Authors: Inma Chacón
Durante dos semanas recorrió la ciudad imperial con su presa, tratando de atraerla con sus señuelos, pero cada vez estaba más convencido de que no había nada que hacer. María Francisca se le escurría sin remedio.
—Lo siento, Mariana, pero creo que deberíamos olvidarnos del asunto —le dijo a la madre cuando vio que no obtenía resultados.
Y fue entonces, al ver que su patrimonio se alejaba, cuando Mariana le planteó la solución que demostraba hasta dónde era capaz de llegar para recuperarlo.
—Los hombres apuestos como usted tienen muchas armas para provocar lo irreparable. Yo estaría dispuesta a mirar a otro lado si las utilizase todas.
—No la comprendo.
—Yo creo que sí. —Y le guiñó un ojo mientras señalaba a su hija como una madame en una casa de citas.
—¿Está usted pensando en lo mismo que yo, señora marquesa?
—Estoy pensando en que una boda es la única salida para ciertos deslices. Si sabe utilizar bien sus armas, estoy segura de que vencerá. Si lo consigue, estaría dispuesta a cederle uno de mis títulos después de la boda, como una dote que María Francisca aportaría al matrimonio. ¿Qué le parece el condado de Casasaltas? Eso sí, mi palacio tendría que volver a registrarse a mi nombre.
Tal y como había calculado Mariana, la idea de pertenecer a la nobleza, sin tener que esperar a que María Francisca heredase el marquesado, revivió en Jaime el deseo de igualarse a la clase social que lo había menospreciado tantas veces.
—¡Trato hecho! —respondió de inmediato—. Pero me gustaría que añadiese algo más a su oferta.
—¿No le parece bastante?
—Es usted muy generosa. Pero si voy a ser conde, me gustaría que mi hermano lo fuese también.
—Tiene usted mi palabra, querido. Será un hermoso regalo de bodas para mi hermana Alejandra.
Y con esa promesa, Jaime se embarcó en el último intento de conseguir los favores de la escurridiza hija de su socia.
El resto se le fue de las manos. Y después ya no hubo vuelta atrás.
María Francisca se ofuscó en un exagerado dramatismo del que no había manera de sacarla, y demostró, con sus remilgos, la misma altanería que la madre. La casta era la casta. Las mujeres Camp de la Cruz eran todas iguales: soberbias, arrogantes y con aires de grandeza.
Jamás podría olvidar la cara de Jorge cuando supo que no se celebraría la boda, ni las de sus padres, ni el murmullo que invadió la catedral, un zumbido comparable al que produce una plaga de langostas que lo devora todo a su paso, un hazmerreír innoble y vergonzoso, la peor de todas las ofensas que se le podía hacer a un hombre: convertirlo en el objeto de todas las burlas.
¿Cómo iban a contar en Valencia que una familia de mujerzuelas engreídas había jugado con ellos? ¿Cuántos desplantes tendrían que soportar? Otra vez la alta sociedad se había burlado de quienes osaban compartir sus privilegios, consiguiendo llegar hasta sus casas blasonadas, sus consejos de administración y sus hijas casaderas, sin una sola gota de sangre azul en las venas.
Pero la venganza es un plato demasiado apetitoso y a él le sobraba tiempo para esperar a que se enfriase.
Mariana y María Francisca salieron de Toledo sin que nadie supiese su destino. El único que conocía su paradero era don Ramón. Jaime era consciente de ello, pero también sabía que la marquesa tenía en su confesor al mejor de los cómplices, capaz de guardar sus secretos más allá de lo obligado por el confesionario, como había hecho hasta entonces, de modo que ni siquiera se molestó en preguntarle. Ya habría tiempo de hacerle pagar a cada uno lo que le correspondiera.
La misma mañana de la boda, cuando la familia Sánchez Mas se disponía a abandonar Toledo, Jaime envió dos notas, una a la catedral y otra a la marquesa. En ambas había escrito la misma frase: «Volveremos a vernos.»
Don Ramón la recibió después de despedir a los invitados, pero no le dio importancia; era lógico que los Sánchez Mas estuvieran ofendidos. Lo que contaba en aquel momento era cómo solucionar aquel desastre. No había tiempo que perder y, cuando la catedral se quedó vacía, se quitó la casulla y se dirigió al palacio de Sotoñal, donde encontró a Mariana con la cara desencajada.
—Alejandra nos oyó a Jaime y a mí hablando de mi hija. No sé qué oiría, pero se puso tan furiosa que creo que debe de saberlo todo.
—¿Lo del embarazo también?
—Eso no. Si lo supiera, estaría aquí tratando de llevarse a María Francisca.
—Lo mejor sería que se alejasen de Toledo hasta que se aplaque la tormenta.
—Ya lo había pensado, pero estoy segura de que María Francisca se escapará si me la llevo de aquí. De la boda, por supuesto, no quiere ni oír hablar. Podríamos irnos a Mallorca durante un tiempo, allí conservamos algunas amistades de mi padre.
—En Mallorca las conocen a ustedes demasiado. Enseguida correría la voz del embarazo. No creo que sea una buena idea. Conozco un lugar magnífico para esconderlas hasta que nazca la criatura. Yo me encargaré de convencer a María Francisca. Usted ordene que les preparen ropa de abrigo.
—¿Y qué haremos con el niño?
—Eso déjelo de mi cuenta.
Acto seguido, don Ramón se dirigió al gabinete de María Francisca y llamó a la puerta con los nudillos. La joven estaba llorando en brazos de Shishipao. El sacerdote despidió a la doncella y le pidió a la joven que lo acompañase al jardín, donde la conminó a que fuese razonable. Si insistía en no bendecir a aquel niño con el santo sacramento del matrimonio, no podía tenerlo en Toledo. María Francisca tenía el deber de salvaguardar la honra de la familia. La heredera de la casa de Sotoñal no podía aparecer ante todos como una pecadora.
—Pero yo no he pecado, padre.
—¿Acaso no somos todos pecadores? El pecado también está en las almas soberbias que no buscan soluciones.
Y le habló del bebé, del daño que sufriría una criatura inocente si su madre no lo protegía de las murmuraciones que nadie podría evitar y que le señalarían con el dedo.
—Al menos, deberías concederle a tu hijo la apariencia de que pertenece al seno de una familia cristiana.
Xisca le miró sorprendida. No comprendía adónde quería llegar el sacerdote. No le había hablado del perdón que debía concederle a Jaime, ni de la infinita bondad de Dios, ni de la vergüenza que sentía Mariana. Y por primera vez desde que habían comenzado la conversación, María Francisca percibió las palabras de su confesor como si su único propósito fuese ayudarla.
—Sería tan fácil —continuó don Ramón bajando la voz— como desaparecer hasta que naciera el bebé y volver convertida en viuda al cabo de un año, con un hijo póstumo. ¡Eso sí, nadie debe saberlo nunca, ni siquiera Shishipao!
Xisca se acarició la tripa con los ojos cerrados y se imaginó volviendo a Toledo de luto, con su bebé en los brazos y la vida por delante.
Esa misma tarde, la joven se vistió con ropas de viaje y subió al Mercedes Benz que la llevaría a un caserío cercano a Durango, donde daría a luz a los hijos que nunca llegaría a conocer.
Se trataba de un antiguo caserío situado en las estribaciones de un monte que guardaba una antigua leyenda sobre brujas. Los propietarios lo tenían arrendado a un medianero que don Ramón conocía de sus años de seminario y que había abandonado los hábitos para casarse.
Una partera de la confianza de don Ramón atendería a María Francisca en el embarazo y en el parto, y se encargaría después de los pormenores relacionados con el destino del niño. Ya había acudido a ella en otras ocasiones, y la mujer sabía mantener la boca cerrada.
Había que asegurar la honra de la casa de Sotoñal. Nadie se creería la historia de la viudez con la que había convencido a María Francisca para evitar murmuraciones. La única solución posible sería hacerle creer que el niño no había sobrevivido al alumbramiento y darlo en adopción.
A última hora de la tarde, el mismo día en que cumplía los diecisiete años, María Francisca subió al Mercedes que la conduciría al primer escalón del infierno; y nadie, ni siquiera Shishipao, de quien se separó con lágrimas en los ojos, sabría dar noticias suyas durante los meses siguientes.
Debido a que las molestias del embarazo comenzaron nada más subir al automóvil, el viaje hasta Durango duró cerca de tres días. No pasaba media hora sin que el chófer tuviera que detenerse en la cuneta para que María Francisca expulsara hasta los últimos ácidos del estómago.
Llegaron a Durango al atardecer de la tercera jornada de viaje. Los guardeses y la partera los esperaban en el caserío con un caldo caliente y una marmita de bonito con patatas.
María Francisca intentó probar una cucharada, pero su estómago la rechazó antes de que le pasara de la garganta, y dejó los cubiertos sobre el plato. Necesitaba tumbarse; le dolían tanto los riñones que le parecía que el cuerpo se le iba a partir por la cintura, así que insistió en retirarse a descansar.
La partera, a quien todos llamaban por el sobrenombre de Lula —un diminutivo de Luciana que ella misma se puso cuando era pequeña—, la acompañó hasta una alcoba situada sobre el hogar de la cocina, la más templada de la casa.
En contraste con el clima que habían dejado en Toledo, otoñal pero luminoso, la comarca del Duranguesado las recibió con una lluvia fina que calaba hasta los huesos. Tal era la humedad que cuando Xisca se metió entre las sábanas, a pesar de que la partera les había pasado una y otra vez el calientacamas de cobre, las sintió como si las acabasen de pulverizar para facilitar el planchado.
El resto de la semana lo pasó dormitando y tratando de recuperarse del viaje. Lula le preparaba tisanas y brebajes milagrosos para asentarle el estómago, pero su cuerpo lo rechazaba todo. Sólo después de quince días logró retener un sorbito de caldo de gallina que la guardesa había cocido a fuego lento, espumando la grasa para hacerlo más digestivo, y consiguió levantarse de la cama. No obstante, apenas abandonaba su cuarto. Sólo bajaba a la cocina de vez en cuando y se sentaba junto a la chimenea, donde Lula le contaba leyendas locales y vigilaba el volumen de su tripa, que aumentaba de forma exagerada.
La leyenda que más le gustaba era la de la bruja Mari, la dama de Amboto —o Anboto, como escribían los habitantes de la zona—, la reina suprema de la antigua religión vasca.
Según la tradición, la diosa Mari había dado a luz a dos hijos. Uno de ellos representaba el mal y el otro el bien. Cuando las tinieblas inundaban la Tierra, atendiendo a las súplicas de los humanos, dio a luz a otra hija, la Luna, pero la luz de ésta era demasiado débil para luchar contra el mal y los humanos volvieron a suplicarle a la diosa que los ayudase. Entonces alumbró a otra hija, el Sol, que los antiguos vascos representaban como una deidad femenina. Y de esta manera surgieron el día y la noche, la claridad y las sombras que acompañaban a María Francisca mientras su cuerpo se hinchaba cada día más y más sin atender a las cuentas sobre los meses de embarazo que llevaba.
Mari condenaba la mentira, el robo, el orgullo, la falta de palabra y otros defectos relacionados con el respeto y la ayuda a los demás; tampoco soportaba que nadie se colase en sus cuevas sin permiso. La de Supelegor, la de Anboto y la sima de Lanurrarri eran tres de las cavernas donde solía esconderse. Su preferida era la de Anboto, conocida como la Marirenkoba —la cueva de Mari—, situada en la cara este de un monte de más de mil metros de altura, en una pared vertical que podía divisarse desde la ventana de la alcoba de María Francisca tras una extensión inmensa de bosques cuajados de hayas y de robles, el árbol sagrado de la provincia de Vizcaya.
Lula le contó la leyenda de Mari con todo lujo de detalles. Pero lo que más impresionaba a Xisca era que la diosa se peinaba su larga cabellera rubia con un peine de oro y, cada siete años, cambiaba de cueva montada en un carro de fuego que generaba un estruendo terrible. Una vez en su nueva morada, se materializaba en forma de neblina.
—Ahora debe de estar en la cueva —le decía Lula—. ¿No ves la corona de niebla que hay en la cima?
Y Xisca se pasaba las horas fantaseando con las historias que le contaba la partera. Imaginaba a la madre de Mari, una mujer estéril que hizo un pacto con el diablo para que le concediera el deseo de ser madre. A cambio, antes de que la criatura cumpliese veinte años, Satanás volvería a por ella para llevársela consigo. Cuando llegó el momento, la madre construyó una urna de cristal para protegerla, pero el diablo la rompió y se llevó a Mari a la cueva de Anboto, y así se cumplió un trato que convirtió a la mujer estéril en fértil, y al diablo en un ladrón.
Y así pasaron los meses, entre leyenda y leyenda, mientras su vientre aumentaba mucho más de lo que debía.
En torno al quinto mes, ya no podía verse sus propios pies ni levantada ni acostada.
—Esto no me gusta, señora —le dijo Lula a Mariana a escondidas—, estaría por jurar que vienen dos.
Mariana le contestó alarmada.
—¿Habrá algún problema?
—El parto será complicado. Tiene el cuerpo muy tierno. No le diría yo que no tendríamos que avisar al doctor. Sé de uno que no abriría la boca si la señora lo compensaría bien.
—Le compensara —la corrigió Mariana, que se pasaba la vida tratando de que sus anfitriones utilizasen bien el subjuntivo.
—Usted me entiende, señora; no se empeñe en adornarnos, que para adornos ya están las flores.
Mariana se disculpó con un gesto y continuó preguntando.
—¿Y los padres adoptivos?
—De ésos no tiene que echar usted cuentas. Estarían encantados si añadirían uno más a la familia. ¿Llamamos al médico, pues?
—Hágalo; pero sepa que la haré a usted responsable de cualquier indiscreción.
—Descuide, señora. Es de fiar. Ha venido conmigo muchas veces para lo mismo.
Llamaron al médico cuando parecía que la tripa de María Francisca iba a estallar. Aún no había cumplido el octavo mes de embarazo. El peso le oprimía la pelvis produciéndole un dolor agudo e insoportable. Hasta tal punto sufría que, cuando llegaron las primeras contracciones, no las identificó. Ella se sujetaba el vientre gritando sin saber de dónde le venían los dolores.
—Es posible que Lula tenga razón —dijo el doctor después de pegar su oreja al abdomen brillante y endurecido de la embarazada—. Me ha parecido escuchar dos corazones.
Xisca estaba empapada en sudor. Hacía horas que su cuerpo de diecisiete años se había rebelado contra lo que le estaba sucediendo.