Authors: Inma Chacón
No debería haberle enviado las flores. Resultaba demasiado fácil esconderse detrás de nueve rosas y una tarjeta, por mucho que viniera firmada. ¡Así no se hacían las cosas! Lo valiente habría sido presentarse ante ella y arriesgarse a que lo rechazase. Pero había preferido dejar la iniciativa en sus manos, porque así, si ella acudía a la cita, él sabría que tenía la primera batalla ganada de antemano. Aquel ramo no era el primer paso de Zhuang para iniciar un camino que podría cambiarles la vida, era una invitación para que fuese ella la que se atreviese a darlo. Y no era eso lo que ella esperaba del hombre con el que compartiría sus sueños. El valor se demuestra dando la cara, aunque el viento sople en contra y cueste avanzar.
Ella no habría tenido reparos en mirarle a los ojos, en caso de que el ofendido hubiera sido él. Si sus sentimientos eran sinceros, tal y como le parecía a Munda, debería ir a buscarla al palacete para no arriesgarse a renunciar a ellos. Sólo así le demostraría que aquellas rosas eran algo más que un ramo de flores.
A primera hora de la mañana siguiente, Munda entró en su habitación con
El Imparcial
abierto por la sección de «Anuncios telegráficos».
Entre los avisos —que destacaban las primeras palabras utilizando mayúsculas y la primera letra en negrita y varios cuerpos mayor que las otras—, se encontraba el mensaje de Manuel:
FLORES DE NILAD EN BUEN ESTADO, perfectas para la recolección. Se ofrece para invernadero y cultivo de semillas. Fecha y lugar de entrega a convenir. Urge respuesta.
A Munda se la veía eufórica. Todo su cuerpo desprendía entusiasmo. Sus ojos, su risa, su forma de moverse de un lado a otro de la habitación con el diario en las manos y su manera de acariciar el anuncio, como si las letras pudieran sentir las yemas de sus dedos.
—¡Dice que las flores están en buen estado! Eso significa que él está bien. ¡Está vivo y sano! ¡Mira! —le decía mostrándole el anuncio a Alejandra—. ¡Se ofrece para invernadero! ¡Fecha y lugar de entrega a convenir! ¡Vendrá pronto, Dios mío —continuaba gritando—, vendrá pronto! ¡Para cultivo de semillas! ¡Me está pidiendo que tengamos hijos! Le he contestado a todo que sí. Vengo de la redacción del periódico de ponerle un anuncio. ¡No puedo creerlo! ¡Ni siquiera puedo recordar qué le he dicho!
Y se abrazó a su hermana sin soltar su preciado ejemplar del periódico.
—¡Ay, Alejandra!, ¿se puede ser más feliz?
Alejandra lloró de alegría con ella.
Las dos hermanas permanecieron abrazadas durante un rato, Munda sin dejar de repetir una y otra vez el contenido del anuncio, y Alejandra, dejándola derramarse como el agua de un cántaro en el que ya no cabe una gota más.
Hasta que, de repente, Munda se dirigió a su hermana como si acabase de caer en la cuenta de que aquella mañana también podría ser importante para ella.
—¿Y tú? ¿Irás a tu cita?
Alejandra le contestó todavía con lágrimas en los ojos.
—Creo que no debo ir. Prefiero forzarle a que sea él el que venga a mí. Conoce perfectamente el camino.
—¿Estás segura?
—¡Completamente!
Aquella mañana, Alejandra la pasó encerrada en su dormitorio esperando a que pasaran las horas mientras ella trataba de controlar el deseo de correr hacia el Salón del Prado y soñando con que Munda tocara su puerta con los nudillos para anunciarle una visita. Pero nada de esto pasó. El resto de la semana, cada vez que el reloj marcaba las doce en punto, Alejandra se asomaba a la ventana de su dormitorio conteniendo la respiración, mientras vigilaba la acera del paseo de la Castellana que el falso emperador chino no llegó a recorrer nunca.
Tres meses después, poco antes de que se cumpliera el primer aniversario de la fiesta en que le había conocido, se dirigió al convento de las Madres Reparadoras, rescató a la doncella y regresó a Toledo para sufrir una nueva decepción.
Alejandra le había rogado a Mariana que leyese los telegramas de Munda y accediera a algunas de sus peticiones y ella se lo había prometido; incluso le había pedido a Munda que flexibilizase sus exigencias para que Mariana no se sintiese más presionada de lo que ya debía de estar, y ésta también había accedido. Sin embargo, al llegar a Toledo, comprobó que la marquesa no había cumplido su parte del trato.
—Lo siento, querida, lo intenté, pero los capataces se me echaron encima. En algunas fábricas del ramo, los obreros están protestando porque las mujeres les están quitando el trabajo. No es momento para encolerizar a nuestros competidores.
—¡Pero me lo prometiste!
—No recuerdo haberte prometido nada. No creo haber traicionado mi palabra si resulta imposible subirles el sueldo.
—¿Imposible? ¡Hay leyes que amparan a esas mujeres!
Mariana la miró, cargada de razón, casi con dulzura.
—No seas ingenua, querida. Algunas leyes sólo son subterfugios que hay que saber sortear. —Sus ojos azules recuperaron de inmediato la dureza que los caracterizaba—. ¿No irás a amenazarme otra vez con que no quieres volver?
Y no la amenazó, no merecía la pena. Continuó pasando con ella la Nochebuena y el día de Navidad, las fiestas del Corpus y los veranos, intentando encontrar la forma de que Mariana se moviese, aunque fuese sólo un milímetro, de sus rígidas posiciones.
El resto del año, asistía a la Institución Libre de Enseñanza con el único objetivo de preparar su ingreso en la facultad de Derecho siguiendo el ejemplo de Concepción Arenal, una de las mujeres a las que más admiraba, la primera española en conseguir el título de abogado, vestida de hombre para poder asistir a las clases.
Poco después de que Alejandra ingresara en la Institución Libre de Enseñanza, apareció el llamado «Manifiesto de los tres», en el que se defendían el divorcio y la transformación de España para igualarse en derechos a los países europeos.
Carmen de Burgos, una periodista que firmaba con el seudónimo de Colombine —y a quien los sectores más reaccionarios bautizarían con el despectivo «la divorciadora»— se sumó a aquel manifiesto y se convirtió en referente de la lucha de la mujer por los derechos civiles.
Alejandra la admiraba también.
Colombine trataba de remover las conciencias de hombres y mujeres sobre la «cuestión femenina» promoviendo, entre otras cosas, un referéndum sobre la necesidad de una ley de divorcio que liberase del yugo de su esposo a las mujeres que vivían en el infierno de un matrimonio mal avenido.
Alejandra había visto con sus propios ojos las consecuencias del dogmático «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre». No había podido olvidar a la campesina que la Guardia Civil devolvió a su marido, cargado con una escopeta. Nunca supo lo que había ocurrido con aquella pobre desgraciada, pero cuando contempló sus pómulos amoratados se prometió a sí misma que lucharía con todas sus fuerzas para que llegase el momento en que la ley amparase a cualquier mujer que tuviera que taparse la cara y huir, como aquella pobre con su pañoleta.
Cuando consiguió ingresar en la Universidad Central de Madrid, gracias a cinco años de estudios y de esfuerzos y al apoyo de Munda —que continuaba comunicándose con Manuel a través de los anuncios telegráficos de
El Imparcial
—, todavía se les exigía a las mujeres una autorización especial del gobierno para optar a una matrícula oficial, así que Alejandra no tuvo más remedio que solicitarla. Corría el año 1905 y la joven había cumplido ya los veintidós.
El día en que asistió a su primera clase en la facultad de Derecho, junto con otras dos jóvenes, tuvo que ser escoltada por dos policías hasta la antesala de los profesores con el fin de evitar las protestas del resto de los estudiantes. Allí esperaron las tres al catedrático que las debía conducir hasta el aula donde escucharían sus clases sentadas en sillas cercanas a él y junto al que regresarían a la antesala para no coincidir en los pasillos con sus compañeros varones.
En aquella época, la sensación de que alguien la seguía volvió a acompañarla con frecuencia. No podía decir con seguridad que fuese cierto, pero en muchas ocasiones, cuando caminaba por la calle, e incluso por los pasillos de la Universidad Central, sentía un cosquilleo en la nuca que le bajaba hacia la espalda.
Habían pasado casi tres años desde que Xisca saliera del Colegio de Doncellas Nobles, gracias al codicilo testamentario de su abuelo, y más de cuatro desde que Alejandra renunciara a dejarse enamorar por el falso emperador de China, quien continuaba escribiéndole cartas que ella tiraba sin abrir.
Y en aquellos días, en aquel aula donde los estudiantes la miraban con una mezcla de expectación, recelo y desconcierto, conocería al hombre que cambiaría su vida y la de su sobrina María Francisca.
Una vez en Valencia, Munda y Alejandra se instalaron en el mismo hotel de la playa de La Malvarrosa donde Alejandra y Xisca se habían alojado doce años atrás, cuando Mariana permitió que su hija viajase por primera vez a la capital del Turia.
Nada más llegar a la habitación, desembalaron el cuadro del ángel y lo observaron, con la seguridad de que escondía algunas respuestas a sus muchas preguntas.
Las dos suponían quién podía darles noticias sobre los hijos de Xisca: el mismo que le había regalado aquel adorno de madera que ahora se disponían a inspeccionar; aunque aún no sabían cómo abordar el encuentro con él.
Munda encendió su pipa, cogió una lupa que guardaba en el bolso de mano y la acercó a la sobrepuerta para mostrársela a su hermana.
—¿Qué ves?
—Una bola de cristal, libros apilados y un ángel que los sujeta.
-—Fíjate bien. ¿Cómo están los libros?
—Pues... no sé... Uno encima de otro. Sólo se ve el lomo de una de las pilas. Y parece que hay algo escrito.
—Así es. Apilados en forma de columnas. Dos columnas. —Y le dio la lupa a Alejandra para que mirase los libros a través de ella—. ¿Qué pone en la tapa del primer libro de la columna de la izquierda?
—Una B.
—¿Y en la del de la derecha?
—Una J.
—¿Y en el que no toca las alas del ángel, el que se refleja en la bola de cristal?
—Una G.
—¿Te das cuenta? ¡No son libros! ¡Son columnas masónicas! ¿Qué ves detrás del ángel?
—Parece un estandarte.
Alejandra recorrió con la lupa la zona que le señalaba Munda y exclamó:
—¡Mira, tiene dibujada una espiga parecida a la de nuestro escudo!
—¿Y qué hay en el cielo, a cada lado del ángel?
—Parecen el sol y la luna. Pero están bastante borrosos.
—Lo son. ¿Te das cuenta? Lo pintó algún hermano de nuestra hermandad.
Alejandra soltó la lupa y miró a su hermana desconcertada, como si no hubiera oído bien lo que Munda acababa de decir.
—¿Has dicho de nuestra hermandad?
—¡Así es!
—¿Nuestra?
—De Xisca y mía.
—¿Me estás diciendo que Xisca también era masona? ¿Y de tu propia logia?
—¡Ay, hermanita! Todavía hay muchas cosas de nuestra sobrina que no conoces.
—¡Eso es imposible! ¿Cómo iba a ir a las tenidas? Mariana no le permitía apenas salir del palacio.
—No le hacía falta su permiso. Algún día te hablaré de lo que nuestro abuelo dejó en el sótano.
—Algún día no, ¡ahora!
Y Munda le habló del codicilo. Le contó la emoción que sintió la primera vez que entró en el templo masónico que albergaban los pasadizos secretos del palacio de Sotoñal. Le habló de la biblioteca donde su abuelo guardaba incunables que habían sobrevivido a la Inquisición y a todos sus índices de libros prohibidos; de cómo le temblaron las piernas sobre el suelo ajedrezado donde sus abuelos organizaban las tenidas mientras su abuela, ajena por completo a lo que sucedía en el sótano, recibía cada tarde de martes, su día de visita, a las mujeres de rancio abolengo de Toledo.
Alejandra la miró desconcertada. Sabía que, cuando Xisca salió del colegio, había sido gracias a la intervención de Munda, que el testamento de su abuelo había sido la clave y que todo ello tenía que ver con la masonería. Pero siempre había procurado mantenerse al margen. Munda había elegido una vida de rituales y símbolos que a ella no le interesaban.
—¿Por qué no me lo habías contado nunca?
—Porque a ti no te gustan los secretos. Siempre has huido de ellos y no quería cargarte con uno tan pesado. Mariana no podía saberlo y tú pasabas demasiado tiempo con ella.
—Es imposible que Mariana no supiera lo que había en su casa. Siempre lo ha controlado todo. ¿Cómo iba a dejar pasar algo tan importante? Nadie puede entrar o salir de ese palacio sin que ella esté al corriente.
—¡Desde luego! Pero cuando acepté el codicilo, alquilé un carro y le hice creer que me había llevado todo lo que debía llevarme. Cuando, en realidad, lo que hice fue tapiar la puerta que daba a uno de los pasadizos y abrirla por otro lado. En el carromato sólo iban los cascotes de la obra.
—¿Y Mariana no bajó nunca a los sótanos?
—Supongo que sí. Pero aquello es un laberinto en el que hay que saber moverse. Sólo Xisca y yo sabíamos cómo llegar desde dentro del palacio. Los demás hermanos lo hacían desde el otro lado del río. Desde el cigarral de la señorita Inés.
Munda continuó con su relato ante la mirada atónita de su hermana. La señorita Inés le había comprado el cigarral al propio marqués. En verdad, no se trataba de un cigarral, sino de una proyección del palacio hacia el exterior, una tapadera para esconder la salida que utilizaban los antiguos marqueses de Sotoñal para salir de la ciudad durante las guerras de religión que les habían afectado desde que le concedieron el título al primer marqués.
Munda había escuchado desde niña numerosas historias sobre pasadizos secretos en Toledo. Siempre había creído que formaban parte de ciertas leyendas de cristianos que huían de los musulmanes, de judíos de los cristianos, y de todos de todos, en una ciudad que había sido ejemplo de convivencia de tres religiones que se fueron alejando por culpa de la intolerancia.
Cuando recorrió aquellos pasadizos, se imaginó a sí misma en la Edad Media, después de proclamarse el estatuto de limpieza de sangre: una cristiana impura huyendo del palacio, perseguida por la Inquisición por llevar unas gotas de sangre judía en sus venas; y en la década ominosa, escapando por haber abrazado la masonería durante su prohibición, cuando Fernando VII quiso librarse de la herencia francesa de José Bonaparte.