato furioso, la larga melena castaña de ella se alzaba vibrando como un haz de antenas de coche deportivo.

—La radioactividad ha hecho presa del mundo, doctor Dobbin… —La voz de Gertrudis sonaba más grave y morosa, como a mitad de revoluciones, y poseía un acento extranjero que estremeció a Dobbin—. Vivía incrustada en el mineral, y mi esposo y yo abrimos la puerta de su cárcel y ahora vaga por el aire… Mírela brotar. Siéntala.

Pronto comenzó el olor, que no se parecía a ningún otro que Dobbin hubiese percibido antes. Un olor que te producía una congoja íntima, te fatigaba los músculos y te hacía sudar como una gripe repentina. Un olor que era como oler las mismas velas que ardieron en el funeral de un ser querido.

Las paredes, entonces, se llagaron. Primero fueron manchas que a su vez se abrieron como bocas en medio del papel pintado con motivos azules que decoraba la pulcra consulta de Dobbin. Los óleos, todos de arte abstracto, rezumaron pintura con la paciencia de lava de volcán. En una alacena donde Dobbin guardaba alimentos para los días que no podía salir a almorzar, las latas reventaron y el contenido brotó franjeado de extraños colores, los pepinillos como caramelos de feria, las salchichas como dedos de guante de payaso, el atún como la bandera de algún nuevo país tropical.

—¡Por favor, por favor, por favor! —gritaba Dobbin en medio del caos—. ¿Qué está pasando?

Una imperturbable Gertrudis se acercó a él con semblante severo.

—Es la dueña del mundo, doctor… Los alimentos la hospedan, habita en cada colorante, en los cables de cobre de los circuitos eléctricos, en los seres vivos, en cada metal y mineral… Es la materia de las cosas. ¿Me cree ahora?

Mientras Gertrudis decía esto, sucedió lo más horrible: sus cabellos, rígidos y verticales, comenzaron a desprenderse y cayeron clavándose en punta con peligrosa precisión sobre la alfombra, como agujas de tejer. Al tiempo que miraba esto, Dobbin, horrorizado, sintió como si su cabeza se hubiese convertido en una bandeja de finas copas de champán, y cada vez que la movía volcaba parte de su contenido en forma de cabellos y pelo de las cejas, que saltaban en una lluvia de cristales quebradizos. Por las perneras de sus pantalones se deslizaron los pelos púbicos, retorcidos como la resistencia de una vieja tostadora.

—¡La creo, la creo! —gritó, y sus lágrimas (así me dijo) olían al ácido de una pila de las antiguas. Cayó de rodillas clavándose como un faquir en las tachuelas de sus propios pelos.

—Me alegro. —Con estas palabras de Gertrudis, la catástrofe concluyó.

No del todo, desde luego. Algunas cosas persistieron, e incluso cambiaron para siempre. Al enfriarse, las paredes de la consulta de Dobbin quedaron convertidas en el decorado de una caverna de película de serie B. Dobbin y Gertrudis siguieron calvos y depilados, y los testículos de Dobbin encogieron hasta casi desaparecer, lo que otorgaba un extraño aspecto, como de manatí, a su pene sobresaliendo del pubis terso. Por último, el cerebro de Dobbin también quedó depilado de todas sus ideas previas: cerró la consulta, despidió a su secretaria, dejó el psicoanálisis, se compró un peluquín y se entregó en cuerpo y alma a la causa del Espíritu Curie, ahora te diré cómo.

Y aquí mi amigo psicoanalista tosió e hizo una pausa.

(Hay una pausa también en la narración del señor de la perilla, a quien llaman señor Formas. «Es extraño

piensa Soledad
—,
me dan pena Dobbin y Gertrudis, pero todo lo que les pasa me parece gracioso.» Sin embargo, nadie ríe. Los otros tres escuchan con grave mutismo.)

—No se separaron el uno del otro a partir de entonces —continuó mi psicoanalista—. Una extraña pareja, Gertrudis Webber y Alfredo Dobbin, ambos calvos, con pelucas, aturdidos y absortos, unidos por el vínculo sagrado de un secreto terrible. Supongo que también estaban enamorados, pero su relación sobrepasaba cualquier afecto común. Eran como dos guerreros, dos cruzados en busca de un pavoroso Grial. Compraron un pequeño apartamento al sur de la ciudad con el dinero de ella y los ahorros de él, y se pusieron a trazar planes. Sabían que la hazaña de librar al mundo de la radioactividad no los llenaría de honores. Probablemente, incluso los destruiría. Pero tenían que hacerlo: ella, por Curie; él, por ella.

Y la empresa no era tan imposible como parecía. Según el Espíritu, la radioactividad también se manifestaba como un espíritu, un Ente que visitaba a la velocidad de la luz, aleatoriamente, una central nuclear del mundo cada día. Por pura coincidencia, en los próximos días, una de las elegidas sería una planta cercana al lugar donde residían.

—Pero ¿qué día? —inquirió Dobbin—. ¿No puede ser más concreto el Espíritu?

—No, debido al principio de incertidumbre de Heisenberg —repuso Gertrudis—. Si sabemos el lugar con exactitud, es imposible conocer el momento. De modo que a partir de mañana tendremos que vigilar día y noche esa central, cariño. En cuanto el Ente la visite, lo sabremos y podremos atraparlo.

—¿Y cómo vamos a destruirlo?

—Eso déjalo en manos del Espíritu —fue la misteriosa respuesta de ella.

Narrar esos días frenéticos resultaba imposible para Dobbin: todo lo que conservaba era el vago recuerdo de haber llegado una noche a las inmediaciones de la central con las pelucas puestas para instalar su campamento en un montículo. Se hacían pasar por una pareja que vivía una especie de amoroso picnic. A partir de entonces, tensas horas de vigilancia por turnos, largas noches a la intemperie (por fortuna, era verano), el miedo atenazándolos cuando veían brillar hasta la más pequeña luz en el complejo… Todo era una prueba de fuego para aquellos campeones. Dobbin afirmaba que resistió debido a dos motivos. Su amor a Gertrudis era el principal, pero no el único. También estaba aquella especie de ideal, el sentimiento que recorre aleatoriamente el pecho de los hombres como el Ente las centrales nucleares, y que en aquel momento había elegido el suyo por azar: el deseo de vivir en un mundo mejor, más hermoso y saludable, donde la vida floreciera como antaño, sin el terrorismo de la química, limpio de las heces eléctricas con las que el hombre lo empuerca todo. Un mundo sin ácidos, ondas, vibraciones, zumbidos, cables, circuitos, filamentos, alimentos de colores o fuegos artificiales. Sin suelos de linóleo, chips de silicio ni hierro forjado. Un mundo donde hasta la muerte fuera una forma de salud.

Dobbin soñaba con ese mundo idóneo mientras vigilaba la cabeza de la cúpula de la central, tan calva como la suya, aquella verruga blanca y pulida, el absceso de hormigón que brotaba de la infección de la Tierra, cuando de pronto, una noche, sucedió. La casualidad hizo que él estuviera de guardia y fuera el primero en verlo, y creyó que era una alucinación provocada por el odio que le inspiraba aquel horrible monumento. Pero cuando despertó a Gertrudis, ella lo vio también.

Antes gris bajo la noche sin luna, la cúpula emitía ahora un ominoso brillo verde fosforescente.

—¡Es ella! —gritó Gertrudis—. ¡El templo! ¡Está en el templo! ¡Vamos, Alfredo, amor mío, vamos!

Corrieron como posesos monte abajo. Solo el destino sabe qué hubiera pasado si algún vigilante llega a sorprenderlos saltando entre las piedras en dirección a la planta nuclear, ambos calvos (habían olvidado las pelucas atrás), gritando y bañados por la extraña fosforescencia. Pero, fuese por intervención del Espíritu o no, lo cierto era que estaban solos y nadie los vio. Llegaron así a la verja de entrada, y una visión fantasmagórica les estalló en los ojos. Qué fue real y qué producto del insomnio y la tensión es cuestión de opiniones. Tiendo a creer en la palabra de Dobbin, por mucho que aquí se fragmente y deteriore (imagino que el lenguaje posee su propia radioactividad). Me contó que, al llegar a la verja, ya no había central ni nada que se le pareciese. En su lugar había brotado una arquitectura que podía desafiar los sueños de un Gaudí, un Le Corbusier o un Lloyd Wright. Tendrías que haberle oído balbucir sobre caminos de uranio puro, columnas de carnotita roja y un canal de aguas muertas donde flotaban cadáveres de peces, crustáceos y gaviotas, los ojos ciegos y los cuerpos carbonizados, hasta seres humanos de encías sin dientes, aferrados unos a otros como en ese cuadro de
La balsa de Medusa
.

Frente al Templo en sí, al pobre Dobbin se le agotaban las palabras. Lo comparaba a un Taj Mahal de radio que estallara y se reconstruyera un millar de veces en el lapso de un parpadeo, produciendo un ruido como de avispas de metal encerradas en un horno caliente. Y hacia él corrió, su amada precediéndole con aquella aura de finales del siglo
XIX
y gritando consignas de guerra.

—¡Vamos, Alfredo! ¡Por la vida! ¡Por la salud!

Lo que encontraron en el centro del maléfico cubil les hizo gritar de nuevo. Tras mucho tiempo ganándome su confianza, Dobbin se atrevió por fin a escribirlo. Aquí está. Leo textualmente. «Bajo un techo atómico que se desintegraba cada milisegundo exacto, extendíase un anfiteatro de butacas de color rojo, numeradas y con luz propia, como los premios de las antiguas máquinas del millón. La numeración iba del 1 al 88, el número atómico del radio, y variaba con cada intermitencia, encendiéndose una butaca cada vez. En el centro del escenario, una especie de trono cuyo respaldo tenía la forma de una rueda de la fortuna, con 88 lucecitas rojas en el borde girando enloquecidamente, y sobre el trono…»

Hasta aquí lo que me escribió. Sobre aquel trono se hallaba el Ente.

¿Y cómo era ese Ente? Dobbin callaba siempre en este punto y se servía de imágenes tomadas de aquí y allí: un niño famélico de África, un aborto en una mesa de operaciones, un árbol tras un incendio.

—Salud, queridos amigos —les dijo el Ente con una voz que era mil voces, o quizá solo ochenta y ocho—. Ya que estáis aquí, ¿os importaría conectar el aire acondicionado? Hace un calor espantoso. —Al abrir la boca, un aceite denso y negro escapaba de ella como un vertido de petróleo.

—¡Ramera de la Babilonia nuclear! —le espetó Gertrudis con fría furia y la voz atronadora del Espíritu Curie—. ¡Morador de los minerales profundos, que un aciago día fuiste invocado a la superficie por quien yo represento! ¡Prepárate para regresar a tu minúscula guarida en la pecblenda!

—¿A quién pretendes expulsar? ¿A todos? —El Ente rió—. ¡Amputad la úlcera y os llevaréis la parte sana del brazo! —Y levantando su calva cabeza clavó en ellos las cuencas llenas de vapores de sus ojos ciegos—. Tengo una mala noticia que daros, capullos:
soy parte de la Naturaleza
. ¡Parte del mundo y del hombre!

—¡Mientes! —Pero al tiempo que gritaba esto, Gertrudis dio un paso atrás, y por primera vez, Dobbin vio en su rostro signos de indecisión.

—¡De hecho, miraos a vosotros mismos! —rugía aquella lepra sobre el trono—. ¡Hasta vuestros pensamientos son una colección de átomos, y dentro de los átomos, partículas, y dentro de las partículas, energía, y dentro de la energía,
yo
! ¿Queréis exorcizarme de la materia? ¡Queridos míos, la materia soy YO! ¿Destruiréis el barro del que estáis formados? ¿Acaso queréis jugar con vuestras propias cuerdas de títeres? ¡Mira bien en tu interior antes de amar u odiar las cosas, porque yo soy

!

(Aquello último el señor Formas lo grita como si el cuento hubiese dejado de ser un cuento para convertirse en un discurso. Y mientras, cierra mucho un ojo y abre el otro mirando a Soledad, que da un paso atrás, asustada.)

Sin saber qué hacer, Dobbin se giró hacia su amada y lo que vio lo volvió loco. ¡De los ojos de Gertrudis brotaban también vapores, y su boca vomitaba una pez densa!

—¡Gertrudis…! —la llamó, pero descubrió que se atragantaba. Sus labios escupían la misma viscosidad, su vista se nublaba. Un misericordioso desmayo le ocultó para siempre las abominables visiones de su amada transformándose y del trono, donde los números giraban sobre la horrenda criatura, que ahora lanzaba alaridos de triunfo con el sonido de la explosión de un cargamento de misiles.

La policía los encontró en la consulta de Dobbin un día después. Se habían envenenado con un potingue. Ella tuvo más éxito y estaba en el diván, los ojos grises fijos en el techo como si el origen de su muerte se hallase allí. Él seguía vivo. Luego se repuso y pasó a ser mi paciente. Aunque es cierto que se habían quedado calvos, no existía otra prueba de lo sucedido que la palabra de Dobbin. Podrás pensar que fue una locura contagiada por ella y compartida por él. Pero yo le creí cuando me lo contó. Y desde entonces no puedo evitar pensarlo: mi materia, mi cerebro, mis sentimientos… Un sinfín de átomos, enemigos ocultos que giran en una rueda de la fortuna… ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo poder acabar con algo que está dentro de ti? ¿Qué somos? ¿Qué somos todos?

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