Authors: Inma Chacón
Xisca se abrazó a ella llorando sin poder hablar, sintiéndose culpable por no haber gritado más fuerte y no haberse resistido mejor a su peso. Y así continuó hasta su muerte, llena de culpa, sin atreverse a contarle a nadie su vergüenza.
Cuando faltaban unos días para trasladarse al cerro del Emperador, con motivo de la boda de Alejandra, Mariana entró en la habitación de María Francisca y cerró la puerta con cerrojo.
—Creo que no has echado a lavar tus paños de este mes.
María Francisca se incorporó en la cama y no supo qué contestar. Su madre fiscalizaba sus paños todos los meses desde que había comenzado a menstruar. A veces se le retrasaba y otras se le adelantaba, pero su madre nunca le había hecho ninguna observación.
—Sé lo que pasó en el jardín —continuó Mariana—, Jaime me lo ha contado. Pero cumplirá con su deber. Ya he hablado con don Ramón para que organice la boda después de la de Alejandra. Todavía hay tiempo para que sea una ceremonia como te corresponde. Hasta dentro de un par de meses podremos disimularlo. Te encargaré un vestido en línea princesa, que se han puesto muy de moda.
La frialdad de su madre la horrorizó. Ni siquiera había hablado de ultraje ni de traición ni de vergüenza.
—No voy a casarme, madre.
—No te preocupes. Nadie sabrá el motivo. Jaime está totalmente de acuerdo. Anunciaremos la boda en el banquete de Alejandra.
—No voy a casarme.
Y, entonces, Mariana se acercó a su cama e hizo algo que no había hecho desde que Xisca tenía dos años: la rodeó con sus brazos y le acarició la espalda dándole pequeños golpes, como si tratase de consolarla.
—¡Piensa en el bien de ese niño! Jaime te quiere y es su padre...
Durante un instante, Xisca creyó que los milagros existían. Aquel arrullo la envolvió en un halo de ternura que estuvo a punto de arrancarle las lágrimas. Pero su madre continuó hablando para sacarla de su error.
—¡Es un buen hombre! Ya lo comprobarás. Seguramente, tú le hiciste creer que podía ir más lejos de lo que debía. Pero ya está hecho. Y ahora, tal y como estás..., usada..., ya no encontrarás otro hombre que te acepte. ¿No lo comprendes, querida mía?
Xisca sintió otra vez la vergüenza y el asco recorriéndole el cuerpo. Se apartó de los brazos de su madre y se levantó, obligándola a ella a ponerse frente a frente. Y, entonces sí, se echó a llorar.
—¿De qué estás hablando?
—¡No te pongas tan melodramática, querida! A veces las mujeres no medimos nuestro descaro y damos pie a que sucedan estas cosas.
—¡No sigas, madre!
—¡Está bien! ¡Cálmate! Continuaremos hablando en otro momento. No hay por qué precipitarse.
Y Mariana le concedió una tregua de tres días en la que no volvieron a hablar del asunto. Al cuarto día, la acompañó a la catedral y le dijo que don Ramón la esperaba en el confesionario.
Después de darle la absolución, el sacerdote le entregó una carta de Jaime en la que le pedía que le perdonase y se casase con él.
—Te está esperando en la sacristía. Lo he confesado antes que a ti. No tienes la obligación de hablar con él si no quieres, pero la criatura que llevas en tu vientre tiene derecho a nacer en un matrimonio bendecido por Dios.
—Pero, padre...
—No hay peros, hija mía. En su infinita misericordia, Dios acaba de perdonarle todos sus pecados. ¿Acaso vas a ser tú más implacable que él? ¿No le llamarías a eso soberbia?
—Pero... yo no...
—¡Piensa en el niño! Yo sé que tú eres pura y compasiva. Ahí al lado hay un hombre arrepentido que espera ser perdonado, y tú llevas a su hijo en tu seno.
—Don Ramón, yo...
—No tienes que decidirlo en este momento si no te sientes capaz. Yo hablaré con él y le diré que tenga paciencia contigo. Ahora vete, hija mía. Reza diez padrenuestros pensando bien en lo que dices y que Dios te bendiga y te ayude a tomar la decisión que más te santifique.
Mariana la esperaba en su reclinatorio, en actitud de rezar. Xisca se arrodilló en el suyo y se tapó la cara con las dos manos para cumplir su penitencia.
Aún no había terminado el último padrenuestro, cuando sintió a su lado la presencia de don Ramón.
—¡Ven conmigo, alma de Dios! —Y la condujo hasta la capilla de los Reyes Nuevos, donde Jaime lloraba arrodillado ante la tumba de la reina Leonor—. ¡Míralo! No hay nada como las lágrimas para limpiar un alma arrepentida. Me ha prometido que te hará la mujer más feliz del mundo si se lo permites, pero, si no quieres casarte, reconocerá al niño de todos modos y confesará su ofensa en público para que nadie vuelva a mirarlo a la cara.
María Francisca se estremeció. Su madre los había seguido y, al escuchar las palabras del sacerdote, se mostró escandalizada.
—Pero..., padre..., ¿no sería eso una afrenta mayor para ella? ¿Cómo va a sentirse, la pobre, si todos conocen su ultraje?
—¿Y cómo se sentirá cuando la señalen con el dedo por un pecado que no es suyo? Ya falta poco para que las consecuencias sean evidentes, y mejor ultrajada que pecadora, ¿no cree, señora marquesa?
María Francisca volvió a sentir que todos hablaban por ella sin tenerla en cuenta. Jaime seguía llorando delante de la reina Leonor, con los codos apoyados en el reclinatorio y la cabeza entre las manos. La luz de las vidrieras convertía el aire de la catedral en haces de polvo iluminado. Olía a incienso y a cirios encendidos y, a pesar de que en el exterior se sufría el calor de los últimos coletazos del verano, en la capilla hacía tanto frío que María Francisca se puso a temblar como si estuvieran en pleno febrero. Su madre le pasó una mano por el hombro sin dejar de sujetarle el brazo.
—¡Tranquila, querida! Todo tiene solución.
A partir de ese momento, Mariana le hizo creer que la decisión era suya y de nadie más. Y a ella comenzaron a abrumarla las dudas: el pecado o el ultraje.
El arrepentimiento de Jaime. Don Ramón. Su madre. «¡Piensa en el niño!» Su cuerpo contra la hierba. Sobre la hierba. Entre la hierba. Su cuerpo desnudo en el agua helada. «Padre nuestro que estás en los cielos.» El niño. La luna. Casiopea. «Como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» La soberbia. La infinita misericordia de Nuestro Señor. «No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.» La culpa, el perdón y la penitencia.
Mariana la trataba como si estuviese enferma. Le llevaba ella misma el desayuno a la cama y la colmaba de atenciones.
—No te preocupes, todo se arreglará.
Y don Ramón le transmitía los recados de Jaime, repletos de remordimientos y de promesas. El joven se había alojado en un hotel a la espera de que el resto de la familia Sánchez Mas llegara desde Valencia para asistir a la boda de Alejandra, momento en que se trasladaría al palacio de Sotoñal, tal y como estaba acordado. Para entonces, Mariana y María Francisca se habrían marchado ya al cerro del Emperador para pasar allí la semana previa al enlace.
A veces, María Francisca le veía en la catedral rezando en la capilla de los Reyes Nuevos con la cabeza hundida entre las manos. Mariana le miraba siempre con disimulo y le susurraba a su hija:
—Está tan arrepentido que se está consumiendo. ¿No le ves mucho más delgado?
Y, al mirarlo, a Xisca se le escapaba un segundo de debilidad que iba alimentando sus dudas.
Una tarde, Mariana la llamó a su gabinete y le ofreció una taza de té. Sólo faltaban dos días para que se reunieran con Alejandra y Munda en el cigarral.
—¡Querida! Hace tiempo que me ronda una idea que quisiera comentarte. Verás, no quisiera que me interpretases mal, pero creo que tus tías no deberían saber nunca lo que ha sucedido. Imagínate a la pobre Alejandra. Jaime va a ser su cuñado, deberíamos evitarle esa tensión, ¿no crees? Y si, finalmente, decides casarte con él, con mucha más razón. Todo debería quedar entre vosotros. Por mi parte, desde luego, nadie sabrá nunca nada. ¡Y qué decir de la tía Munda! Es capaz de provocar un escándalo y ponerte en boca de todo Toledo sin necesidad. Al fin y al cabo, si hay boda, el niño nacerá sietemesino y fin del problema, ¿no te parece?
A María Francisca se le hizo un nudo en la garganta. Recordar aquella noche la hacía temblar y le revolvía el cuerpo hasta la náusea. Ni siquiera podía hablar de ello con Shishipao, con la que tenía más confianza que con cualquiera de sus tías, así que aquella conversación, que le devolvía los recuerdos que trataba de anular, resultaba totalmente inútil, y su madre lo sabía. Estaba claro que su propósito era otro, de manera que dejó hablar a la marquesa sin interrumpirla para averiguar hasta dónde quería llegar.
—También he pensado que, decidas casarte o no, podríamos informar a tus tías de que Jaime te pretende. Así no se sorprenderán de la rapidez de la boda, en caso de que se produzca. Estoy segura de que ellas estarán encantadas con la idea y podrán ayudarte a decidir. ¿Qué te parece?
Xisca suspiró. Estaba convencida de que su madre ya tenía pensada una estrategia para convencer a sus hermanas de la conveniencia de la boda. Daba igual lo que ella contestase. Le pareciese bien o mal, la marquesa no pararía hasta que sus hermanas la apoyasen, aunque fuese sin saberlo. Con Alejandra no tendría problemas: estaba tan enamorada de Jorge que pensaría que Jaime le iba a dar a su sobrina la misma felicidad que su hermano le daba a ella. Pero Munda sería más difícil de manipular, jamás trataría de influir en su decisión si sospechaba que tenía dudas. Y las dudas eran lo único que tenía claro en todo aquello. Un mar de dudas en el que parecía ahogarse.
—No te preocupes —continuó Mariana—, te prometo que no les hablaré de Jaime sin tu consentimiento.
Pero María Francisca sabía que a su madre le faltaría tiempo para romper aquella promesa.
Dos días más tarde, las cuatro se encontraban sentadas a la mesa del comedor del cerro del Emperador.
Habían pasado doce años desde la última vez que Mariana, sus hermanas y su hija compartieran mesa y mantel. El encuentro con Munda se había desarrollado tal y como era de esperar: frío pero cortés. A Mariana no le interesaba provocar ningún altercado no sólo porque deseara sinceramente la felicidad de Alejandra, sino porque tenía que poner sus cinco sentidos en conseguir que sus hermanas la ayudasen sin que se dieran cuenta de que lo estaban haciendo.
Acababan de servir los postres cuando una doncella se acercó a Mariana y le susurró algo al oído que le dibujó en la cara un gesto de asombro y en los labios una sonrisa enorme.
—Parece que alguien va a recibir una sorpresa —comentó mientras le señalaba a la doncella la puerta del comedor—. ¡Tráelo!
Al cabo de unos segundos, la doncella regresó con un ramo de rosas rojas que casi le tapaba medio cuerpo. Alejandra, al verlo, se levantó de la mesa y fue corriendo hacia él.
—¡Dios mío! ¡Es precioso! Debe de ser de Jorge.
Pero cuando cogió el sobre que estaba prendido con un alfiler en uno de los tallos, se volvió hacia la mesa y se lo extendió a su sobrina con una exclamación.
—¡Xisca!
María Francisca lo cogió sin alterarse y lo dejó encima de la mesa. No era el primer ramo espectacular que recibía en los dos últimos meses, cada cual más grande y ostentoso y todos acompañados por una tarjeta con idéntica frase: «Dime que sí, y cada mañana del resto de tu vida será una primavera llena de rosas.» Su madre mantenía la sonrisa mientras Munda y Alejandra se miraban extrañadas ante la reacción de su sobrina. Durante un momento, se hizo un silencio que las tres esperaban que la destinataria del ramo rompiese, pero ésta continuaba muda, hierática, como si aquellas flores no tuvieran nada que ver con ella.
—¿Qué os parece? —dijo por fin Mariana, confirmando las sospechas de su hija con respecto a la validez de sus promesas—. ¿No es maravilloso? ¡Nuestra pequeña María Francisca tiene un pretendiente!
Munda miró a Xisca buscando en sus ojos la razón por la que no abría el sobre, que continuaba encima del mantel, blanco y cerrado.
—Pero parece que el joven no es correspondido. ¿No es así, Xisca?
Durante un instante, el rostro de María Francisca se iluminó con un gesto en el que se mezclaban la esperanza y el alivio. Sabía que Munda no caería en las trampas de la marquesa por muchos ramos exagerados que Jaime le enviase. Pero aquella sensación sólo le duró un segundo, el tiempo que su madre tardó en contestar a Munda en un tono tranquilizador:
—¡Sólo está confundida! Es la primera vez que alguien se interesa por ella. A mí me parece que es demasiado joven para comprometerse, pero, por supuesto, es ella quien tiene que decidir.
—¿Demasiado joven? —preguntó Munda, sospechando que Mariana tenía más interés en aquel asunto del que pretendía aparentar—. Dentro de cuatro días cumple diecisiete años. ¿No es ésa la edad a la que tú te comprometiste?
—¡No es lo mismo, querida! Los tiempos han cambiado. ¡Mira a Alejandra! ¡Va a casarse con veintisiete! En mi época, eso sería del todo impensable. Los hombres no se casaban con mujeres añosas.
—¡Y ahora también lo es! —repuso Munda alzando la voz—. Alejandra es una excepción; ella ha preferido formarse antes de casarse. ¿Cuántas mujeres conoces que hayan ido a la universidad como ella?
—¡A ninguna! Pero tampoco conozco a ninguna como tú, que con treinta y cinco siga esperando a su prometido.
El ambiente se estaba caldeando de tal forma que Alejandra decidió intervenir, puesto que temía que la idea de reunir a sus hermanas fuera un fracaso absoluto desde el primer día.
—¡Está bien! ¡Que esto no se convierta en una discusión! Está claro que ninguna somos ejemplo de nada. —Y miró a Xisca sonriendo—. ¿Nos dirás al menos quién es?
A María Francisca no le dio tiempo a contestar. Como tantas otras veces, su madre tomó la palabra por ella, exultante de entusiasmo.
—¡No te lo puedes imaginar! —Y se volvió hacia su hija tras ver la cara de Munda, que no podía ocultar su malestar ante los acosos a los que Mariana solía someter a la joven—. Pero no seré yo quien os lo diga. Le he prometido a María Francisca que no diré nada si ella no quiere.
Entonces, se levantó de su silla, se colocó detrás de su hija y la rodeó con los brazos para asombro de todas.
—Lo que sí puedo deciros es que la quiere de verdad. Y que se lo demuestra día tras día como un corderito asustado. —Y la besó en la mejilla—. ¿No es así, querida? No he visto nunca a un joven tan entregado.