Authors: Inma Chacón
En realidad, a Alejandra no le habría hecho falta tanta amabilidad, la habría acompañado igualmente, aunque sólo fuese para tratar de poner sus creencias en orden y para que Munda no se sintiese tan sola, apostada en la puerta para verlas pasar.
Alejandra ni creía ni dejaba de creer. Le gustaban los ritos religiosos por el silencio que los acompañaba y por la sensación de paz que le producían las iglesias. Ese recogimiento al que inducían el olor a incienso, las sombras que proyectaban los cirios encendidos y la suavidad con que se movían los feligreses para colocarse en sus bancos, cuidadosos, lentos, como las madres que han conseguido dormir a sus hijos y se marchan de la habitación.
Siempre que entraba en la catedral, sentía el mismo deseo de recuperar la fe que se tambaleaba en ella desde que muriera su padre. Había rezado tanto... le había pedido a la Virgen con tanta devoción que la escuchara... se había esforzado tanto en cumplir con todos los mandamientos de la Iglesia... y había ofrecido tantos sacrificios a Jesús por la curación de su padre que, cuando murió, se sintió traicionada, casi despreciada, ignorada por aquellos seres todopoderosos que no habían hecho nada en respuesta a sus ruegos.
De la muerte de su madre apenas podía recordar el silencio que acompañaba a la carroza fúnebre por las calles de Alejandría, el peso de la orfandad que trasmitía la comitiva, y los pies de su padre, arrastrándose como los de ella, mientras caminaba tras el féretro por la nave central de la iglesia. En aquel tiempo, era demasiado pequeña para rebelarse contra la muerte. La aceptó sin más, sin cuestionar la tenacidad con que los designios divinos se situaban siempre por encima de los de los hombres. Pero la fatalidad había perseguido a su familia como si tuviera que cobrarse una deuda. Su madre, su padre, su sobrino y su cuñado. Todos habían muerto a pesar de sus rezos.
Cuando Mariana le pedía que la acompañase a la iglesia y veía a Toledo en pleno arrodillado frente a don Ramón, ella sólo pensaba en la inutilidad de tanta fe desperdiciada. Si en lugar de creer en Dios, aquellas personas creyesen en los hombres, el mundo sería un lugar más hermoso, más justo, más sincero y mucho más razonable.
Hasta que María Francisca ingresó en el colegio, Alejandra acompañó a Mariana a la catedral diariamente. De alguna manera, conservaba la esperanza de que sus hermanas se mirasen alguna vez olvidándose de sus rencillas. Munda las esperaba día tras día en la puerta, con la rigidez de sus convicciones siempre en alto, y Mariana la ignoraba con las suyas, incapaz de mirar más allá de sus propios ojos. En cierto sentido, las compadecía a las dos. A Munda porque se estaba dejando atrapar por la dureza de la que acusaba a Mariana, deslizándose hacia la infelicidad mientras trataba de corregir los males del mundo únicamente con gestos y con ideales.
De nada le habían servido los vestidos blancos que la señorita Inés había utilizado siempre como bandera. Ella tenía un motivo: había enviudado de un musulmán y le habían quitado a sus hijos; pero Munda sólo había conseguido parecer extravagante sumándose a aquella reivindicación sin explicarla nunca. Un signo de rebeldía que se convirtió en un mero capricho a los ojos de Toledo. Una forma de significarse. Alejandra sufría cuando la veía en la puerta de la catedral buscando la sonrisa de Xisca. Siempre tan sola, con la fuerza que le daba su idealismo, esa perseverancia con que esperaba las cartas de Manuel que no llegaban y le enviaba a Mariana los telegramas que nunca respondía.
A Mariana, en cambio, la compadecía por todo lo contrario, porque, a fuerza de querer conservar sus privilegios, cada paso que se negaba a dar hacia delante la acercaba más a perderlos. Y mientras se empeñaba en defenderse de los ideales de su hermana, siempre de luto, porque no le había dado tiempo de cumplir un periodo de duelo cuando ya tenía que empezar con otro, su mundo se anquilosaba y se empequeñecía.
Quizá fuera ésa la razón por la que Alejandra decidió estudiar Leyes, porque ella quería transformar el mundo con el Derecho en la mano.
La primera vez que comprobó con sus propios ojos que Munda tenía razón en insistirle a Mariana en que mejorase las condiciones de las trabajadoras de sus fábricas textiles fue durante uno de los veranos que pasó en el cigarral, seis meses después de que el falso emperador de China la engatusara con sus sampaguitas.
Una mañana, cuando volvían de misa, se encontraron al contramaestre de las hiladoras esperando a Mariana en el porche, visiblemente nervioso.
—¡Señora marquesa, ha ocurrido una desgracia! ¡Una de las máquinas se ha venido abajo! ¡Hay dos mujeres atrapadas!
Mariana ordenó a Shishipao que se llevase a María Francisca a la casa, y al contramaestre que fuese a avisar a don Ramón. Después se dirigió al cochero y le ordenó que la llevase a la fábrica.
Alejandra subió al carruaje antes de que su hermana pudiera evitarlo. Si no hubiese sido porque no había tiempo para discusiones, la habría obligado a bajar, pero el capataz la apremiaba, y Mariana la dejó en la berlina con la condición de que permaneciese allí cuando llegasen a la planta de hilados.
Alejandra no la obedeció. Cuando alcanzaron su destino, salió del carruaje y se horrorizó con la escena que las esperaba.
Decenas de mujeres lloraban abrazadas unas a otras, con sus delantales blancos manchados de sangre. Junto a ellas, había un grupo de niños rodeando a una muchacha con la mano envuelta en un pañuelo empapado de rojo. Ninguno tendría más de diez años. La niña no paraba de llorar en brazos de su madre, que le sujetaba la mano ensangrentada mientras la acunaba moviéndose adelante y atrás. Había perdido tres dedos. En el interior de la nave encontraron a un niño desmayado en el suelo al que un médico trataba de cortarle la hemorragia de una pierna aplicándole un torniquete. Su madre lloraba a su lado tratando de despertarlo. Unos pasos más allá, otro crío gritaba desesperado sujetándose también una pierna vendada.
Pero lo peor las esperaba al lado de las máquinas de hilado.
Hacía veinte años que su abuelo, siguiendo la tendencia de otros fabricantes de telas, había sustituido las viejas hiladoras mecánicas —que requerían la fuerza física de operarios varones para poder manejarlas— por unas hidráulicas a las que llamaban selfactinas, más fáciles de manejar y mucho más ligeras, lo que permitía sustituir a los hombres por mujeres, cuyos salarios, más bajos, abarataban los costes.
Las poleas que sujetaban los husos de una de las selfactinas habían cedido sobre los cilindros donde se enroscaban las hebras de algodón, transformadas en hilos, y habían echado abajo toda la maquinaria. Un amasijo de hierros y de maderas aplastaba a dos mujeres contra el suelo. Una de ellas había muerto en el acto. La que continuaba viva emitía un gemido cada vez que sus compañeras trataban de desplazar las piezas que la aprisionaban. A la primera sólo se le veía la cabeza, inclinada hacia un lado, con los ojos abiertos de espanto.
Olía a sangre y a polvo, y el calor que se respiraba en la planta resultaba asfixiante.
Una de las operarias que trataba de liberar a las víctimas se dirigió hacia Mariana cuando la vio llegar y la miró con una mezcla de odio y estupor que Alejandra no podría olvidar nunca.
—¡Le hemos dicho muchas veces que había que reparar estas máquinas! ¿Y ahora qué? —le gritó—. ¿Qué, señora marquesa?
Mariana le contestó sin inmutarse.
—Tú eres la mujer del encargado, ¿verdad?
—Sí, señora, y mi hijo está ahí al lado gritando de dolor, con una pierna destrozada.
En ese momento, se oyó un gran estruendo. Todas las cabezas se giraron hacia el lugar que ocupaba antes la selfactina. Los hierros que aún permanecían en pie habían aplastado a la mujer que había logrado sobrevivir al primer derrumbe.
Don Ramón acababa de llegar con el contramaestre. Los gritos y los llantos inundaron la nave de hilados mientras el sacerdote se dedicaba a impartir los últimos sacramentos a las víctimas en medio de una completa confusión.
Mariana y Alejandra permanecieron calladas, atónitas ante aquella tragedia que se podría haber evitado. Al cabo de un rato, el sacerdote bendijo a los presentes dibujando la señal de la cruz en el aire y, después, las cogió a cada una por un codo para empujarlas hacia la salida.
—Será mejor que las acompañe a casa. No es conveniente que sigan aquí.
En el exterior las esperaba la mirada acusadora de las operarias, que se iban apartando para dejarlas pasar rodeadas de un silencio que se podría haber tocado con las manos. Alejandra estaba segura de que, en caso de que el coadjutor no las hubiera acompañado, aquel silencio se habría roto en insultos contra ellas.
Don Ramón ordenó a su cochero que volviese solo a la catedral y él siguió a Alejandra y a Mariana hasta su berlina. Nada más sentarse frente a la marquesa, que no había vuelto a pronunciar una sola palabra, se inclinó hacia ella y le habló como si tuviera que consolarla.
—Escuche, Mariana. Ahora hay que ser prácticos; de lo contrario, el germen revolucionario prenderá en la fábrica como una tea. Esta gente tiene que entender que pertenece a una gran familia de la que usted es la madre. ¿Y qué madre no ayudaría a sus hijos cuando están en dificultades? Estaría muy bien que costease el entierro de esas dos pobres desgraciadas y que los médicos de su familia atendieran a los heridos. En cuanto a la fábrica, de momento yo la cerraría y dispersaría a las trabajadoras para evitar problemas. Deles trabajo en las fincas hasta que se enfríen las cosas.
Mariana asentía con la cabeza a cada frase de don Ramón, que continuó con sus consejos hasta que llegaron al cigarral.
—Ahora tiene que mostrarse caritativa. No vendría mal que les entregara una pequeña cantidad a los más perjudicados. Ya lo dijo nuestro Santo Padre en
Rerum Novarum
: frente a los peligros revolucionarios, hay que propugnar la armonía entre patronos y obreros por medio de la beneficencia.
Al día siguiente, Mariana recibió a todas las operarias en el porche del cigarral. La mayoría iban acompañadas por sus maridos. Se colocaron en fila y Mariana les fue entregando un sobre con el que pretendía callar sus bocas. Cuando le tocó a la mujer del encargado, ésta lo rechazó y volvió a encarársele.
—No necesitamos limosna, necesitamos justicia.
Mariana no la miró; se dirigió al encargado, le puso el sobre en la mano y le dijo sin alterar el tono de voz:
—¿No les di trabajo a tu mujer y a tu hijo cuando me lo pediste? Creía que erais más agradecidos. ¡No es de buen cristiano morder la mano que te da de comer!
El hombre bajó la cabeza y cogió el sobre. Su mujer quiso protestar, pero él la cogió por el brazo para que se callase, la apartó de la fila y la increpó en susurros:
—¿Estás loca? ¿Quieres que nos despidan?
Y la arrastró hasta sacarla del porche apretándole el brazo con toda la fuerza de su mano.
Dos días después, en la ermita de la aldea donde estaba situada la fábrica, consagrada a la advocación de la Virgen del Sagrario, Mariana presidió el sepelio que don Ramón ofició por las dos operarias cuyos cuerpos yacían en el atrio, en los ataúdes de pino que la propia Mariana se había encargado de sufragar.
Los maridos de las víctimas flanqueaban a la marquesa, cada uno con un hijo de la mano.
Toledo se había hecho eco de la tragedia y había querido acompañar a las familias afectadas, por lo que muchos de los asistentes no tenían nada que ver con la fábrica. Entre ellos, se encontraba también Munda, que se había colocado en el último banco, a unos metros de distancia de la familia del encargado. Mariana la distinguió al salir. Destacaba por sus vestidos entre el negro de los que abarrotaban la iglesia. No la miró ni le dirigió la palabra, pero en cuanto volvió a su cigarral avisó a sus abogados para que la advirtieran de que no volviese a pisar las fábricas ni a contactar con sus trabajadores.
Al día siguiente, cuando la vio en la puerta de la catedral sonriendo a Xisca y a Alejandra, deseó con todas sus fuerzas no haber tenido nunca aquella hermana.
Cuando eran pequeñas, Munda atormentaba a Mariana con sus risas y su empeño en llamar la atención. Nunca aceptó su autoridad como hermana mayor ni como sucesora al título que la colocaba en el primer puesto del escalafón familiar, después de su padre. Al contrario, la humillaba vistiendo a sus muñecas de criadas que se negaban a cumplir las órdenes de la señora de la casa y, cuando las de Mariana trataban de imponerse —vestidas con los trajes que les mandaba su abuela desde Toledo, con sus brocados, sus esclavinas, sus capotas y sus polisones— e intentaban que las de Munda las llamasen «amas», su hermana se llevaba sus muñecas a otra parte y el juego había terminado.
Mariana no entendía el empeño que había puesto durante toda su vida en ser diferente. Ni siquiera se había conformado con enamorarse de un joven de su posición. ¡Habría sido demasiado normal! Ella había elegido a un filibustero que no le había traído más que problemas y soledades. Podría haberse prometido con cualquiera de los jóvenes de su clase que la habían cortejado, ¡pero no!, se había quedado con un mestizo, un médico sin futuro y sin patrimonio que probablemente sólo buscase su fortuna. ¡Y qué decir de la señorita Inés!, de sus ropas blancas y de las ideas que le había contagiado. ¡Menos mal que había decidido marcharse a Alejandría! Tal vez fuera la única forma de que Munda recobrase la cordura. ¡En qué cabeza cabe que una mujer quiera ser igual que un hombre! Si hasta los médicos más famosos han demostrado las limitaciones que les producen sus trastornos físicos, un mes tras otro, y que las predisponen para las enfermedades del cuerpo y del alma. Su propia madre lo había demostrado. La debilidad de la mujer le viene de su naturaleza, de su razón de ser, que no es otra que la maternidad. Pero Munda no podría entenderlo nunca, porque, de tanto esperar a su prometido tagalo, acabaría por no cumplir su función de traer hijos al mundo. Aunque quizá ni siquiera pudiera tenerlos. Se había hecho mujer demasiado tarde, poco antes de cumplir los dieciocho años, cuando todas las jóvenes de su edad habían parido ya varias veces. Pero ni siquiera aquello le había importado. Ella se reía de todo, a pesar de que los médicos le decían que sus constantes hemorragias nasales se debían a que su cuerpo tenía que limpiar por arriba la podredumbre que no eliminaba por abajo. Muchas mujeres perdían la razón sólo por aquella causa. ¡Quién sabe si las extravagancias de su hermana no se deberían a lo mismo! Y, cuando por fin le llegó, se negaba a guardar reposo como todo el mundo y gritaba que ella no era ninguna enferma. ¡Como si su cuerpo no padeciera los mismos desarreglos que los de las demás!