Tiempo de arena (20 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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—¡Estoy segura, Munda! Él es diferente. Nunca me pondría una cadena al cuello. ¿Crees que habría esperado por mí tanto tiempo si quisiera cambiarme?

Y era cierto; estaba segura de que Jorge la quería como era y que así sería siempre.

En cambio, el que sí le preocupaba era Zhuang, a quien tenía que darle la noticia. Aquella misma noche se presentó en el despacho y abordó el tema sin rodeos.

—Espero que lo entiendas —le dijo mostrándole su anillo de brillantes.

—¿Y si no lo comprendo?

—Entonces no me quedaría otra alternativa que elegir.

Zhuang le cogió la mano y rodeó el anillo con los dedos. Él nunca podría comprarle uno. No podía ofrecerle más que una vida de clandestinidad, estrecheces y problemas.

—Ya lo has hecho, mi queridísima Alejandra.

—No digas eso. Los dos sabíamos que llegaría este momento.

—Tienes razón, los dos sabíamos que tendría que perderte tarde o temprano.

Alejandra se abrazó a él y se acurrucó contra su hombro.

—Nada tiene por qué cambiar entre nosotros, si tú no quieres. Prométeme que nada cambiará.

—Lo siento, no puedo hacerte esa promesa. Dudo que pueda soportar pensarte en otros brazos. —Y Zhuang la besó como si fuese la última vez que iba a hacerlo.

—Está bien —le dijo Alejandra—. ¡Nada de promesas!

Y salió de la calle Relatores con la firme decisión de volver. Zhuang no tendría más remedio que aceptar la situación. Él sabía que su compromiso con Jorge era previo a la relación que mantenía con él, y le irritaba la falta de coherencia que supondría romperla. Cuando llegase el momento, ella sabría convencerle. Hasta entonces, ni siquiera Zhuang podría ensombrecer la felicidad que sentía por su próximo enlace. Ella los quería a los dos, a cada uno a su modo, como su padre había querido a su madre y a la señorita Inés. La boda no cambiaba aquellos sentimientos.

A la mañana siguiente, le comunicó a Mariana la noticia por conferencia y la informó de que aquella misma tarde le presentaría a su prometido.

28

Los novios se dirigieron a Toledo en un automóvil que el padre de Jorge le había regalado unos meses antes de que éste se convirtiera en abogado.

El verano acababa de empezar, pero el calor ya era prácticamente insoportable. Mariana los esperaba en el jardín del palacio de Sotoñal con una recepción a la que había invitado a lo más granado de Toledo.

Bajo las sombras de la arboleda y de los parterres, se respiraba el aire templado de las últimas horas de sol. La marquesa estaba radiante. Hacía un par de años que había sustituido sus ropas de alivio de luto por las de color, y para aquella ocasión se había comprado un vestido de tafetán de seda azul bordado de perlas.

Mariana se sentía orgullosa de la elección de Alejandra: un joven rico y educado, perteneciente a una familia de fabricantes de muebles, digna de emparentar con los Camp de la Cruz, por lo que había averiguado, respetuosa con las leyes de la Iglesia y amante de las buenas costumbres. No podía pedir más para su hermana pequeña.

En aquel primer encuentro, fijaron la fecha de la boda para el último día del verano. Mariana les regalaría el palacete de ladrillo rojo del barrio de los Austrias frente al que Alejandra se había detenido cientos de veces cada vez que iba a visitar a Zhuang. Ya no estaba disponible, pero Mariana sabría cómo convencer al nuevo propietario para que se lo vendiese.

En la placa que colocarían en la fachada, cada uno figuraría con su nombre, y en cada asunto que les llegara al despacho, Alejandra tendría los mismos derechos y obligaciones que Jorge, por mucho que las leyes dijeran lo contrario; fue la única condición que le puso para aceptar compartir su vida con él.

La marquesa le rogó a Alejandra que le permitiese ocuparse de los preparativos. Los Sánchez Mas se alojarían en el palacio de Sotoñal tanto para la boda como para la fiesta de pedida que también Mariana se encargaría de organizar.

En ausencia de hombres en la familia, acordaron que el hermano del novio actuaría como padrino de bodas. El enlace se celebraría en la catedral de Toledo, como era obligado, y el banquete en el palacio de Sotoñal. Mariana se encargaría también del menú, el mismo que se había servido en la boda de Alfonso XIII con la reina Victoria Eugenia unos años atrás. El postre sería una sorpresa que la marquesa encargaría en la mejor pastelería de Toledo, especializada en mazapanes.

La novia saldría del cerro del Emperador, donde se expondrían los regalos de los invitados. Mariana habría preferido que lo hiciera desde su palacio, pero Alejandra había tomado posesión de su herencia hacía dos años, el cigarral era su casa y le parecía una extraordinaria ocasión para estrenarla. Además, accedió a la petición de organizar la boda a la manera de su hermana con una sola condición, la misma que le había puesto a Munda antes de salir de Madrid: que dejasen atrás sus diferencias durante aquellos días y, la semana anterior al enlace, toda la familia se trasladase a vivir otra vez al cerro del Emperador, desde donde ella saldría vestida de novia.

Alejandra estaba convencida de que el encuentro en el cigarral volvería a convertirlas en aquella piña que viajaba unida en el barco que las había traído desde Manila, huérfanas del hombre que les había enseñado que los sueños deben perseguirse, por muy peregrinos que sean.

Munda había aceptado a regañadientes. Lo había hecho por Alejandra, porque ella había conseguido un sueño que parecía imposible: no sólo había estudiado una carrera universitaria en una España en la que las mujeres habían tenido que luchar incluso para acceder a la enseñanza secundaria, también había conseguido que Jorge esperase cinco años por ella y les demostrara a todos que la paciencia tenía sentido, que el amor puede crecer aunque la distancia y el tiempo vayan en su contra.

Por otro lado, aunque imaginaba que el encuentro con Mariana sería un fracaso, Munda estaba emocionada. Sería un buen homenaje a sus padres volver a ocupar el cigarral donde fueron felices. El hecho de que la comitiva nupcial saliera desde su casa sería una forma de tenerlos a ellos también presentes en la boda. Pero, por encima de todo, le emocionaba pensar que, después de doce años, compartiría techo otra vez con María Francisca, el mejor aliciente que podía ofrecerle su vuelta al cerro del Emperador.

Mariana aceptó trasladarse al cigarral inmersa en los mismos sentimientos contradictorios. Habría preferido que la novia saliera del palacio —y no estaba muy segura de que no surgiera algún contratiempo con Munda—, pero merecería la pena el intento de volver a sentirse una familia.

Un mes antes de la boda, la marquesa encargó a una fábrica de Alemania un automóvil sin capota, un Mercedes Benz de seis plazas del que se había encaprichado cuando apareció en la revista
Blanco y Negro
en una noticia sobre una boda real austríaca. María Francisca, Munda y ella se trasladarían a la iglesia en el descapotable y la novia lo haría en la carroza del siglo XVIII que había conducido a su abuela y a su bisabuela al altar, tirada por cuatro caballos empenachados.

El mismo día de la boda, María Francisca cumpliría diecisiete años. La joven nunca había sentido tantas emociones juntas como en aquellos meses previos a la ceremonia.

Acostumbrada a una rutina marcada por las rigideces y la falta de afecto de su madre, la vida se había convertido de repente en una aventura de la que ella también era protagonista.

La monotonía había sido su día a día hasta que Alejandra se presentó en el palacio de Sotoñal para hacer oficial su compromiso con Jorge. Hasta entonces, las jornadas se habían sucedido iguales unas a otras y, de no haber sido por la afición a la lectura que le había transmitido Alejandra y porque había descubierto que se le daba muy bien dibujar, su existencia le habría parecido un infierno inútil.

Mariana la vigilaba constantemente. No recordaba un solo día en que su madre no hubiera supervisado cómo se vestía, qué cuadros pintaba —ninguno digno de colgar en una pared, según el criterio de su madre— o cómo se comportaba cuando las señoras de Toledo iban a tomar el té al palacio.

Una de las cosas que más detestaba su madre de ella era su tendencia a enrojecer por cualquier motivo. Mariana no podía soportar cuando comenzaba a encendérsele la cara y se quedaba muda ante los cumplidos que le hacían sobre su aspecto. En más de una ocasión, su madre la había disculpado ante sus amigas sin que a ella le hubiera dado tiempo a reponerse. Siempre utilizaba la misma expresión, que no hacía sino aumentar su bochorno:

—¡Discúlpala! Es muy retraída.

Y la miraba como si quisiera taladrarla. María Francisca bajaba entonces la cabeza y se odiaba a sí misma por su falta de carácter, así que su madre volvía a disculparla.

—¡No sé de quién habrá heredado tanta timidez!

Mariana tampoco soportaba su incapacidad para tratar a los criados como le correspondía a la dueña de la casa, y se lo hacía notar constantemente, ya fuera a solas o incluso delante de ellos.

—¡Por Dios santo! ¡Parece que les estés pidiendo un favor! —solía decirle—. ¡Tienes que mostrar más autoridad! ¿O es que acaso no sabes lo que es eso?

Sin embargo, desde que Alejandra le había comunicado su decisión de casarse con Jorge, su actitud hacia ella había cambiado.

La casa parecía haberse vuelto loca. Su madre iba y venía de allá para acá atendiendo un sinfín de encargos: las telas de los vestidos que llevarían en la fiesta de pedida y en la boda, las pruebas de la modista, los tocados, los zapatos, la porcelana de Limoges en la que se serviría el banquete, la cristalería de Bohemia, la cubertería de plata terminada en oro, las invitaciones, el lugar de la mesa que ocuparía cada invitado, los regalos que no paraban de llegar y se enviaban al cerro del Emperador, y decenas de detalles más que Mariana preparaba como si en ello fuera la honra de la casa de Sotoñal. Xisca nunca la había visto tan abstraída en una actividad. Parecía diferente, más capacitada para expresar sus emociones, más sensible, más humana. Era como si la boda de Alejandra la hubiera rescatado del glaciar en el que vivía atrapada desde hacía siglos, como si aquella boda la devolviera a la vida y en ella culminaran todos los esfuerzos que había hecho por merecer el título centenario que había heredado. Tal era su concentración en los preparativos que María Francisca sintió que, por primera vez, aflojaba la cuerda con la que la amarraba desde que su hermano muriera hacía quince años.

Cualquiera diría que se trataba de una madre que casaba a su hija. Una madre como todas las madres, nerviosa y entusiasmada, preocupada por organizar una boda perfecta.

Los días se convirtieron en un ir y venir de criados que limpiaban sobre limpio las alfombras, las lámparas, los suelos, la plata, los dorados y cualquier rincón que ordenara la marquesa. Todo tenía que estar reluciente y en su sitio para recibir a la familia Sánchez Mas.

A finales de julio, dos meses antes de la boda, tuvo lugar la fiesta de pedida. Los padres y el hermano de Jorge llegaron de Valencia poco antes de la hora de cenar. Tras las presentaciones de rigor, los invitados se instalaron en sus habitaciones, descansaron y se cambiaron para participar en el primer acto oficial que compartirían con la familia de la novia.

Alejandra había llegado de Madrid el día anterior. Munda le había pedido que la liberase de aquel compromiso, por lo que no participaría en la cena.

La primera impresión que le produjo a Mariana la familia del novio fue muy satisfactoria. Desde el principio, Alejandra se dio cuenta de que enseguida habían tomado confianza, como si se conocieran de antes. Es más, en el instante en que su futuro cuñado inició el besamanos para saludar a la marquesa, Alejandra tuvo la extraña sensación de que había vivido aquel momento con anterioridad, como si el recuerdo se adelantase una fracción de segundo al acto que lo provocaba. Le había ocurrido lo mismo con Jorge hacía un mes, cuando éste se había inclinado y acercado sus labios a la mano de Mariana. Alejandra se estremeció a causa de la sensación de vivir aquel encuentro por segunda vez; sin embargo, aunque le resultó desagradable, no le dio la menor importancia: aquellas cosas pasaban con frecuencia y su felicidad era demasiado grande como para distraerse pensando en ellas.

Mariana había ordenado que se sirviera la mesa en el comedor principal del palacio —que sólo se usaba para ocasiones especiales— con todo el boato y la pompa que la casa de Sotoñal debía ofrecer a sus invitados.

Todos vestían de gala. Ellas, con sus joyas más selectas y sus trajes —bordados de azabache, perlas diminutas o cristales— rectos por delante y con algo de volumen por detrás, acabados en una pequeña cola. Y ellos de esmoquin, elegantes y sobrios.

Por su tamaño, a la mesa podrían haberse sentado veinte personas. Mariana ocupó una de las cabeceras y el padre del novio la otra. A la derecha de Mariana, la madre del novio, y éste, a su izquierda; a la derecha del padre del novio, la novia; a su izquierda, Xisca, y a la izquierda de Xisca, entre ella y la madre del novio, el joven más atractivo que había visto jamás, el primer hombre que la haría sentirse diferente, única, hermosa y afortunada.

Atendía por el sobrenombre de Jaque, equivalente al Jaime que le habían dado en la pila bautismal, aunque, después de las primeras palabras de cortesía que se dirigieron unos a otros, manifestó que el apelativo le desagradaba.

—Parece nombre de perro.

—No le gusta que le llamemos Jaque fuera de casa —dijo su madre sonriendo—, pero ahora estamos en familia, ¿no es así, querido?

Él también sonrió y se mostró condescendiente.

—Tampoco me gusta que me lo llamen en familia, pero es una batalla perdida. Ustedes pueden llamarme como les plazca —dijo mirando a sus anfitrionas y levantado su copa de vino—, de todos modos les responderé encantado.

Mariana miró a María Francisca como si la estuviera invitando a participar en la conversación, pero al verla dudar tomó ella la palabra sin dejar de mirar a su hija.

—También mis hermanas llaman por un mote a María Francisca, ¿verdad, Xisca?

A Xisca se le subieron los colores. La palabra mote para referirse a su nombre le pareció ofensiva. Se lo había puesto Munda en honor a una de sus amigas mallorquinas y a ella siempre le había parecido un regalo, al contrario que a su madre, quien, tal vez porque provenía de Munda, lo encontraba vulgar y estrafalario. Ella nunca la había llamado así, pero, desde que la familia política de Alejandra se había sentado a la mesa, todos sus actos parecían encaminados a provocar la simpatía de Jaime hacia ella.

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