Tiempo de arena (18 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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Estaba tan eufórica que hasta se olvidó de preguntarle a Alejandra el motivo de su retraso. Sólo hablaba y hablaba de las expectativas que se abrían para ellas.

—¡En Finlandia se ha aprobado el sufragio femenino! ¡Ya hay tres países donde la mujer puede votar: Nueva Zelanda, Australia y Finlandia! ¿No es fantástico?

—¿Y cómo puede afectarnos eso a nosotros? ¿Has visto el resultado de la encuesta que ha publicado Carmen de Burgos en
El Universal
? De los cuatro mil quinientos encuestados, sólo cien aprobarían el sufragio femenino sin restricciones.

—Así es, pero al menos hay cien, ¡eso es lo importante! ¡El mundo está cambiando, Alejandra, y España no puede permanecer al margen! ¡Mira! —Y le enseñó un periódico que llevaba en las manos.

Se había cumplido, hacía unos meses, el aniversario de un motín en un acorazado, el
Potemkin
, fondeado en el puerto de la ciudad rusa de Odesa, donde los campesinos llevaban a cabo una huelga general. En un artículo del periódico que Munda le mostró a Alejandra, el autor opinaba que al zar Nicolás II no le quedaba otra alternativa que aceptar algunas de las reformas que le pedía el pueblo, como la libertad de opinión, reunión y asociación y la creación de un Parlamento elegido por sufragio; asimismo comparaba la situación con la que se estaba viviendo en España, en cuyas fuerzas armadas había calado el descontento y donde el movimiento obrero estaba consiguiendo organizarse, más unido cada vez, demostrando una fuerza incipiente que se manifestaba a través de la convocatoria de numerosas huelgas.

—¿Lo ves? —continuó Munda—. Alfonso XIII también tendrá que plantearse reformas. Y en ellas tendremos que estar las mujeres.

Alejandra la dejó continuar y aplazó para el día siguiente la conversación que jamás habría querido tener. Necesitaba hacer acopio de fuerzas para romper los sueños de Munda con las noticias que tenía para ella.

Aquella noche, mientras trataba de dormirse, las imágenes de Manuel y de Zhuang se mezclaban en su mente como si perteneciesen a una sola persona. Los dos tenían muchas cosas en común, igual que ella y su hermana. Todos estaban presos; ellos, a causa de un ideal que les había convertido primero en fugitivos y después en prisioneros —Manuel en Manila y Zhuang en un piso de la calle Relatores del que no podía salir—; y ellas, las hermanas Camp de la Cruz, debido a sus sentimientos y a la imposibilidad de experimentarlos en toda su magnitud.

El amanecer la encontró en el duermevela que la había acompañado toda la noche. Cuando Mani murió, Munda y ella adoptaron la costumbre de desayunar juntas en el comedor. Alejandra esperó a que el reloj marcase las nueve y bajó la escalera para encontrarse con su hermana. Había llegado el momento de enfrentarla a la verdad, no podía retrasarlo, porque, si lo hiciera, cada demora le restaría las pocas fuerzas que había conseguido acumular.

Munda la esperaba con el ejemplar de
El Imparcial
abierto por los anuncios telegráficos. Se había suscrito al periódico desde que había empezado a cruzarse mensajes con Manuel, y lo primero que hacía todos los días era abrir la sección en la que, invariablemente, encontraba su anuncio sobre flores de nilad.

Aquella mañana fue igual que las que la habían precedido desde hacía seis años —cinco años, once meses y nueve días, según las cuentas de Zhuang—. Munda le leyó en voz alta el mensaje, un simple anuncio en el que cada palabra cobraba un significado especial. Era como si Manuel le diera los buenos días en cada desayuno y le insuflara con ello el ánimo que necesitaba para vivir en una espera constante.

Alejandra volvió a sentir que le flaqueaban las fuerzas. Aún no había llegado el momento. Quizá debería esperar a que los mensajes dejasen de publicarse. Probablemente, Manuel había enviado el que Munda acababa de leerle antes de caer preso. Es más, seguro que ni siquiera los encargaba a diario. Sabiendo que podían apresarle en cualquier momento, podría haber mandado al periódico varios juntos con la orden de publicarlos por separado y, si era así, aún podrían aparecer dos o tres anuncios más.

Al fin y al cabo, aquella extraña correspondencia siempre había estado marcada por el desfase. Cuando Munda enviaba la contestación a uno de los anuncios de Manuel, sabía que él la leería con al menos un mes de diferencia. Nunca supo cómo le hacían llegar sus amigos los ejemplares del diario a Filipinas —y estaba claro que no utilizaban la vía oficial—, pero el barco que unía las islas con España tardaba más de tres semanas en cubrir el trayecto; luego a ellos, que tenían que utilizar una ruta plagada de vericuetos, debía de costarles mucho más.

Alejandra escuchó el mensaje y decidió que sería preferible esperar a que terminasen de publicarse. Dejaría que pasaran unos cuantos días sin anuncios para que Munda se preocupase y se preguntase la razón. Entonces, la noticia de que seguía vivo, aunque fuera en una cárcel de Manila, supondría un alivio para ella en lugar de un sufrimiento.

Sin embargo, los mensajes telegráficos no dejaban de publicarse. Alejandra dejó pasar una semana, después otra, y otra más, y los anuncios seguían apareciendo.

Durante aquellas semanas, sus sentimientos hacia Jorge se fueron consolidando. Lo sentía a su espalda, mirándola desde la última grada del aula, como una roca contra la que recostarse, un pilar que se mantenía firme en el centro de una estructura que podía venirse abajo al menor contratiempo. Jorge era una isla donde refugiarse de un naufragio; un ancla que la sujetaba a la realidad; un día de sol en medio de la tormenta en la que también crecían sus sentimientos hacia Zhuang.

Estaba tan confundida y desmoralizada que, en más de una ocasión, estuvo a punto de pedirle al futuro abogado que la abrazase y la llenase de besos.

Por otro lado, la mentira que le ocultaba a su hermana la hacía sentirse culpable no sólo por el engaño, sino por la traición que suponía a sus propias convicciones. Siempre había huido de los secretos. Los veía como una cadena, una atadura que podía acabar estrangulando los principios que Munda había tratado de inculcarle desde niña. La fraternidad, la solidaridad, la igualdad y la justicia no podían darse si el silencio se imponía sobre ellas. El silencio es una losa que se arrastra, que aplasta, que pesa. Por eso no había querido volver a ver a Zhuang durante aquellas cuatro semanas, porque también tendría que haberlo mantenido en secreto. Jorge no podía saber nada de sus encuentros con él.

Pero no le quedaba otro remedio que volver al despacho. Sólo él podía saber por qué seguían publicándose los anuncios del periódico. Es más, probablemente sería él mismo quien continuara enviándolos.

El lunes en que empezaba la quinta semana tras su visita a la calle Relatores, en lugar de ir a la facultad, Alejandra tomó el tranvía hasta la glorieta de Atocha y reprodujo el camino que había recorrido con el desconocido del canotié.

En la portería del número 8 de la calle Relatores, María la saludó con expresión de extrañeza.

—El señor Juan está con una visita. No me había avisado que iba a venir usted.

—No importa, María, puedo esperar.

—Lo siento, señorita Alejandra, aquí no va a poder ser. Tengo prohibido dejar pasar a nadie.

—En ese caso, si no le importa, pregúntele a don Juan si tiene algún inconveniente en recibirme. Volveré dentro de una hora.

—Para servirla, señorita.

Alejandra se marchó y se dispuso a dejar pasar el tiempo paseando por el barrio de los Austrias. En una de sus calles, cercana a la colegiata de San Isidro, se fijó en un pequeño palacete de ladrillo rojo que estaba a la venta y soñó con comprarlo algún día y colgar en su fachada su placa de abogado.

Pasada una hora, deshizo el camino y volvió al número 8 de Relatores.

Zhuang la recibió retomando el trato de usted. En un principio, a Alejandra le extrañó el tratamiento, pero enseguida advirtió que no se encontraba solo en el despacho. Le acompañaba una mujer cubierta por una toquilla que la cubría de la cabeza a los pies.

—Encantado de volver a verla, señorita Alejandra —dijo Zhuang a modo de saludo—. Ha llegado usted en el momento oportuno. ¿Podría pedirle un enorme favor?

—Usted dirá.

—Verá, señorita, es un asunto muy delicado y lo entendería si se negase, pero me sería de gran ayuda que cobijase usted a esta mujer en su casa durante unos días.

Hasta aquel momento, Alejandra no había reparado en que la mujer que acompañaba a Zhuang no era otra que la esposa del capataz de Mariana, quien, al igual que María en el tren, ocultaba bajo la toquilla el rostro lleno de moratones.

—¡Santo Dios! ¿Está usted bien?

La mujer no contestó. Era pariente lejana de María y se había enterado de que una organización clandestina ayudaba a las mujeres que se encontraban en su misma situación, soportando los golpes de un marido que previamente las había reducido a la nada.

La mujer del capataz había querido enfrentarse a la marquesa después del accidente de las selfactinas y se había topado con la tortura de un hombre que descargaba en casa toda la rabia que no se atrevía a soltar fuera.

Alejandra se acercó a ella y descubrió que a su espalda se escondía un chico desgarbado y menudo, apoyado sobre una muleta de palo, cuyo rostro también presentaba magulladuras.

—¡Dios mío! ¿A su hijo también?

—También —dijo la mujer rompiendo a llorar—. Cuando se cansa de mí, la emprende con él. Se lo suplico, señorita, ayúdenos. Nos matará si da con nosotros.

Alejandra miró al chico, que le devolvió la mirada con unos ojos enormes y asustados, y contuvo las ganas de llorar.

—¡No te preocupes! En mi casa no os encontrará.

—Será por poco tiempo —añadió Zhuang Shangsheng—. Arriba ya no nos queda espacio. Los sacaremos del país en cuanto arreglemos algunos papeles. Eso sí, nadie debe saber cómo han llegado hasta aquí. Dígale a Munda que se los ha encontrado vagando por las calles. Abajo hay un coche esperando. Por favor, no pierdan tiempo; me pondré en contacto con usted a través de los anuncios telegráficos de
El Imparcial
. Lea detenidamente los de las flores de nilad.

Alejandra le miró a los ojos y confirmó sus sospechas de que era Zhuang el que enviaba los anuncios para Munda.

—Entonces ¿era usted el que publicaba los mensajes?

—Se lo explicaré cuando volvamos a vernos. De momento, olvídese de nuestra conversación del otro día. Se lo ruego, confíe en mí.

Y Alejandra salió del despacho obligada a mantener un secreto más, reforzando así su convicción de que aquello era lo único que podía ofrecerle el falso emperador de China.

Cuando llegó al palacete con la mujer y el hijo del capataz, le mintió a Munda y los escondió en una de las habitaciones de invitados hasta que, una semana después, leyó un anuncio en
El Imparcial
que indicaba que su encierro estaba a punto de terminar.

 

INVERNADERO DE ARBUSTOS DE NILAD con todos los papeles en regla estaría encantado si pudiera atravesar los mares para encontrar a su dueño.

 

Munda leyó el mensaje con el mismo entusiasmo de siempre.

—¿Has visto lo que dice? Si pudiera, atravesaría todos los mares por mí.

Y Alejandra no tuvo otra alternativa que continuar con los disimulos y los secretos.

—Claro que sí, Munda. Estoy segura de que Manuel no piensa en otra cosa.

Aquella misma tarde, le dijo a su hermana que había contactado con unos amigos de su padre en Palma de Mallorca que estaban dispuestos a colocar a la mujer del capataz y su hijo en una de sus fincas. Acto seguido, salió con ellos del palacete en dirección a la calle Relatores, donde los esperaba un carruaje conducido por el hombre del canotié para que emprendieran camino hacia Lisboa. Una vez allí, tomarían un barco rumbo a México, de donde ya no regresarían.

Nada más partir el coche de los fugitivos, Alejandra subió al primer piso y llamó con los nudillos a la puerta de Zhuang.

Él la recibió con una sonrisa y trató de besarla. Pero ella se apartó indignada.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué le envías mensajes a Munda como si fueras Manuel? ¡Quiero la verdad!

—Lo siento, Alejandra, no se me ocurrió otra forma de comunicarme contigo. ¿No te diste cuenta de que eran para ti?

—¿Para mí? ¿Cómo has podido ser tan cruel? Me pediste que le dijese a Munda que Manuel había muerto. ¿Has pensado qué hubiera pasado si lo hubiese hecho?

—Pensé que necesitarías un tiempo.

—Pues te ruego que, de ahora en adelante, te abstengas de pensar por mí. ¡Sé administrar mis tiempos muy bien yo sola!

—Lo siento. Dejaré de enviarlos si eso es lo que quieres.

—Eso es lo que quiero. Pero espera a que yo te haga saber cuándo. Intentaré preparar a mi hermana antes.

Alejandra se dio media vuelta para encaminarse hacia la salida. No quería escuchar nada más. Sólo quería recuperar el control de su vida. Volver a la universidad, a sus rutinas con Munda, a la seguridad que le transmitía la paciencia de Jorge y a centrarse en la carrera de obstáculos que había iniciado al matricularse en Leyes.

Pero no contaba con que Zhuang estuviera decidido a trastocar su forma de vida por mucho que ella se empeñase en lo contrario. Él la siguió en silencio. Recorrió tras ella el largo pasillo que separaba la puerta de salida de la de su despacho, esperó a que se volviese para despedirse y, antes de que ella abriese la boca, le rodeó la cara con las manos y la besó.

Alejandra sintió que la tierra se abría debajo de ella y la dejaba flotando durante unos instantes, luchando contra el deseo de permanecer con la mente en blanco y evitar que sus cinco sentidos se aliaran con aquel beso. No quería disfrutar del sabor de su boca, del calor de sus manos, de su olor, de las palabras que le susurraba al oído y del negro de sus ojos orientales. No podía caer en la trampa de Zhuang. Aquel beso era una puerta que tenía que cerrar sin remedio.

Pero a veces el deseo se impone a la sensatez y Alejandra alargó aquel milagro hasta que Zhuang le dijo «Te quiero». Sólo entonces se separó de sus brazos y le miró con dureza.

—Prométeme que no volverás a besarme.

—Lo siento, amor, no podría cumplir esa promesa.

—En ese caso, no volveremos a vernos.

—¿Estás segura de que es eso lo que quieres?

—Completamente.

—Está bien, te prometo que intentaré no besarte. A cambio, necesito que hagas una última cosa por mí. En el piso de arriba hay otras seis mujeres que tienen que salir de España cuanto antes. Una de ellas está en busca y captura por haber cometido adulterio. Su marido le disparó cuando la descubrió, pero erró el tiro y ella consiguió huir. Te agradecería mucho que entraras a formar parte de nuestra organización. Esto es sólo la punta de un enorme iceberg. Y necesitamos muchas manos decididas como las tuyas.

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