Tiempo de arena (29 page)

Read Tiempo de arena Online

Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
5.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Dios mío! ¿Son dos?

La partera le refrescó la frente con un paño húmedo y le sujetó la cabeza.

—¡Eso parece! Vas a traer a dos criaturas al mundo.

—Me duele mucho, Lula. ¡Quítame este dolor!

—Ahora tienes que demostrar que eres una hembra como Dios manda. ¡Ya asoma la cabecita del primero! ¡Empuja!

Y Xisca apretó tensando todo el cuerpo mientras oía a la partera y al médico repetir una y otra vez:

—¡Empuja! ¡Empuja!

Pero cuanto más empujaba, más le daba la sensación de que el niño no quería salir.

—¡Empuja! —gritaba la partera—. ¡Vamos! ¡Más fuerte! ¡Empuja! ¡Ya sale!

La sangre empezó a manar como una constatación de que el parto se estaba complicando. El niño tenía la cabeza prácticamente fuera, pero se le había enganchado el cordón umbilical en el del otro bebé. Por mucho que María Francisca empujase, era imposible que pudiese salir; el segundo niño tiraba del primero hacia adentro.

María Francisca empujó con las pocas fuerzas que le quedaban y, al cabo de un rato, se desvaneció.

La partera le iba a aplicar unos emplastos para que recuperase el conocimiento, cuando de pronto el médico la detuvo:

—¡No! ¡Espera! ¡No hay tiempo!

Y metió las manos en la sangre para tirar de la cabeza del primer hijo de Xisca: un varón amoratado y arrugado, cubierto de sebo, que emitió un gemido en brazos de Lula mientras el médico volvía a meter las manos en la tripa de la madre y le arrancaba a una niña.

—La placenta no ha salido —le dijo a la partera—. ¡Súbete!

Lula envolvió a los mellizos en una manta y los dejó sobre la alfombra. Luego se subió a horcajadas sobre la recién parida y comenzó a amasarle el vientre con todas sus fuerzas, mientras el médico trataba de reanimarla.

—Ya está —dijo la partera con la placenta en la mano.

—¡Perfecto! Llévate a los críos. Ya sabes lo que tienes que hacer. Yo me encargo de todo lo demás.

Y los niños desaparecieron de la vida de su madre de la misma forma en que se habían engendrado: en un acto de violencia que marcaría a la joven de por vida.

De nada le sirvió gritar cuando recuperó la consciencia y el médico la informó de que habían nacido muertos.

—¡No puede ser! ¡Los he oído llorar!

—Sólo fue un estertor. Lo siento, no he podido hacer nada.

—¡No es verdad! ¡Quiero verlos!

—No es conveniente, la alteraría mucho y está usted muy débil.

—¡Quiero ver a mis hijos! ¿Dónde está Lula? ¡Mis hijos! ¡Mis hijos!

Sus gritos debían de oírse hasta en la propia cueva de Anboto.

—¡Lula! ¡Devuélveme a mis hijos!

Mariana oía los gritos desde la habitación de al lado, pese a que se tapaba los oídos con las manos y metía la cabeza entre las rodillas. Cuando los gritos de su hija se le hicieron insoportables, entró en la habitación con los ojos enrojecidos.

—¡Tranquila, pequeña!

—¡Dime que no están muertos! ¡Dímelo!

—Todo ha pasado ya. Ha sido la voluntad de Dios. Ahora tienes que pensar que son angelitos del cielo.

—¡Quiero verlos! ¡Por favor, madre, diles que me los enseñen!

—El doctor ha dicho que no te conviene.

—¡Quiero ver a mis hijos! ¡Dime que no están muertos!

Y Mariana le acarició la frente y la abrazó tratando de consolar lo inconsolable.

Pero María Francisca no podía creerlo. Continuó llorando y gritando «¡Mis hijos! ¡Mis hijos!» hasta que la abandonaron las fuerzas y cayó en un estado de semiinconsciencia en el que se mantuvo durante dos semanas. El parto la había desgarrado.

El doctor permaneció junto a su cama pendiente de bajarle la fiebre y de que sus pechos no se endureciesen por la leche con la que no iba a amamantar a sus hijos.

—Temo que no se recupere, señora marquesa —le confesó a Mariana al inicio de la tercera semana—, está muy débil.

Pero no fue así, porque Xisca tenía un motivo más fuerte que su cuerpo de diecisiete años para recuperarse. Y aquel motivo se convirtió en la razón de su vida hasta que la tuberculosis se la llevó, al cabo de menos de doce años, y les dejó a sus tías como herencia el secreto del Anboto.

38

Munda y Alejandra se habían citado con Jorge en el balneario de Las Arenas, en torno a las doce de la mañana. Ellas le habían pedido que las recibiese en su casa, pero, con la excusa de que tenía que hacer unas gestiones cerca de la playa de Las Arenas, y no le daría tiempo de atenderlas si no era aprovechando ese momento, Jorge les había propuesto que se vieran en la terraza del restaurante.

En aquella época del año, el balneario estaba cerrado, pero se podía acceder a la terraza desde la playa y, por lo general, solía estar completamente vacía, de manera que podrían hablar sin temor a que nadie los oyese.

Alejandra y Munda podrían haber ido caminando desde la playa de La Malvarrosa, pero el día se había ido cerrando desde primera hora y estaba descargando una lluvia insistente, que había convertido la playa en un terreno intransitable, así que decidieron tomar un taxi hasta el balneario.

A las dos las embargaba la misma inquietud. Jorge había aceptado recibirlas siempre y cuando prometiesen que mantendrían en secreto la entrevista y todo lo que en ella se dijese, lo que las hacía pensar que disponía de información importante.

Las esperaba en la terraza que daba al mar, aneja al restaurante del balneario, una especie de enorme balcón de madera sobre el agua, protegido por una cristalera sobre la que caía la lluvia.

Se había sentado en un butacón de anea con el respaldo ancho y alto, de espaldas al horizonte. El resto de los asientos estaban vacíos.

El ruido era ensordecedor. Al chisporroteo del agua sobre los cristales se unía el del mar, picado y violento, bajo la empalizada sobre la que se asentaba la terraza cubierta.

Alejandra se estremeció cuando Jorge se levantó para invitarlas a sentarse. Apenas había cambiado. Seguía vistiendo a la última moda, como un figurín de revista. Aún conservaba el bigote rizado hacia arriba y el aire de niño travieso. Vestía un traje de chaqueta de cuadros, atrevido en su colorido y en la estrechez de los pantalones, y un chaleco en el mismo tono tostado que las rayas que formaban los cuadros; de él colgaba la misma leontina de siempre; del bolsillo de la americana sobresalían los picos de un pañuelo a juego con la corbata granate.

—Os acompaño en vuestro dolor —les dijo a modo de saludo—. Ignoraba que el final de María Francisca estuviese tan cerca.

Munda tomó la palabra, extrañada. Sabía que Xisca y Jorge habían estado en contacto después de su viaje a Valencia, pero no que lo siguieran manteniendo después de tantos años.

—¿Estabas al corriente de su enfermedad?

—Nos carteábamos de vez en cuando. En su última carta me dijo que se encontraba indispuesta, pero no me sorprendió; vivía indispuesta desde que ocurrió lo que ocurrió.

Alejandra trató de controlar el nerviosismo y procuró que no le temblase la voz.

—¿Qué ocurrió?

—Si estáis aquí, es porque ya lo sabéis. ¿No es cierto?

—Lo sabemos a medias.

—Sólo puedo deciros que Xisca vino a Valencia para prometerle a Jaime que se casaría con él si encontraba a sus hijos.

Munda y Alejandra se miraron con idéntica expresión de alegría y de sorpresa. Hasta aquel momento, habían creído en la existencia de los niños por un acto de fe, sin otra prueba que las últimas palabras de María Francisca y sin que nadie les hubiera confirmado aún que, efectivamente, no habían sido producto de un delirio.

Las dos hermanas se cogieron las manos y se las apretaron la una a la otra, emocionadas y excitadas con la confirmación de Jorge. Habían sospechado desde el primer momento que los hijos de María Francisca, si es que existían, tenían que ser de Jaime, y las palabras de Jorge ratificaban ambos supuestos.

—¿Y qué pasó? —le preguntó Alejandra—. Porque Xisca volvió destrozada de aquella entrevista.

—Mi hermano se había vuelto loco. Le oí gritar como un poseído desde mi habitación. Yo no sabía de qué hablaba ni con quién, no pude distinguirlo, pero bajé de inmediato para tratar de calmarlo. Desde que regresamos de Toledo, no volvió a ser el que era. Se convirtió en un ser mezquino y huraño que sólo pensaba en vengarse. Todas sus acciones se encaminaban hacia el mismo objetivo: que vuestra familia sufriese con creces lo que había sufrido la nuestra. Y con María Francisca lo consiguió. Cada paso que daba para acercarse al paradero de los niños, lo contrarrestaba él avanzando uno más para alejarla de ellos. Vuestra sobrina salió de la biblioteca envuelta en un mar de lágrimas. Apenas si podía pronunciar palabra. Yo me acerqué y le recriminé a mi hermano su conducta. Entonces, ella me miró fijamente a los ojos y me suplicó: «¡Encuéntralos tú! ¡Por lo que más quieras, ayúdame!» Pero no pude contestarle. Mi hermano me apartó de un manotazo y la echó de la masía jurándole que jamás encontraría a los niños. La pobrecilla no dejaba de llorar. Antes de irse, se acercó y me susurró al oído que buscase a una partera cerca de la cueva de Anboto.

Alejandra dio un respingo en su silla y exclamó:

—¿La cueva de Anboto?

Y Munda apostilló:

—¿Dónde está?

—Cerca de Bilbao, pero yo que vosotras no me molestaría en ir hasta allí. No encontraréis nada. Al médico y a la partera les habían pagado bien. Suficiente como para poder huir del país y construirse una nueva vida. Había demasiada gente que conocía los negocios que se traían entre manos.

—¿Qué me dices de Mariana? —le preguntó Munda para corroborar sus sospechas.

—Ella movió todos los hilos desde el principio. Le dijo que los niños habían muerto. Pero jamás os dirá nada. Xisca no consiguió arrancarle la verdad a pesar de que no se separó nunca de su lado. Podría haberlo hecho, no le faltaron oportunidades para abandonarla, pero confiaba en que algún día la vencerían los remordimientos. Y no fue así. Al principio apelaba a su instinto maternal para tratar de conmoverla, pero ella misma sabía que era en vano: Mariana le había demostrado a lo largo de toda su vida que carecía de él. Después trató de ablandarla a fuerza de lágrimas, hasta que cayó en un estado de melancolía permanente que se agudizó año tras año.

A medida que Jorge avanzaba en el relato, Alejandra empezó a sospechar que sabía demasiado como para haber mantenido contacto con Xisca sólo a través de unas cuantas cartas de vez en cuando. No quiso indagar, pero le vinieron a la mente algunos detalles del viaje de Xisca que ahora cobraban sentido.

Nada más volver del caserío de Durango, del que nadie sabía una palabra, Xisca le había puesto un telegrama pidiéndole que la acompañase a Valencia. Necesitaba saber por sí misma cuáles habían sido los tejemanejes de su madre y de Jaime, con quien ya había organizado una cita en su casa.

Alejandra trató de disuadirla: no había nada que pudiese hacer. Mientras Xisca estuvo desaparecida, ella había tratado de buscar con Zhuang algún resquicio jurídico que pudiera devolverles el control de sus empresas, pero Jaime había atado sus artimañas demasiado bien.

Lo único que podría sacar en claro María Francisca yendo a ver a Jaime era que las había arruinado. No obstante, Xisca estaba decidida a realizar el viaje, con ella o sola, de manera que Alejandra aceptó acompañarla.

Quedaron directamente en la estación de Atocha, donde tomarían un tren a primera hora de la mañana. Al verla, Alejandra se asustó. Estaba demacrada, con unas pronunciadas ojeras y un tono enfermizo en la piel, antes blanca y sedosa y entonces transparente, translúcida, como una fina tela de gasa que dejaba las venas a la vista. Vestía completamente de negro y se cubría la cara con un velo de viuda.

Alejandra no pudo evitar mostrarse impresionada.

—¡Santo cielo! ¿Qué te ha pasado?

—Es largo de contar.

Y en aquel trayecto a Valencia le contó la historia con la que engañó a todos a su regreso del Duranguesado: un marido propietario de una mina de carbón, alto, guapo, tierno y generoso, la sacó de la decepción que le había producido Jaime y, al poco tiempo de la boda, murió en un accidente en un pozo de su mina.

—¿Por qué no me escribiste? Estaba muy preocupada por ti.

—Lo siento, Nana, han sido unos meses muy extraños.

—¡Y tanto! Así estás tan desmejorada. Ahora tienes que cuidarte. Y este viaje no creo que te ayude.

—He aprendido mucho de mi difunto esposo. Tengo que enfrentarme a mis fantasmas para poder vivir en paz conmigo misma —le mintió para darle sentido al viaje.

Nunca perdió la esperanza de encontrar a sus hijos. Y en Valencia podía estar la clave. Los había buscado durante tres meses por toda la provincia de Vizcaya, consumida y dolorida, y lo único que había conseguido era desesperarse.

Su madre, segura de que no los encontraría, la acompañó caserío por caserío procurando convencerla de que estaba equivocada. Los niños no habían sobrevivido. Ella misma se había encargado del traslado de sus cuerpecitos al panteón familiar, donde reposaban juntos en una tumba sin nombre.

Al cabo de tres meses, viendo que la búsqueda resultaba infructuosa, regresaron a Toledo.

Tal y como le había prometido don Ramón, Xisca exigió volver de Durango convertida en viuda para poder justificar su abatimiento. De no ser así, contaría a propios y extraños cómo le habían arrancado de los brazos a unos hijos que nunca vio, ni muertos, ni vivos, ni enterrados. Su madre no tuvo otra alternativa que ceder a sus exigencias. Se inventaron el engaño en que viviría hasta su muerte y volvieron a casa con la honra intacta.

Aquel mismo día, Xisca obligó a Mariana a levantar la lápida donde supuestamente había enterrado a los bebés, para cerciorarse de que estaban vacías, como los brazos y como el alma de su madre.

—No sé cómo ha podido pasar —se lamentó Mariana—. Se han debido de equivocar de panteón. Pero no te preocupes, querida, le preguntaré al sepulturero.

Pero María Francisca no la dejó continuar.

—No insistas, madre.

Y entonces decidió acudir a la única persona a la que podría importarle que los niños siguieran vivos. Al fin y al cabo, el mayor sería el heredero del título que tanto le atraía.

39

Durante el trayecto a Valencia, María Francisca se las arregló para hacerle creer a Alejandra que el motivo de su visita era reconciliarse consigo misma, y tratar de recuperar lo que Jaime les había robado. Ni una sola palabra de sus hijos. Ni un gesto que la delatara. Ni un desliz. Podría haber mantenido la historia de su esposo muerto y haber dicho que los niños eran de él, pero, en caso de que los encontrara, no habría ninguna explicación para su desaparición. Además, no podría plantearle a Jaime que los aceptase con otros apellidos que no fueran los suyos.

Other books

Wrong by Jana Aston
The Joy of Pain by Smith, Richard H.
Batty for You by Zenina Masters
Frannie in Pieces by Delia Ephron
Just What She Wants by Barbara Elsborg
A Season for Love by Heather Graham
Return to Alastair by L. A. Kelly