Tiempo de arena (21 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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Mariana volvió a mirarla para forzarla a dar su opinión y, a pesar de que resultaba evidente que Xisca no se sentía a gusto con el tema, continuó hablando sin importarle que la estuviera incomodando.

—A Xisca, sin embargo, le encanta su mote. Se lo puso mi hermana Munda, que nació en Palma de Mallorca; allí es muy común. Ya la conocerán en otro momento. Hoy no ha podido venir. Es una persona muy especial, por decirlo de alguna manera. Alejandra, como imagino que les habrá contado Jorge, nació en Alejandría, por eso lleva ese nombre, en honor a la ciudad. Y yo en Toledo. Mi hija nació en Manila, cuando las Filipinas aún formaban parte de la Corona. Pero tenía tres años cuando nos trasladamos aquí, y de eso hace catorce. Se puede decir que Xisca ya es tan toledana como yo, ¿verdad, querida?

María Francisca bajó la cabeza avergonzada. No estaba acostumbrada a ser el centro de atención de la mesa, y mucho menos de su madre, quien insistía en abochornarla ante los recién llegados.

—¡Perdónenla! Es tan tímida que a lo mejor se levantan ustedes de la mesa sin conocer su tono de voz —comentó mirando a los hermanos Sánchez Mas para buscar su complicidad.

De no haber sido porque Alejandra intervino para sacarla del aprieto en que la había colocado su madre, Xisca habría terminado por esconder la cabeza dentro de su caparazón y habría continuado en silencio durante toda la velada. Pero el quite de Alejandra, que se dirigió a sus invitados sonriendo como si Mariana estuviera de broma, le dio la oportunidad de desmentir a la marquesa.

—No le hagan caso a mi hermana. A ella le encanta hablar por Xisca, pero sería incapaz de seguirle una conversación si su hija se lo propusiera.

Xisca sintió como todas las miradas se dirigían hacia ella. En ese momento, le habría gustado desaparecer, hacerse invisible y abandonar el comedor. La pierna derecha le temblaba como una hoja. No sabía si a su voz le ocurriría lo mismo si lograba sacarla de la garganta y, aunque lo consiguiese, se sentía tan humillada por su madre que no estaba segura de llegar a hilar una frase. Sin embargo, no podía quedarse callada; si lo hiciera, no encontraría fuerzas en toda la noche para levantar los ojos del plato.

—Gracias, Nana, pero nunca me propondría que mi madre no pudiese seguir mi conversación.

Mariana se echó a reír y continuó con el tema de los apodos, como si decir Nana en lugar de Alejandra hubiera sido lo único importante que había apuntado su hija.

—¿Se dan ustedes cuenta? Aquí nadie se llama por su nombre. Como habrán podido comprender, Nana es Alejandra. Pero hay más, Munda se llama Esclaramunda, como la primera reina de Mallorca; y a la niñera, que se llama Shishipao, la apodan Pao-Pao. A la única que llaman por su nombre es a mí. No sé si tomármelo como un agravio.

Y miró a sus invitados levantando su copa para dar la conversación por terminada.

—¡Pero dejemos de hablar de naderías! ¡Creo que deberíamos brindar por los novios! ¿No les parece?

La cena continuó con un brindis detrás de otro. Las doncellas entraban y salían con los platos que los mozos de comedor, vestidos con uniforme de gala, servían y retiraban de la mesa.

De vez en cuando, Jaime se dirigía directamente a María Francisca para que le hablase sobre las maravillas de Toledo y acompañaba cada frase con una galantería; ella le contestaba disimulando su nerviosismo, ante la mirada satisfecha de su madre, que no desaprovechó la oportunidad para ponerla en un nuevo compromiso.

—¿Por qué no le enseñas tú la ciudad, querida?

A Xisca le horrorizó la idea, no se imaginaba una mañana entera tratando de controlar su timidez; pero antes de que pudiera negarse, Jaime se mostró entusiasmado.

—¡Se lo ruego, señorita Xisca, me haría usted un gran honor! Si le parece, podríamos ir juntos a misa. Así me enseña primero la catedral.

A la cena también había sido invitado don Ramón, quien se excusó para poder incorporarse a los postres, debido a que tenía que sustituir al obispo auxiliar en unas diligencias.

Desde que había llegado el confesor, Xisca había observado que Mariana no dejaba de hacerle señas a éste para que se fijase en el hermano del novio. Don Ramón no había necesitado mucho más para comprender que Mariana le veía con buenos ojos para su hija y le devolvía la mirada como si estuviera diciendo que no podía estar más de acuerdo. Aquel joven parecía un buen partido. Rico, educado y fervoroso de Dios.

Y, como si todos se hubieran confabulado para que ella no abriera la boca, a pesar de los esfuerzos que estaba haciendo por todo lo contrario, don Ramón se adelantó también a su respuesta.

—¡Me parece una idea excelente!

A María Francisca se le hizo un nudo en el estómago.

—Lo siento, perdónenme, pero no conozco Toledo como para hacer de guía.

Mariana hizo un gesto de desagrado, como si su hija acabase de cometer una incorrección, y se mostró impaciente con ella.

—Pero ¡qué tonterías se te ocurren! ¡Cómo no lo vas a conocer! Si llevas aquí toda la vida...

—¡No hay problema! —exclamó don Ramón—. Yo podría acompañarlos.

Don Ramón era una prolongación de los ojos de su madre. Desde que María Francisca saliera del Colegio de Doncellas Nobles, él se había ocupado de su educación, pero, sobre todo, se había preocupado por conocer al detalle cada uno de sus pensamientos. Era como si su mente fuese transparente para él. Sabía cuándo estaba intranquila, triste o alegre sólo con mirarla de lejos. No era algo que a Xisca le molestase; al contrario, el sacerdote había sido siempre para ella un refugio, un confidente que no podía desvelar sus secretos. Por supuesto, informaba a su madre de todos sus pasos, pero aquello que le confiaba a través de la confesión permanecía intacto, guardado exclusivamente para ellos dos. Ni siquiera Shishipao la conocía mejor que él. Su niñera gozaba de toda su confianza, pero había cosas que no podía contarle, porque la harían sufrir igual que sufría ella.

María Francisca conocía la animadversión que Munda sentía por el sacerdote y viceversa, pero con ella había sido siempre un hombre delicado y afectuoso, con la distancia que le imponía su condición de clérigo, pero con la cercanía que le permitía su amistad con la casa. Nadie mejor que él conocía su dolor por no sentirse querida por su madre, su soledad, su necesidad de encontrar el afecto —al margen del que le prodigaban Alejandra, Munda y Shishipao— y su sueño de que algún día encontraría al hombre que la quisiera como era: introvertida y solitaria, mediocre, ensombrecida por la fuerte personalidad del resto de las mujeres de la familia.

Don Ramón la miró desde el otro lado de la mesa en busca de su consentimiento. María Francisca estaba segura de que su confesor ya había notado cómo le temblaba el alma tratando de parecer indiferente a las atenciones que Jaime no dejaba de dedicarle, a sus miradas y a su galantería.

Alejandra y Jorge habían comenzado una conversación al margen con los padres de éste, a la que enseguida se unió Mariana para cederle a don Ramón la cuestión de la visita a Toledo. Los novios hablaban de la boda, los más de trescientos invitados, las obras que Mariana se encargaría de supervisar en el palacio del Madrid de los Austrias para que los recién casados pudieran ocuparlo a la vuelta de la luna de miel y de otros detalles menores.

Mientras tanto, Jaime y don Ramón no dejaban de apremiar a María Francisca para que aceptara acompañarlos en la visita a Toledo y, finalmente, a ella no lo quedó otro remedio que claudicar.

—¡De acuerdo! ¡Si insisten...!

En aquel momento, Mariana, que había estado atenta a las dos conversaciones de la mesa, la interrumpió levantando su copa y dirigiéndose a todos los comensales.

—¡Tengo una idea mejor! Supongo que a los padres de Jorge también les gustaría conocer Toledo. ¿Por qué no vamos todos?

Y pidió un brindis por la visita turística.

El novio le entregó a la novia una pulsera de brillantes y zafiros engastados en oro blanco, que todos admiraron mientras se la colocaba en la muñeca; ella le regaló a él unos gemelos de ágata que Mariana se había encargado de elegir en la mejor joyería de Toledo.

La velada terminó con un recital de piano a cargo de María Francisca.

En el salón de música, que guardaba una colección de instrumentos digna de un museo, la joven se sentó delante de un piano de cola y comenzó a transformarse en otra persona. No fue su mejor interpretación de la
sonata número dos
de Chopin, pero le sirvió para concentrarse en sus notas y evadirse del resto.

El piano siempre había sido para ella su mejor aliado, como la pintura y las novelas románticas. Su abuela le enseñó los primeros acordes, pero, al comprobar las dotes que demostraba la niña, enseguida contrató a un profesor para que desarrollara el don que Dios le había puesto en las manos.

María Francisca encontró en sus cuerdas el instrumento con el que expresar todo lo que no se atrevía a transmitir más que con sus dibujos.

Con el piano gritaba, lloraba, reía, protestaba por la vida monótona que le había tocado en suerte y soñaba con que huía de ella.

Jaime Sánchez Mas miraba extasiado la transformación de la joven. Se entregaba a la música con la misma candidez con la que había soportado las impertinencias de su madre, pero con tal pasión, con tal recogimiento, que si el propio Chopin pudiera escucharla, se sentiría orgulloso de sonar en sus dedos.

En un aparte, al final de la sala de música, Mariana y don Ramón contemplaban la escena entre miradas cómplices, rodeados de estanterías donde se exponían los laúdes, ocarinas, armonios, pífanos, guitarras, flautas, violines y demás instrumentos que la familia había ido acumulando a lo largo de varios siglos, una arpa barroca del siglo XVII incluida. La pieza estrella de la colección era un órgano portátil del siglo XV cuyo fuelle se accionaba con una mano mientras con la otra se tocaba el teclado. Se lo había comprado un antepasado de Mariana a unos saltimbanquis que solían utilizarlo en sus pasacalles y en algunas procesiones. Aquel órgano había sido el causante de la afición de don Francisco a aquel tipo de instrumentos.

En un lateral de la sala había un armario biblioteca en el que se guardaba una colección de partituras antiguas, desordenadas y sin catalogar, entre las que se encontraban ejemplares de un valor incalculable.

Cuando María Francisca terminó su recital, mientras recibía el aplauso entusiasmado de los Sánchez Mas y de Alejandra, la marquesa se dirigió al sacerdote bajando el tono de voz.

—¿Alguna novedad con el obispo, don Ramón?

—Todo va según lo previsto.

—Entonces ¿le veremos pronto tocado por el solideo violeta?

—Paciencia, Mariana, el tiempo es nuestro mejor aliado. Hay que dejarle que haga su trabajo.

—¿Quizá para la próxima boda? —añadió Mariana guiñándole un ojo y mirando a su hija.

—Es usted terrible, señora marquesa. ¡Ay de la diana a la que dirige sus flechas!

—¿No irá a decirme que no está de acuerdo en la elección?

—¡Al contrario! Me complace tanto como a usted.

29

Mariana, Xisca, Alejandra y sus invitados recorrieron Toledo, con don Ramón como cicerone, después de oír la misa de las nueve en la catedral.

La visita arrancó en la nave central del templo, donde don Ramón les habló de los orígenes de aquella joya medieval, compuesta de cinco naves, que había tardado más de dos siglos en construirse.

—¡Señores! Estamos ante el más claro ejemplo de arquitectura gótica. El edificio más grande que se construyó en la Península en su época. Sepan ustedes que fue construido a principios del siglo XIII sobre los restos de la mezquita central.

Mariana se había colocado junto a don Ramón. Alejandra y Jorge caminaban tras ellos colgados del brazo, seguidos por los padres de Jorge, y Jaime y María Francisca cerraban el grupo.

—En sus tiempos —continuó el coadjutor—, la mezquita se levantó sobre el solar que había ocupado la iglesia de los primeros reyes visigodos.

El sacerdote se mostraba orgulloso y, entre explicación y explicación, los guió por las numerosas capillas que albergaba el templo. En la de los Reyes Nuevos, mientras el clérigo les hablaba de la sepultura de la reina Leonor de Aragón, arrodillada en actitud de rezar, Jaime se acercó al oído de Xisca y le señaló la estatua funeraria.

—Tiene las manos tan delicadas como tú. Seguro que hubiera podido tocar el piano con la misma destreza.

María Francisca se ruborizó, pero no por el tuteo ni por las palabras de Jaime, que ya había alabado el día anterior su forma de tocar, exagerando sus virtudes como pianista, sino porque el cosquilleo de su voz en el oído le había producido un estremecimiento que no había experimentado nunca. Fue como una especie de espasmo muscular, un estallido cuya onda expansiva invadió su cuerpo en un segundo y la hizo sentirse llena y vacía al mismo tiempo, sacudida, tocada por el deseo y horrorizada de él.

Leonor de Aragón rezaba de rodillas sobre su sepulcro, joven y hermosa, vestida como para una coronación, mirando hacia el frente. Su rostro parecía tan sereno que se diría que estaba segura de que sus rezos la salvarían de la condenación eterna aunque hubiese cometido todos los pecados del mundo, aquellos de los que don Ramón había tratado siempre de apartar a Xisca.

«No cometerás actos impuros.» «Amarás a Dios sobre todas las cosas.» «No pecarás con el pensamiento ni con el deseo.»

Ni actos, ni pensamientos, ni deseos.

Pero ¿cómo dejar de pensar? ¿Cómo dejar de sentir aquella fuerza que la quemaba por dentro y la enrojecía por fuera?

La comitiva se dirigió hacia la fachada norte, camino de la puerta por la que Alejandra entraría vestida de novia dos meses después. Don Ramón continuó con sus explicaciones mientras Xisca trataba de recomponerse.

—La Puerta del Reloj es la más antigua de las cinco que tiene la catedral; también se la llama Puerta de Chapinería, por conducir a la calle del mismo nombre. ¡Fíjense en la vidriera! Es la más antigua de todas.

La familia Sánchez Mas se maravilló con la visión de los cristales, que tamizaban la luz en un milagro de formas y colores imaginado por el hombre hacía más de seiscientos años. En el momento en que todos levantaron la cabeza para atender las explicaciones de don Ramón sobre los rosetones, Jaime volvió a acercarse a Xisca para hablarle en susurros.

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