Authors: Inma Chacón
Era cierto que ella le había exigido a Jorge algo parecido a lo que sufría Munda, pero había una diferencia sustancial entre ella y Manuel: él era la ausencia, el silencio y el vacío, mientras que ella era la presencia continua, la esperanza de un final que sólo dependía de la decisión de Jorge.
Al llegar al número 8 de la calle Relatores, comprobó que la esperaba una sorpresa que jamás habría imaginado. La mujer del tren que se cubría los moratones de la cara con un pañuelo estaba sentada en el cuartito que hacía las veces de portería.
No había cambiado demasiado, por lo que Alejandra recordaba, pero estaba mucho más hermosa. En su rostro no quedaba ninguna señal de los golpes.
Alejandra la miró, segura de que ella también la había reconocido, y le preguntó:
—¿Usted?
La joven se cubría los hombros con una toquilla de lana negra muy similar a la que llevaba cuando la conoció en la estación de Illescas, y se la cruzó sobre el pecho mientras se levantaba. Sus movimientos eran lentos y armoniosos y con la mirada transmitía una seguridad que Alejandra no había visto jamás. Parecía como si de aquella joven asustada y temblorosa hubiera surgido una mujer capaz de transformar el miedo en fortaleza. El hierro fundido convertido en espada. La luz que se impone a la oscuridad, la calma a la ira, el orden al caos. La desaparición de las ciénagas. Las alas desplegadas de un águila.
—Buenas tardes, señorita Alejandra. El señor Juan la está esperando en su despacho. —Y comenzó a subir la escalera.
Alejandra la siguió sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo. ¿Por qué sabía su nombre aquella muchacha? ¿Quién era? ¿Qué hacía allí? ¿Desde cuándo? ¿Qué había sido del hombre de la escopeta? ¿Qué sucedió cuando bajó del tren? ¿Qué relación tenía la joven con Zhuang Shangsheng? ¿Se conocían ya cuando trató de subir al vagón de tercera de su mismo tren hacía seis años?
Eran demasiadas preguntas para dejarla continuar subiendo la escalera sin abordarla.
—¡Espere! ¿Qué significa esto? —le dijo deteniéndose en el primer rellano—. ¿Qué hace usted aquí? ¿De qué me conoce?
—El señor Juan se lo explicará todo, señorita Alejandra. Yo no soy importante.
Y su corazón volvió a ser un martillo descontrolado que no paraba de darle golpes en el pecho.
Al llegar al primer piso, la muchacha golpeó con los nudillos una puerta donde había colocada una placa en la que podía leerse: Juan Sánchez - Abogado. Acto seguido, se abrió la mirilla y aparecieron los ojos achinados de Zhuang, que abrió la puerta al verlas.
—Gracias, María.
—Para servirle.
Entonces, en lugar de bajar la escalera, la joven se dirigió hacia el segundo piso y desapareció de la vista de Alejandra.
Antes de sugerirle con un ademán que cruzase la puerta, el falso emperador contempló a Alejandra durante unos instantes.
Ella también le miró. Apenas había cambiado desde el día en que le viera en el Salón del Prado con su gabán, su sombrero de copa y aquella misma mirada con la que había soñado tantas veces.
La joven pasó al interior de la casa y esperó a que el anfitrión rompiese el silencio.
El piso no tenía recibidor; en su lugar, una cortina de terciopelo verde, ligeramente recogida hacia un lado, cortaba el pasillo en dos tramos, el primero de unos dos metros de largo y el segundo de más de quince, plagado de puertas a izquierda y derecha.
Zhuang se colocó junto a la cortina y le cedió el paso. Alejandra comenzó a recorrer el pasillo delante de él, erguida, con paso firme, tratando de no dejar traslucir su nerviosismo.
El pasillo terminaba en una especie de chaflán compuesto por dos estancias simétricas, una a cada lado. De frente, un enorme ventanal que iluminaba todo el corredor y recortaba la figura de Alejandra al contraluz mientras avanzaba volviéndose de vez en cuando para saber dónde debía detenerse. Al llegar al ventanal, el falso emperador abrió una de las puertas y le indicó que pasase con un gesto de la mano.
—Por favor, toma asiento —le dijo señalándole una silla confidente al tiempo que él se colocaba de pie delante de la suya, al otro lado de una mesa de despacho plagada de papeles.
Alejandra se sorprendió. Estaba convencida de que las primeras palabras que le dirigiría estarían relacionadas con su aspecto: «Te has convertido en una hermosa mujer», «Has cambiado mucho desde nuestro último encuentro», «Eres tan hermosa como recordaba», o alguna otra frase similar, preñada de convencionalismos. Pero se había equivocado; Zhuang esperó a que ella se acomodara, se sentó al borde de su silla, apoyó los codos en el escritorio, y fue directamente al asunto por el que la había hecho llegar hasta él.
—Tengo malas noticias para Munda.
Alejandra se inclinó hacia delante, alertada y confundida. No se le había ocurrido en ningún momento que la conversación pudiera girar en torno a Munda.
—¿Le ha pasado algo a Manuel?
—Ha caído prisionero de los yanquis. Le han condenado a treinta años de cárcel por participar en el sabotaje de un puente. Me ha pedido que le diga a tu hermana que ha muerto en una escaramuza de la guerrilla.
Lo dijo como si estuviera leyendo un parte de guerra, midiendo cada palabra para que no le temblaran los labios, simulando una frialdad que todo su cuerpo desmentía, tenso, demasiado recto, con las manos cruzadas bajo la barbilla como si buscase un punto de equilibrio.
—Lo lamento, Alejandra. He preferido informarte a ti.
Alejandra se recostó contra el respaldo de la silla y suspiró sin decir nada. Aquella noticia mataría a Munda. Hacía diez años que esperaba a Manuel y casi seis que se comunicaba con él a través de los anuncios telegráficos de
El Imparcial
. Una vida entera. Una historia de amor y de esperanza que no merecía aquel final.
—No puedo decirle que Manuel ha muerto. Sería matarla también a ella.
—Tampoco puedes decirle que espere treinta años más. Manuel no volverá a enviarle mensajes. Y, aunque quisiera hacerlo, desde la cárcel le resultaría prácticamente imposible. Ha sido muy tajante. Es preferible que tu hermana pase su duelo y se olvide de él. Se merece encontrar a otro hombre que la haga feliz.
—Eso podría haberlo pensado antes, cuando veía que los años pasaban. Ahora es demasiado tarde. Debería haber liberado a Munda de su compromiso hace mucho tiempo.
—Nadie podía imaginar que la guerra fuera a alargase tanto. Los norteamericanos nos engañaron. Nos hicieron creer que nos ayudarían cuando sus verdaderas intenciones eran colonizarnos otra vez. Manuel no es responsable de eso.
—Pero sí de no haber venido a verla ni una sola vez.
—Lo intentó en varias ocasiones, pero estaba muy vigilado.
—Vigilado o no, tendría que haberlo conseguido.
En el despacho se respiraba un aire denso y eléctrico que se iba cargando a medida que avanzaba la conversación, cuyo tono subía por momentos.
—¿Crees que él no lo deseaba tanto como ella? ¡Por Dios Santo, Alejandra! ¡No seas injusta!
—¡Si él lo hubiera deseado tanto como ella, te aseguro que habría encontrado la manera de venir a verla!
—¡Y yo te aseguro que no resulta fácil salir de la selva y volver a entrar!
—Ninguna selva puede justificar que un hombre alimente los sueños de una mujer durante años.
—¿Por qué no? ¡Sus sueños eran los mismos! ¡Él también ha sufrido por ella!
Era la primera vez que se tuteaban desde que se conocían, y aquello había creado entre ellos una familiaridad que cualquiera que no conociera su historia diría que se debía a largos años de convivencia.
Zhuang se levantó de su asiento y la miró a los ojos. Sus palabras sonaban a reproche, pero no al que Alejandra le estaba dirigiendo a Manuel, sino a uno contenido, dirigido directamente contra ella.
—Él habría venido a buscarla si la guerra hubiese terminado. Pero Filipinas es un hervidero del que no se puede salir.
—¿De veras? ¿Acaso no te mueves tú a tu antojo de acá para allá?
—Si hubieras leído mis cartas sabrías que eso no es cierto.
Alejandra subió aún más el tono de voz, tanto que si no hubiera sido por las dimensiones del piso y porque el despacho se encontraba al final del largo pasillo, sus gritos podrían haberse oído en la escalera de la finca.
—¿Y cómo sabes que no lo he hecho? ¿También tienes espías en mi dormitorio?
Y Zhuang también gritó.
—¡Porque sabrías que no me he movido de aquí durante estos cinco años!
—¡Seis!
—¡Cinco años, once meses y nueve días!
—¡Seis años y dos meses!
—¿Estás segura?
—¡Completamente!
—Así que tú tampoco te has olvidado de nuestro baile. ¡Lo sabía!
Los dos se habían levantado de sus sillas y se habían colocado frente a frente. En aquel momento, la distancia entre sus cuerpos no llegaba a los treinta centímetros. Alejandra levantó la barbilla, como si con aquel gesto quisiera reforzar una orden que no admitía refutación posible, y le increpó.
—¡Pídeme perdón!
Entonces, Zhuang le cogió la cara con las manos, igual que había hecho tantas veces en sus sueños, y le besó la frente, los ojos, los pómulos, la barbilla y la boca mientras repetía una y otra vez:
—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón!
Y ella se dejó besar como si estuviera en uno de sus sueños y no quisiera despertar.
—¿Sabes cuántas veces te he pedido que te cases conmigo? —preguntó Zhuang separándose de ella para mirarla.
—¿Cuántas? —dijo Alejandra dejándose mirar, esbelta, morena, suave, como una diosa tagala.
—Una por cada carta que no has abierto.
—¿Y por qué no me lo pediste mirándome a los ojos?
—Porque no te merecía. Vivo escondido bajo un nombre falso y me arriesgo cada día a que me descubran y me envíen a la cárcel. En el piso de arriba tengo escondidas a cinco mujeres que han huido de sus maridos. Cada vez que suena el timbre pienso que es la policía.
—¿María?
—Sí. Ahora trabaja como portera de esta finca y ayuda a otras mujeres a salir del infierno. Organizamos su huida después de un intento fallido en el que coincidió contigo.
—¿Me seguíais a mí o a ella?
—A ti. Te he seguido desde el primer día. Al principio, yo mismo, deseando que te dieras la vuelta y me descubrieras; y después, cuando comprendí que me estaba arriesgando demasiado, envié al amigo que te ha traído hasta aquí.
—No debiste hacerlo. Si me lo hubieras pedido como Dios manda, te habría dicho que sí.
—Por eso no lo hice. Sólo salgo de este piso en ocasiones excepcionales y después de haber tomado cien mil precauciones. No puedo volver a Manila porque los yanquis han distribuido mi foto por todos los puertos y en España estoy en busca y captura por alta traición. Cuando me uní a la insurgencia era soldado de Su Real Majestad. No tenía derecho a pedirte que fueras la esposa de un renegado.
—Entonces ¿por qué me lo has pedido en tus cartas tantas veces?
—Era una forma de desahogarme. Sabía que no las leías, porque en todas te decía que aconsejases a Munda que cambiase de periódico. Tantos anuncios sobre flores de nilad en
El Imparcial
podrían resultar sospechosos.
—¿Y ahora qué?
—Ahora, si tú quisieras, te lo pediría sin necesidad de cartas.
Se había hecho de noche, hacía más de cuatro horas que Alejandra tendría que haber vuelto al palacete. Tenía que irse ya.
—Ahora no podría aceptar. Estoy comprometida.
—Lo sé.
—Entonces sabrás que él es un buen hombre y que por nada del mundo quisiera verle sufrir. Le amo. Y su amor es lo más real que he tenido en estos años. Lo siento, Zhuang, pero deberíamos olvidarnos de esta tarde.
Alejandra salió del número 8 de la calle Relatores envuelta en dudas. No sabía qué hacer con respecto a Munda, y la idea de perder a Zhuang justo tras haberlo encontrado le nublaba el pensamiento. Amaba a Jorge, de eso estaba segura; ni siquiera el encuentro con Zhuang modificaba en lo más mínimo sus sentimientos hacia él. Le había impuesto el silencio y la espera como única condición para corresponderle, y él los había respetado, no podía traicionarle. Sin embargo, también quería a Zhuang. No podía negárselo a sí misma. Le quería desde el baile con el que recibieron al siglo XX. Le quería desde entonces, ¡sí, le quería! Por mucho que se hubiera resistido a ello, aquel amor había permanecido dormido, a la espera de que él lo despertase. Y ahora, cuando disfrutaba de un amor más tranquilo, más paciente, mucho más sosegado, renacía aquel fuego que tendría que apagar le costara lo que le costase, por los mismos motivos por los que le había exigido a Jorge su silencio y su paciencia. Aquella tarde no podía repetirse.
En el paseo de Recoletos, tomó el tranvía en dirección a la Castellana y se recostó en el último asiento. Tenía que pensar en Munda. No tenía derecho a decirle que Manuel había muerto. No podía destrozar su sueño de volver a verle algún día.
Cuando ella se había negado a reproducir su historia de ausencias y de esperas, su hermana le había dicho que, aunque no volviese a verle ni a rozarle, seguiría sintiendo su presencia cada vez que le recordase; y que aquello le bastaría para seguir amándole.
Munda había asumido aquellos diez años sin haberle exigido nunca nada a Manuel. Ni una súplica, ni un reproche, ni una condición. Si supiera que tendría que esperarle treinta años más, lo afrontaría con la misma paciencia y con idéntica esperanza.
No importaba si Manuel no podía seguir enviando anuncios telegráficos desde la cárcel; entre todos encontrarían una alternativa para que Munda pudiera comunicarse con él. Manuel era masón, como ella, y como probablemente también Zhuang, y los hermanos se ayudaban entre sí en cualquier circunstancia en que lo necesitasen.
Cuando llegó a su parada, Alejandra bajó del tranvía con la determinación de contárselo todo a Munda. Le hablaría de su encuentro con Zhuang, de la condena de Manuel y de la certeza de que hallarían una forma de establecer contacto. Nunca le habían gustado los secretos, y no sería ella quien alimentase el que más daño podría hacerle a su hermana.
Pero resultaba más difícil de lo que imaginaba. Munda le abrió la puerta del palacete con una sonrisa.
—¡Ha caído el gobierno conservador! Le han dado la Presidencia del Gobierno al Partido Liberal. ¡Ahora sí van a cambiar las cosas!