Tiempo de arena (22 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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—Tú también entrarás vestida de blanco por esa puerta cuando te cases conmigo. ¿Me dejarás que te llene de besos?

Xisca se alejó de él desconcertada, sin mirarle ni contestarle. No sabía qué pensar de él. Es más, no sabía qué pensar sobre ninguno de los dos hermanos. Jorge había cortejado a su tía Nana con cinco años de silencio y le había pedido matrimonio sin más contacto que su presencia en la misma clase de la universidad. Y Jaime acababa de sorprenderla a ella con un despropósito que más bien debía considerarse como una broma de mal gusto. Desde su punto de vista, y a pesar de que siempre había animado a Alejandra a mantener las esperanzas sobre Jorge, el matrimonio de su tía comenzaría con un total desconocimiento mutuo de los novios. La idea del amor platónico que crece con la espera había anidado en Alejandra influida por la absurda relación que Munda seguía manteniendo con Manuel. Sin embargo, para Xisca el amor era otra cosa. Ella había desarrollado su propia idea del cortejo, inspirada en el espíritu romántico que se expandía desde hacía décadas por toda Europa como reacción al clasicismo y al racionalismo de siglos anteriores. El referente de Xisca no era la paciencia que habían demostrado Jorge y Munda, quienes habían desarrollado su amor en el mundo de las ideas, sino la exaltación de los sentimientos que derrochaban los poemas y las novelas que leía, cargadas de pasión y de leyendas.

A Xisca no le bastaba con saber que el amor estaba ahí, creciendo en la distancia, como a Munda y a Alejandra, ella quería sentirlo, entregarse y abandonarse a él como las heroínas de sus novelas. Quizá Jaime, con sus salidas de tono, podría representar al galán apasionado con el que ella había soñado siempre, si es que Jaime había sido alcanzado a primera vista por la misma flecha que la había atravesado a ella cuando se sentó a su lado en la cena. Pero el amor tampoco era aquello. El amor era seducción y conquista, no torpezas y avasallamiento.

Y Xisca se había sentido avasallada desde el momento en que Jaime había comenzado a cortejarla abiertamente, ante los ojos de todos, sin importarle su timidez, sin reparar en la desnudez que experimentaba cuando la abrumaba con sus palabras y la hacía sentir impotente, pequeña, débil, igual que su madre cuando la menospreciaba.

El resto de la mañana, fue un rosario de visitas a monumentos que a María Francisca le pareció un vía crucis.

Mientras recorrían las calles, como si todos se hubieran puesto de acuerdo, los invitados y los anfitriones se adelantaban en el camino y dejaban a Xisca como pareja de Jaime cerrando siempre el grupo.

Él se mostraba desenfadado y feliz comentando las particularidades de cada iglesia y cada palacio y acercándose de vez en cuando a María Francisca para comparar la hermosura de Toledo con la de ella, en voz alta, como si no advirtiese lo mucho que la turbaba.

Cuando regresaron al palacio de Sotoñal, donde Mariana había ordenado que se sirvieran unos entrantes en el jardín antes de pasar al comedor donde tendría lugar el almuerzo, María Francisca se excusó con la intención de retirarse a su gabinete. No podría soportar un minuto más de adulaciones.

—Creo que me ha dado demasiado el sol. Me duele la cabeza. Si me excusan, me voy a descansar.

Pero su madre no lo permitió. Aunque hacía calor, debajo de la marquesina del porche corría el aire.

—¡Pues claro que no te excusamos, querida! Después de comer, descansarás. No vamos a consentir que nuestro invitado se quede sin pareja.

—Lo siento, madre, es que...

—¡Es que, nada! ¿Qué va a pensar este joven de ti si te sientes indispuesta por un poco de sol?

Jaime escuchó la conversación mirando alternativamente a la madre y a la hija, como si contemplase un duelo en el que ya sabía quién resultaría vencedor.

Los novios y el matrimonio Sánchez Mas se habían sentado bajo la marquesina, pero Alejandra, al ver como su hermana acorralaba a María Francisca, se levantó, se colocó a su lado y le puso una mano sobre la frente.

—Pero ¡si estás ardiendo, criatura! Te acompañaré a tu habitación.

Y la empujó hacia la puerta del jardín haciendo oídos sordos a las quejas de Mariana, que volvió a lamentarse de la timidez de su hija como un defecto del que no conseguía librarse.

Al llegar a su dormitorio, Xisca se echó a llorar pidiéndole perdón a su tía por haberle estropeado el día.

—Lo siento, Nana, si tú quieres, vuelvo otra vez al jardín.

—No hay nada que sentir, tesoro. Tienes un poco de fiebre. Ahora mismo llamo a Shishipao para que te prepare un baño fresquito. Verás como se te pasa enseguida.

Aquella noche, aunque habría preferido quedarse en su dormitorio, María Francisca se puso uno de los vestidos que encargaba su madre a las mejores modistas de París y bajó a cenar con la determinación de superar la sensación de que las palabras no le saldrían de la boca por muchas frases que hubiera ensayado para participar en la conversación.

Sin embargo, la timidez puede llegar a ser una mordaza que ahoga, y a María Francisca volvería a asfixiarla mientras Jaime le dedicaba sus torpezas durante toda la cena.

30

Alejandra miró la arena de la playa de La Malvarrosa, fría y amenazada por nubarrones, tratando de controlar las lágrimas. A su lado, Munda parecía tan joven como siempre. Se había puesto un chal encima del abrigo de tres cuartos, que le cubría un vestido suelto que le llegaba a las pantorrillas, todo blanco, como de costumbre. Se había cortado el pelo —en el que ya brillaban las canas— a la moda de aquellos locos años veinte: con un flequillo recto y dejando la nuca al descubierto.

Ninguna de las dos hablaba. Sólo miraban al mar, mimetizado con el gris de las nubes, y al cielo que estaba a punto de caerles encima.

Las olas rompían unas sobre otras sin darse tiempo a alcanzar la playa y advertían a los pescadores de que no debían salir a navegar.

De vez en cuando, el sol empujaba y conseguía abrirse camino hasta el agua, que resplandecía durante unos instantes para recuperar enseguida su tono plomizo y cerrado.

Alejandra se sentía culpable. Debería haber imaginado que el primer viaje de Xisca a Valencia había sido un viaje iniciático, una huida hacia delante en la que pretendía encontrar la forma de liberarse de ella misma intentando romper las barreras que había levantado a su alrededor para defenderse del mundo, reducido y mezquino, que Mariana había construido para ella.

Hasta el día de su boda con Jorge, Alejandra no había conocido la verdadera dimensión de las maniobras de su hermana para adueñarse de la vida de su hija. Sabía que la marquesa la atenazaba con sus normas y su afán por convertirla en una más de las ovejas del redil de don Ramón, capaz de representar, como ordenaban los cánones, al marquesado que iba a heredar. Y estaba claro que, para enfrentarse a su madre, la pobre Xisca no había encontrado más armas que la huida hacia dentro, lo que provocaba en Mariana una especie de ira y de bochorno que terminaban por endurecer más y más sus sentimientos y el trato al que la sometía.

Alejandra lo había visto muchas veces en sus visitas a Toledo y, cada vez que había presenciado un incidente, había tratado de hacerle comprender a su hermana que estaba perjudicando a la niña en lugar de ayudarla.

Pero Mariana no quería entender, o no podía, porque la sola idea de que María Francisca llegara a tener en sus manos todo el poder que ella administraba —y que su hija sería incapaz de ejercer— la aterrorizaba. Nadie con el carácter de María Francisca se encontraría en disposición de perpetuar una herencia que procedía de un linaje de siglos.

Así pues, Alejandra estaba convencida de que cuando Mariana vio la desenvoltura del joven Sánchez Mas, nada más conocerle, comenzó a urdir la estrategia con la que le convertiría en consorte.

Ella se había vuelto a Madrid tras la pedida de mano y no regresó a Toledo hasta la última semana de septiembre, cuando se instalaron en el cerro del Emperador.

Antes del día de la boda, Alejandra no había escuchado ninguna conversación privada entre Mariana y su futuro cuñado, pero, unos minutos antes de salir hacia la catedral, comprendió que su hermana y Jaime mantenían contactos secretos desde no sabía cuánto tiempo.

Ambos se encontraban en la biblioteca del cerro del Emperador esperando a que ella bajase vestida de novia, para colgarse del brazo de Jaime y que éste la condujera al altar.

Aquella mañana, Alejandra quiso quedarse sola unos minutos en su habitación, saboreando el momento.

En el jardín delantero del cigarral, Xisca y Munda ocupaban sus asientos en el automóvil que Mariana había comprado en Alemania para la ocasión.

El carruaje del siglo XVIII, enganchado a sus cuatro caballos empenachados, esperaba a la novia y al padrino con las dos puertas abiertas, sujetas por sendos lacayos.

El capataz de las fincas y dos subalternos esperaban montados en sus caballos engalanados para abrir el cortejo nupcial, mientras que la servidumbre formaba un pasillo bajo la marquesina del porche para desear felicidad a la novia.

Alejandra oyó la conversación entre Jaime y Mariana por casualidad. Había bajado al recibidor y se había colocado frente al espejo para darle los últimos retoques al velo —cuatro metros de tul de seda sujetos por una tiara de brillantes engastados en oro blanco en la que destacaban los emblemas del marquesado—. La diadema había pertenecido a su abuela, y también la había llevado Mariana sujetando su tocado de novia.

Alejandra se miró al espejo, se atusó el velo y sonrió; entonces, procedente de la biblioteca, oyó el sonido de dos copas que brindaban. Le extrañó que aquella puerta estuviera cerrada, porque solía permanecer siempre abierta, pero no se paró a pensarlo y, atraída por el tintineo, se dispuso a entrar para participar en el brindis.

Ya con la mano en el pomo, se detuvo horrorizada al distinguir la voz de su hermana.

—Confía en mí, futuro marqués de Sotoñal, lo tengo todo bajo control.

Alejandra sintió un escalofrío y contuvo la respiración cuando escuchó la respuesta de su cuñado.

—No me cabe la menor duda, mi queridísima futura suegra.

Y de nuevo sonó el tintineo de las copas que chocaban entre sí.

Alejandra agarraba el picaporte sin atreverse a hacer un movimiento. No había oído más que el final de la conversación, pero estaba claro que Jaime y Mariana estaban cerrando un trato en el que Xisca era la mercancía y en el que se establecía un plazo que Alejandra interpretó como de entrega.

—¿Para cuándo será el feliz acontecimiento? —oyó decir al comprador.

—Para finales de mayo —contestó Mariana.

—¿Y Jorge?

—Tendrá su condado, no te preocupes. Su paciencia será recompensada. Encargaré que le graben el escudo en las ágatas de los gemelos de pedida.

En la mente de Alejandra no cabía imaginar lo que en realidad se estaba intercambiando en aquella biblioteca. Sólo fue capaz de interpretar que Mariana y Jaime estaban concertando la boda de éste con María Francisca valiéndose, sin duda alguna, de un ardid en el que Jorge también estaba implicado; la recompensa para él sería que Mariana le cediera a Alejandra uno de los títulos que poseía el marquesado de Sotoñal.

Pero ¿qué ganaba su hermana? Podría haberle buscado un marido a María Francisca en cualquiera de las familias de Toledo que ella tanto respetaba. ¿Qué podía ofrecerle Jaime Sánchez Mas que ella no tuviera?

En sólo un segundo, por delante de los ojos de Alejandra pasaron los cinco años que no había compartido con su novio. Recordó cómo la había mirado fijamente el primer día, en el aula de la facultad, como si ya la conociera. Le vio recostado contra la farola la primera vez, jugueteando con su reloj de oro, con su mirada irónica y su porte de figurín de revista. Sintió cómo la deseaba desde la última grada del aula durante años, paciente y en silencio, en lo que entonces creía un acto de amor y, en aquel momento, el sigilo de los cazadores en una montería. Se acordó también de cuando la familia Sánchez Mas conoció a Mariana, la extraña sensación de que ya había vivido aquel encuentro, la familiaridad con la que se sentaron a la mesa los dos hermanos, su complicidad con don Ramón y los nervios de Xisca ante las galanterías del que, probablemente, ya tenía la promesa de su futuro marquesado.

Y, de repente, ante la revelación de la mentira en la que se iba a basar su futuro, abrió la puerta, se quitó el velo de novia ante la sorpresa de los dos mercaderes, y les gritó:

—¡Se acabó la transacción!

Mariana y Jaime la miraron con la sonrisa congelada en los labios. Él tenía en la mano un papel que escondió en el bolsillo del chaqué y la marquesa una expresión en los ojos que delataba su falta de escrúpulos.

—¡Querida! ¿A qué transacción te refieres? Jaime y yo estábamos brindando por tu felicidad.

Alejandra habría querido cruzarles la cara. La sangre le hervía en las venas. Las aletas de la nariz se le dilataron como si todo el aire que guardaban sus pulmones quisiera escapar de golpe. ¡No podía creerlo! Pero era cierto.

—¡Fuera de mi casa! ¡Los dos!

Y les lanzó el velo con toda la fuerza que cuatro metros de tul ilusión son capaces de transmitir. Después, les señaló con el dedo el camino de la puerta.

—¡Fuera! ¡No tenéis ni una pizca de decencia!

Sus gritos alertaron a la comitiva nupcial, que comenzó a deshacerse de la misma forma que se había formado. Los criados rompieron filas y se agolparon en la puerta. Los jinetes desmontaron. Los pajes soltaron las puertas abiertas de la carroza para unirse al tumulto de la servidumbre. Y Munda y María Francisca salieron precipitadamente del coche y se dirigieron hacia la casa, desde donde llegaban los alaridos que la novia les profería a Mariana y a Jaime.

Cuando Munda y María Francisca entraron en la biblioteca, Mariana y Jaime aún continuaban mirándose perplejos. Alejandra miró a Xisca desconsolada.

—¡Lo siento, tesoro, nos han engañado a las dos!

Y se echó a llorar en los brazos de Munda.

Jaime también miró a María Francisca, y su mirada parecía la de un ladrón descubierto con las manos en el botín.

Mariana cogió entonces a su hija de un brazo y la obligó a salir del cigarral abriéndose paso entre el desorden. Una vez en el exterior, la hizo subir a su flamante automóvil y le ordenó al chófer que las llevase a casa. Entre tanto, Jaime se montaba en el caballo de uno de los subalternos y salía precipitadamente hacia la iglesia para avisar a su hermano.

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