Authors: Inma Chacón
El tiempo es una fuerza que no necesita alimentarse para seguir su curso. Cuando Munda se despidió de su prometido, hacía más de cuatro años, no podía imaginar que aquella fuerza se empeñase en separarlos como si sus cuerpos no se hubieran conocido nunca.
Echaba de menos su olor a tabaco de pipa, su forma de llamarla Esclaramunda —deteniéndose en cada sílaba como si las estuviese aspirando, «¡Esclaramunda!»—, y aquella mirada cobriza que le producía escalofríos en el vientre.
Daría lo que fuera por volver a abrazarlo; recorrer su espalda con los labios y besarla como si no importase otra cosa en el mundo que aquella piel; subir hasta su cuello y morderlo despacio, como el día en que se amaron junto al estanque bordeado de flores de nilad, cuando todavía parecía que podrían construir el futuro a su antojo.
Pero los acontecimientos que se sucedían a un lado y otro del mundo se interponían entre ellos como si la misma vida les negara el derecho a volver a encontrarse. Los tagalos habían logrado liberarse de más de trescientos años de sometimiento a la Corona española, pero habían afrontado otro reto: liberarse también de los que les habían ayudado a ganar la guerra.
Manuel debía de seguir escondido, luchando contra los yanquis como había luchado contra los españoles. Y Munda, por su parte, no podía moverse de este otro lado. Su hermana Alejandra ya tenía dieciocho años, quería entrar en la universidad y le había comunicado su deseo de ingresar en la Institución Libre de Enseñanza para prepararse, un patronato fundado por un grupo de pedagogos y catedráticos que se negó a someter su docencia a los dogmas religiosos, morales y políticos que se exigían desde la oficialidad cuando la enseñanza católica se había impuesto como obligatoria hacía más de dos décadas.
Alejandra quería ejercer como abogada, un objetivo casi imposible en aquella España que les negaba a las mujeres la capacidad de pensar por sí mismas, comparando su inteligencia, incluso desde algunos sectores científicos, con la de un niño pequeño.
En aquel tiempo, las mujeres necesitaban un permiso especial del gobierno para ingresar en la universidad, un trámite cargado de trabas y de burocracia. Las que no lo conseguían podían seguir los estudios como oyentes, en una modalidad de enseñanza no oficial a la que, debido a su alto coste, sólo podían acogerse las clases más pudientes.
No obstante, oficiales o no, los títulos que conseguían las mujeres no les daban derecho a ejercer la profesión para la que se habían preparado.
Cuando Alejandra le comunicó a su hermana su intención de convertirse en abogada, no sabía todavía que, aunque terminase la carrera de Leyes, no conseguiría presentarse ante un tribunal. Sin embargo, su determinación era tan admirable que Munda lucharía con todas sus fuerzas para ver abierto el bufete de su hermana, aunque tuviera que emplear hasta su último aliento en conseguirlo, lejos de Manuel.
A finales del mismo año de la muerte de Mani, poco antes de que Alejandra y Munda se dispusieran a viajar a Toledo para pasar las Navidades del año 1901, murió también la marquesa viuda a consecuencia de una apoplejía.
La capilla ardiente se instaló en el salón de baile del palacio blasonado en el que había vivido desde que se casara a los diecisiete años, a espaldas de la plaza de Zocodover, muy cerca de la catedral en la que se había convertido, hacía casi medio siglo, en la decimosegunda marquesa de Sotoñal.
Munda asistió al velatorio de su abuela vestida de blanco, como siempre. Toledo ya se había acostumbrado a aquella particular forma suya de llevar la contraria, pero aun así todas las miradas se clavaron en su ropa como si fueran los alfileres de una modista.
Mariana adoptó la misma expresión de incredulidad que el resto de los presentes. Nada más verla entrar, se levantó del sillón que ocupaba a la derecha del cadáver de la marquesa viuda y le pidió a su hermana que abandonase la sala de inmediato.
—¡No tienes ni un gramo de vergüenza! ¿Te atreves a presentarte de blanco con la abuela de cuerpo presente?
Había tratado de controlar el tono de voz, pero su grito retumbó como el eco en las paredes vacías. No solía perder el control delante de extraños, y mucho menos en circunstancias como las de un velatorio.
Al oírla, Munda se sobresaltó. Ni siquiera había usado el negro para el luto de su padre, no veía la razón por la que Mariana se escandalizaba ahora de algo que había dejado de llamar la atención hacía años, pero su hermana la miraba como si aquella afrenta se produjese por primera vez.
—¡Ni vergüenza ni respeto por tus muertos! ¡Haz el favor de salir de aquí! Y no te atrevas a volver si no es vestida adecuadamente.
A Munda le sonaban aquellas palabras, no le hacía falta escuchar más. Se dio media vuelta sin contestar y abandonó el palacio en el que no debería haber entrado.
Alejandra la vio salir, pero no le dio tiempo a preguntarle nada. Parecía afligida, seguramente a causa de uno de sus desencuentros con Mariana.
Para averiguar qué había sucedido, la joven fue al velatorio y le pidió a la marquesa que la acompañase a la biblioteca.
—¿Qué ha pasado con Munda?
—¡Querrás decir qué no ha pasado!
—No te entiendo, Mariana. ¿Qué tenía que pasar?
—Estarás de acuerdo conmigo en que debería haber venido vestida correctamente.
—Ella siempre ha vestido de la misma forma. ¿Qué problema ves ahora en eso?
—¡Ahora y siempre, querida! Pero esta vez no va a humillarme delante de todos.
Alejandra la miró de arriba abajo y reprimió las ganas de llorar.
—Pero tú sí puedes humillarla a ella, ¿no es así?
—Como jefe de la casa de Sotoñal, tengo el deber de velar por las buenas costumbres de la familia.
—¿De qué familia? ¿Una hija a la que encerraste en un colegio a los siete años y dos hermanas que viven a setenta kilómetros de tu casa porque una de ellas no puede pisarla? ¡Por Dios Santo, Mariana! ¡Eso no es una familia!
—Te equivocas. Mientras llevemos el apellido Camp de la Cruz, seguiremos siendo una familia y, lo quieras o no, yo soy la cabeza visible y la que dicta las normas.
—¡Muy bien! Pues dicta todas las normas que quieras en tu casa vacía. Yo me voy con Munda. Si no puedes aceptarla a ella, tendrás que asumir que tampoco me aceptas a mí.
Por un instante, los ojos de Mariana parecieron humedecerse. Sólo por un instante, porque al siguiente sus pupilas se dilataron como las de un gato a punto de atacar. Tan erguida como siempre. Inmóvil. Con las manos envueltas en un rosario y los hombros echados hacia atrás.
—¿Me estás amenazando con no volver?
Alejandra casi sintió pena por ella, tan encorsetada en el cuerpo como en el alma, empeñada en convertirse en adalid de una casta que había conseguido perpetuarse durante siglos y que ahora se desmoronaba ante sus ojos, a pesar de que ella no quisiera verlo. Si no hubiese sido su hermana y no la quisiera tanto, se habría dado media vuelta y la habría abandonado para siempre. Pero, en el fondo, conservaba la esperanza de que aquella mujer, que se parapetaba detrás de sus aires de grandeza para defender unos derechos por los que no había tenido que mover un solo dedo, acabara entendiendo que el mundo se movía hacia delante por mucho esfuerzo que quisiera hacer ella por evitarlo.
—No he dicho que no vaya a volver. Pero ahora Munda me necesita más que tú. Volveré, pero tendrás que aceptar que no soy como tú quisieras.
—¿Y no es ésa otra forma de dar un ultimátum?
—No. Es una forma de dejar la puerta abierta para que tú decidas si quieres cerrarla.
Mariana se sentó delante del escritorio que había pertenecido a su abuelo, y, antes que a él, a todos los marqueses de Sotoñal que lo habían precedido en el título, y suspiró.
—¡Ah, esto es agotador! Estoy harta de tus juegos de palabras. ¡Vete ya y vuelve cuando puedas hablar sin rodeos! De sobra sabes que nunca te cerraría las puertas de mi casa.
El funeral córpore insepulto por el alma de María Francisca lo concelebraron el deán de la catedral, el cardenal arzobispo de Toledo y tres capellanes del Colegio de Doncellas Nobles, entre ellos don Ramón, que por aquel entonces ocupaba el cargo de administrador de la institución.
Al terminar las exequias, los hombres se dirigieron al cementerio, donde la joven recibiría sepultura en el mausoleo familiar, junto a su padre y su hermano.
Hacía muchos años que Mariana había gestionado el traslado del cuerpo de su madre desde Alejandría, y los de su esposo y su hijo desde Manila, para que reposaran juntos en aquel panteón que guardaba los restos de los trece marqueses que habían ostentado el título de la casa de Sotoñal antes que ella.
El monumento, una especie de templo soportado por dos columnas salomónicas, destacaba en el cementerio al igual que la familia destacaba en Toledo; era como si, incluso después de muertos, los Camp de la Cruz tuvieran que demostrar la superioridad de la clase social a la que pertenecían.
Sobre las columnas se levantaba un capitel de forma triangular cuyo relieve escultórico representaba a un grupo de personas con las manos unidas. Sobre sus cabezas, unas cuerdas anudadas en forma de ochos horizontales les daban el aspecto de santos coronados.
Una escalera de siete peldaños daba acceso a la capilla abovedada donde se oficiaban los últimos responsos. La luz se tamizaba a través de las vidrieras de colores en las que se reproducían escenas de la Biblia, entre ellas el asesinato del arquitecto del templo de Salomón, junto con varios símbolos que representaban la belleza, la sabiduría y la fuerza: una mujer acariciando un león, una plomada, un granado cuajado de frutos, una mano empuñando una espada curvada, el sol naciente y la luna a su izquierda y otros muchos símbolos cuyos significados únicamente conocían algunos de los asistentes.
Bajo el suelo ajedrezado del templo, se encontraba la cripta que albergaba los cuerpos, donde aún quedaban una docena de nichos vacíos, aparte del que se había preparado para recibir a María Francisca.
Mientras los hombres se dirigían al camposanto, las mujeres siguieron a Mariana hasta el palacio de Sotoñal para acompañarla en sus rezos. Munda y Alejandra, sin embargo, acompañaron a María Francisca hasta que la dejaron en la cripta.
En otras circunstancias, Munda se habría marchado a su cigarral después del entierro y habría llorado sola su pena, pero volvió al palacio para tratar de averiguar qué había querido decir su sobrina con sus últimas palabras. Tenía que descubrir si habían sido o no producto de la fiebre. No podía quedarse de brazos cruzados.
Hacía tanto frío que, a pesar de que la marquesa había ordenado encender las chimeneas de todas las habitaciones, el vaho de la respiración se condensaba en el aire incluso dentro de la vivienda.
Munda se encontró con Alejandra en el recibidor y le hizo un gesto para que la siguiera hasta la biblioteca.
—¡Tenemos que hacer algo!
Alejandra la miró con los ojos empañados. Desde que escuchó a su sobrina nombrar a unos hijos de los que nadie sabía nada, no hacía más que darle vueltas a la idea de encontrarlos.
—Yo iba a decirte lo mismo. ¿Recuerdas aquel viaje que hice con ella a Valencia? No se me ocurre otro sitio por el que empezar a buscar.
—Está bien, te espero mañana en mi cigarral a las nueve. ¡Iremos a Valencia! Cogeremos un tren desde Madrid. Pero ten cuidado con Mariana. Que no sospeche lo que vamos a hacer. ¡Vete ahora con ella! Se extrañará si no te ve. Yo me voy antes de que nadie nos encuentre hablando.
—¿No vas a despedirte de ella? Está sufriendo mucho, aunque no lo demuestre.
Pero Munda no podía olvidar. No le guardaba rencor, ese sentimiento lo dejaba para la marquesa, que lo alimentaba año tras año desde que había llegado a la conclusión de que todos los actos de Munda iban dirigidos contra ella por muy insignificantes que fuesen. No obstante, se sentía incapaz de mostrarle cariño, y mucho menos de darle un consuelo que su hermana probablemente rechazaría.
—Estoy segura de que ella prefiere que no lo haga. ¡Anda! ¡Ve con ella! A ti sí te necesita.
Antes de abandonar el palacio, subió a la habitación de María Francisca con la esperanza de encontrar algo relacionado con el viaje al que se refería Alejandra, el único que había hecho sin su madre hasta entonces. Al entrar en el cuarto, se encontró a Shishipao guardando las pertenencias de Xisca en un arcón.
Munda miró la ropa que la criada había sacado de los armarios y amontonado encima de la cama, y le puso la mano en el hombro a Shishipao.
—¿Qué vais a hacer con todo esto?
—La señora marquesa ha ordenado que lo quememos todo. ¡Pobrecita mi niña! ¡Mi niña! Mi marido lo llevará mañana al cigarral y lo quemará todo. ¡Todo! ¡Pobre niña mía!
Shishipao acariciaba cada prenda que cogía, la doblaba con cuidado, como si su destino fuera un viaje en lugar de las llamas, y la besaba antes de introducirla en el baúl. Lo hacía como si las faldas, los vestidos y las camisas de dormir pudieran comprender que, con aquel último beso, se estaba despidiendo de ellos.
En un rincón de la habitación había un secreter de caoba tallado con motivos florales cuyos cajones laterales se encontraban medio abiertos. Munda inspeccionó los cajones del escritorio y, después, los de las mesillas y la cómoda. Todos estaban vacíos.
—¿Has encontrado alguna carta? ¿Algún diario?
—No, señorita Esclaramunda, aquí no va a encontrar nada de nada. Si hubiera algo, mi señora no me habría dejado aquí sola.
Munda se acercó al baúl y rebuscó entre los vestidos que Shishipao había guardado ya. En el fondo del arcón encontró un montón de cuadros de paisajes y el del ángel que Xisca había mirado mientras nombraba a sus hijos. Al descubrir la sobrepuerta, Munda miró a la doncella y le preguntó.
—¿También te ha dicho que quemes esto?
—Dice que la tisis se ha podido quedar en la madera. Mi marido quemará los muebles mañana en el cigarral. Todos los muebles. Y el arcón.
—¿Me harías un gran favor, Shishipao?
—¡Claro que sí, todos los que usted quiera, señorita!, ¡todos!
—Esconde el cuadro del ángel en tu dormitorio y que tu marido me lo lleve mañana a mi casa. ¿Lo harás?
Shishipao asintió con la cabeza y la miró como si estuviera a punto de desvelarle un secreto que guardaba desde hacía demasiado tiempo. Se acercó a ella y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.