Tiempo de arena (13 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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La noche anterior, había imaginado la conversación con la que se despediría de ella y las condiciones que debía cumplir si quería que volviese, cada argumento y cada réplica. Un cruce de justificaciones que el mutismo en que Mariana continuaba sumida había impedido, probablemente a voluntad.

Pero no podía marcharse sin decirle su última palabra. Aunque ella no le respondiese, tenía que explicarle por qué no podía continuar en Toledo. Mariana ya conocía su opinión sobre el trato que le había dado a Xisca, pero aún tenía que oír la que se guardaba sobre el resto de su comportamiento.

Cuando su hermana tenía ya un pie sobre el estribo del carruaje, la sujetó por un brazo y la obligó a detenerse.

—Nunca más seré partícipe de tus injusticias con mi presencia en tu casa. Si quieres que siga visitándote, te exijo que le levantes el castigo a la doncella y le devuelvas su puesto de trabajo. En cuanto a las mujeres de la fábrica, no toleraré un día más sin que dispongan de sillas donde puedan descansar. ¡También es mi fábrica!

Mariana bajó el pie del estribo y la miró sin disimular su cansancio.

—El servicio necesita mano dura, querida.

—No pretendo discutir contigo. Ya sabes lo que pienso. —Y se dio media vuelta para dirigirse a su coche—. Espero tus noticias.

Mariana la miró con los mismos ojos con los que había despedido a su hija: impenetrables y fríos pero a punto de expresar cierta calidez. Si hubiese sido Munda quien le hubiera lanzado aquel desafío, no lo habría consentido; pero se trataba de Alejandra, la única persona en la Tierra capaz de mostrarle el cariño que sentía que le habían hurtado durante toda su vida. No podía perderla. No quería. Si lo hiciese, la amargura que la rodeaba la engulliría hasta convertirla en un hueco vacío en el que jamás podría entrar ni salir nada. La despedida de Xisca la había afectado más de lo que había supuesto y el silencio de Alejandra a lo largo de las semanas anteriores le pesaba demasiado, no habría podido seguir soportándolo. La araña de Bohemia, que el cristalero había reparado sin dificultad con los restos de otras lámparas similares y había colgado de nuevo en su sitio sin cobrarle nada por el arreglo en atención a los muchos trabajos que se le encargaban desde el cigarral, no podía compararse con la compañía que le hacía su hermana pequeña cada vez que iba a Toledo. La doncella debía pagar su descuido, por supuesto, no podía dejar sin escarmiento una cosa tan grave, pero estaba dispuesta a aligerar el castigo si con ello recuperaba a Alejandra. En cuanto a la situación de las trabajadoras, la Ley de Trabajo de Mujeres y Niños, conocida como «la ley de la silla», estaba siendo reclamada en todas las fábricas textiles desde hacía tiempo y, tarde o temprano, tendría que ser aprobada. Ningún empresario podría recriminarle nada si ella la aplicaba ya en sus fábricas.

—No hace falta que esperes noticias —dijo al tiempo que Alejandra le daba la espalda—. Acepto tus condiciones.

Alejandra se volvió hacia ella sin ocultar su sorpresa.

—¿De veras?

—¡De veras! Pero yo también pondré dos. La primera, que seas tú quien vaya al convento de las Reparadoras, antes de volver para Navidad, y te traigas a la doncella. Así no sabrá que soy yo la que la perdona y, al menos, tendrá un par de meses para pensar en lo que ha hecho.

—¿Y la segunda?

—Que me des un abrazo antes de irte.

Alejandra sonrió mientras abría los brazos para recibir a su hermana, que temblaba como si acabase de realizar un esfuerzo superior al que le permitía su cuerpo. Nunca la había sentido así de desvalida, casi diría que débil. Se abrazaba a ella como si buscase consuelo para un dolor enquistado del que no podía liberarse. Era como si, en lugar de haberse doblegado ante sus exigencias, le estuviera suplicando que la quisiera, que le diera con aquel abrazo una porción extra de afecto para conservarla hasta que pudiera recibir la siguiente. No lloraba, pero si lo hubiera hecho, sus ojos no habrían podido expresar tanto dolor como el que mostraban estando secos.

En el tren que la devolvía a Madrid, Alejandra no dejó de pensar en ella, en su furia desbordada contra Xisca, sus ansias desmesuradas de poder, su frialdad y aquel abrazo que parecía desmentir su carácter autoritario. Y a medida que el convoy avanzaba, la sensación de que su hermana la necesitaba se iba acrecentando por momentos.

Acababa de amanecer cuando el tren comenzó a disminuir la marcha para realizar una parada en la estación de Illescas. La luz se desparramaba sobre los olivos que salpicaban los campos arados, preparados para la siembra del otoño. Alejandra contemplaba el paisaje desde la ventanilla tan abstraída en sus pensamientos que no reparó en que alguien la espiaba desde el fondo del vagón.

21

Cuando el tren se paró, Alejandra vio en el andén a una campesina que trataba de subir al vagón cubierta con una toquilla negra que le llegaba a la cintura. La mujer aparentaba ser muy joven, miraba a su alrededor como si temiese que la estuvieran siguiendo y se tapaba la cara sujetando la toquilla con las dos manos.

Antes de subir al tren, el revisor la detuvo y le pidió el billete y el permiso de su marido para viajar.

La joven le enseñó el billete, pero no la autorización marital que toda mujer casada necesitaba para desplazarse. Las solteras debían llevar el permiso de su tutor legal.

—¿Y el permiso de su marido? —insistió el revisor.

—Verá, señor, es que... él no sabe firmar y...

—¿Y qué? Tiene que llevar el permiso de todos modos.

Alejandra miró dentro de su bolso para comprobar que llevaba la autorización de Munda para viajar sola y, mientras lo hacía, vio como el revisor empujaba a la campesina hacia la cabecera del tren y se la entregaba a una pareja de la Guardia Civil.

Los civiles la cogieron por los brazos y la empujaron hacia la salida y, en ese momento, la pañoleta negra cayó sobre sus hombros dejando al descubierto sus pómulos amoratados.

—¡Por lo que más quieran, dejen que me vaya, por favor! ¡Se lo suplico!

Su mirada se cruzó con la de Alejandra como si estuviera pidiéndole ayuda. Ella se levantó y quiso salir para dársela, pero antes de que pudiese intervenir, sintió que la agarraban del brazo por detrás y la obligaban a regresar a su asiento diciéndole:

—¡Me alegro mucho de volver a verla, señorita Alejandra!

El desconocido se colocó a su espalda y le dio disimuladamente una carta mientras le suplicaba bajando el tono de voz:

—Le ruego que no llame usted la atención. Traigo noticias del emperador de China. Si quiere volver a verle, no atraiga las miradas de la autoridad sobre usted. De todos modos, sería inútil; no puede hacer nada por esa mujer. —Y esperó unos segundos para añadir—: No abra la carta hasta que yo me haya apeado.

Alejandra pudo ver como los guardias civiles entregaban a la campesina al que debía de ser su marido, que acababa de llegar a la estación con una escopeta de caza en la mano.

La rabia se apoderó de Alejandra y la golpeó con tanta fuerza como el silbido de la locomotora, que anunciaba la marcha del tren. Nunca podría olvidar el miedo en los ojos de aquella mujer.

Cuando el convoy salió del apeadero, el desconocido se dio media vuelta y se dirigió hacia los vagones de cola. Ni siquiera le había dado tiempo de verle la cara. Sólo pudo vislumbrar su traje oscuro y su bombín, raídos y pasados de moda, alejándose por el pasillo. Todo pasó en cuestión de segundos. Sin embargo, el resto del viaje transcurrió como si hubiera pasado una vida entera. Estaba tan confundida que no sabía a qué sentimiento darle más importancia: al que le habían arrancado el desconocido y su carta; al miedo de aquella mujer; al abrazo de Mariana; al baile de disfraces de hacía nueve meses.

Hacía demasiado tiempo que el falso emperador de China había pasado por su vida, y su relación con él había sido extremadamente fugaz. Sin embargo, no había conseguido olvidarle. Y a él parecía haberle sucedido lo mismo. Pero ¿por qué no había dado señales de vida en nueve meses? ¿Por qué reaparecía en aquel momento? ¿Por qué la había seguido desde Toledo aquel desconocido? ¿Cuál era el contenido de aquella carta que no podía abrir?

Durante el resto del camino, no dejó de hacerse preguntas y de mirar por la ventanilla en cada estación en que paraba el convoy, para comprobar si el desconocido bajaba del tren con su traje raído y su bombín. Cosa que no ocurrió hasta que llegaron a la estación de Atocha. Una vez allí, el joven la saludó rozándose el sombrero con la mano y desapareció. Sus rasgos eran orientales, ojos achinados y piel oscura, mucho más oscura que la del falso emperador de China, pero parecía igual de tersa y suave.

Munda había regresado a Madrid la semana anterior para asistir a una de sus tenidas y la esperaba en el apeadero con el chófer. Alejandra aguardó hasta encontrarse con ella para abrir el sobre y, cuando rasgó la solapa, comprobó que únicamente contenía una cuartilla en blanco.

No sabía qué pensar. El falso emperador de China había vuelto a reírse de ella. Es más, probablemente lo estuviera haciendo desde hacía nueve meses con cada carta que le enviaba y ella tiraba sin abrir. Cada primero de mes, una cuartilla en blanco. ¡Eso se habría encontrado si hubiera caído en la tentación de abrirlas! ¿Se podía ser más cruel?

Y las preguntas volvieron a martillearla hasta que se fundió con su hermana en un abrazo y se echó a llorar. Los sucesos de aquel verano y la reaparición del emperador chino, siempre rodeado de enigmas y desconcierto, la habían trastornado.

Munda la dejó desahogarse al tiempo que se hacía las mismas preguntas que Alejandra. ¡Otra vez el joven chino se escondía detrás de una mascarada! ¡Otra vez el llanto de su hermana pequeña como toda compensación! ¡Otra vez la tensión de esperar sin saber qué ni cuándo llegará!

Sin embargo, para sorpresa de ambas, las respuestas les esperaban en el palacete del paseo de la Castellana.

Sobre una mesa del recibidor, había un ramo de nueve rosas rojas acompañado por una tarjeta. En aquella ocasión, con remite. De no haber sido así, Alejandra lo habría tirado, igual que las cartas.

La tarjeta venía firmada con el mismo nombre del remitente.

 

30 de septiembre de 1900

 

Estimada Alejandra:

Si la distancia me lo hubiera permitido, usted habría recibido una docena de rosas como éstas cada mes, al igual que espero que haya recibido mis cartas. Sería una forma más de pedirle perdón. Ojalá hubiera podido hacerlo personalmente cuando herí sus sentimientos.

Si no hubiera tenido que marcharme, me habría gustado decirle lo mucho que usted me había impresionado. No fue mi intención engañarla, aunque comprendo que, tal y como se desarrolló nuestro encuentro, no pueda pensar de otro modo. Créame que lo lamento desde lo más profundo de mi alma y que entendería que no pudiera perdonarme, de la misma manera que no puedo hacerlo yo.

Reciba estas nueve rosas por los nueve ramos que no he podido enviarle y tenga la seguridad de que, si usted me lo permite, trataré de merecer su perdón si me da una segunda oportunidad. De no ser así, seguiré intentándolo a través de mis cartas.

Sé que regresa hoy a Madrid. Yo tengo que marcharme dentro de una semana. Hasta entonces, la esperaré todas las mañanas en el Salón del Prado a las doce en punto.

Suyo afectísimo,

 

ZHUANG SHANGSHENG

 

 

P. D. Por favor, dígale a su hermana que las flores de nilad continúan junto al estanque y que, si quiere comprarlas, lea a partir de ahora todos los días los anuncios telegráficos de
El Imparcial
.

 

Alejandra acarició las rosas sin entusiasmo, casi podría decirse que con cierta tristeza, y le entregó a Munda la tarjeta para que la leyese.

Nueve meses atrás, aquel ramo la habría hecho la mujer más feliz de la Tierra. Pero llegaba demasiado tarde. La sensación de que aquello era absurdo superaba a la excitación que podrían haberle producido las palabras de la carta firmada si hubieran llegado a tiempo. El falso emperador de China se llamaba Zhuang Shangsheng; por fin se había identificado, pero se ponía en contacto con ella para decirle que se marchaba otra vez. Alejandra había visto sufrir a Munda la ausencia de su prometido desde que se conocieron en el barco que los llevó de Alejandría a Manila hasta que él desapareció para siempre confiando en que el amor de Munda soportaría todas las pruebas a las que lo sometería.

Pero ella no estaba dispuesta a reproducir una relación basada en el abandono y el secretismo, por muy loable que fuera la causa que los provocase.

—¿Por qué me habrán seguido desde Toledo? ¿Cómo habrán sabido que venía hoy? Ni yo misma sé nunca cuando voy a volver.

—No lo sé, corazón, pero la carta parece sincera.

—La sinceridad no me basta. A veces es demasiado atrevida, y en este caso lo es.

—Pero sin atrevimiento, hay muchas cosas que no ocurrirían.

—¿No eras tú la que decía que no me fiase de él? ¿Qué ha cambiado ahora? ¿Sólo porque haya firmado la carta ya se ha ganado tu confianza? Puede ser un nombre falso.

—Es posible, pero su recado de Manuel es verdadero. Él nunca nos enviaría a un impostor. Deberías escuchar lo que tiene que decirte, ¿no crees? Después, podrás decidir.

—Es que no quiero decidir nada, Munda. No te ofendas, pero con una en la familia que espere toda la vida, ya tenemos suficiente. ¡Dime la verdad! ¿Te merece a ti la pena seguir esperando a un fantasma?

A Munda se le nublaron los ojos. Se pasó la mano por la cabeza, en un gesto que había heredado de su padre, y tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

—Mereció la pena el tiempo que pasé con él. Aunque no volviese a verle ni a rozarle nunca, seguiría sintiendo su presencia cada vez que le recordase. Y eso me bastaría para seguir amándole.

—Pero no es justo, Munda. Sólo tienes veinticinco años. ¿Sabes cuántos hombres estarían encantados de cortejarte?

—¡Muchos! Pero ninguno sería Manuel.

—¿Te das cuenta? Manuel es una prisión que no se abrirá nunca. Yo no quiero vivir así.

Aquella noche, Alejandra no pudo dormir. El sí y el no le bailaban en la mente en una pura contradicción que se iba alimentando a sí misma a medida que buscaba razones con que justificar su decisión. No quería vivir encadenada siempre a una esperanza, como Munda. Si acudía a la cita, no podría resistirse al magnetismo de la mirada achinada del joven ni al deseo de que sus manos volvieran a rodearle la cintura.

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