Authors: Inma Chacón
Ninguna madre debería pasar por el infierno de no escuchar el llanto de sus hijos, de dejar que la leche se agríe en sus pechos sin saber si el fruto de su vientre está siendo amamantado, ni dónde, ni por quién. Es imposible imaginar el dolor de semejante pérdida, convertido en una cicatriz que no deja de sangrar; es imposible, a menos que se haya bajado al mismo infierno de los brazos vacíos. Los dedos apretando el pezón que una boca recién nacida no buscará ni agrietará nunca; ni se saciará con los calostros, que se derraman humedeciéndolo todo, tibios, dulces, inútiles. Las noches en vela, día tras día, año tras año, imaginando cómo estarán creciendo sin ella.
Si Munda hubiera intuido, aunque fuese por un solo instante, la razón de la tristeza que Xisca arrastraba, habría dado uno de sus brazos por remediarlo, o los dos, o el cuerpo entero si hubiera sido preciso. Pero su sobrina nunca le desveló el secreto que la aplastaba contra el suelo como si llevase una piedra sujeta a la espalda, ni siquiera cuando le pidió que la iniciase en la masonería y le juró sobre la Biblia que confiaría en ella.
Desde entonces, se veían en jueves alternos en los pasadizos del palacio. De vez en cuando, sobre todo durante los primeros años de aprendizaje, se le empañaban los ojos al verla y parecía que se iba a echar en sus brazos para desahogarse; pero al momento se recomponía y le pedía que le explicase algún símbolo masónico. El número tres como signo de perfección: los tres lados del triángulo, el equilibrio. La escuadra y el compás como representación de la materia y el espíritu, la ecuanimidad y la rectitud. La posición en la que éstos se cruzan, indicando el grado de aprendiz, compañero o maestro: en el primero, el compás totalmente cubierto por la escuadra, con el pico hacia arriba; y al contrario en el de maestro. La plomada y el nivel como la jerarquía y la ecuanimidad. La riqueza y las pasiones humanas representadas por los metales de los que hay que desprenderse. Las columnas: la unión entre el cielo y la tierra. El águila bicéfala: el poder, la libertad, la audacia, el genio, la investigación. El lazo místico: la cadena como símbolo de unión, las manos enlazadas de los hermanos de la logia. La espada curvada: el acero, el reparto de la justicia.
Y cuantas más cosas aprendía, más quería saber. Era la única forma en que volvían a brillarle los ojos, pero no a causa de las lágrimas, sino de la luz que guardaba en su interior, que se ocultaba apenas asomaba como si no tuviera derecho a mostrar el menor signo de felicidad.
Nunca la vio tan deslumbrante como el día de su iniciación. Entró en el templo como una novia en el dormitorio nupcial: hermosa, emocionada, digna. Nerviosa y serena al mismo tiempo. Munda le había vendado los ojos y había dado tres golpes en la puerta para solicitar su entrada al templo, tres golpes como símbolo del principio de triplicidad que marcaría la ceremonia: tres pasos al frente iniciados con el pie izquierdo; tres velas encendidas; tres viajes simbólicos hacia el grado de aprendiz, compañero y maestro, esbozados en la primera iniciación; tres vueltas al templo, a ciegas, tanteando y tropezando, con el ruido de fondo del crepitar de las velas y de las capas de los hermanos presentes en el ritual, que se movían a su alrededor haciendo sonar sus aceros. Tres etapas de la vida en busca de la evolución y del conocimiento; tres abrazos fraternales como síntesis de un final que en realidad sería un principio.
Munda sólo la vio dudar cuando el Venerable le quitó la venda de los ojos y le pidió que mirase a su alrededor.
—¿Prometes que estarás dispuesta a darle la mano a tu enemigo y olvidar el pasado?
Xisca dio un paso atrás. Quizá la imagen de Jaime se le cruzara por la mente con aquella pregunta, pero al cabo de unos segundos de incertidumbre miró al maestro y le contestó:
—Lo prometo.
El Venerable señaló la cadena de unión que habían formado los hermanos para rodearlos y continuó:
—Entonces, observa a tu alrededor y, si ves a algún enemigo entre nosotros, ejecuta la promesa que acabas de hacer.
Los ojos de la neófita recorrieron las manos enlazadas de los hermanos que componían la logia. No parecía Xisca. Su rostro, siempre atormentado y triste, se había transformado en la imagen de la serenidad.
El Venerable continuó con la ceremonia indicándole que se diera la vuelta y se mirase en un espejo que había a su espalda.
—No siempre se encuentra al enemigo delante. A veces, a los más terribles hay que buscarlos detrás.
Y Xisca se vio a sí misma reflejada en el espejo. Su peor enemigo. Al que tenía que darle la mano y perdonar para conocerle, para buscar dentro de su corazón e intentar entenderle, para iniciar el camino hacia la luz que simboliza el perfeccionamiento del ser humano y su deseo de sabiduría. Aquél era el verdadero sentido de aquel rito que Munda había vivido también hacía unos años, repleto de símbolos y de secretos que había compartido con Xisca como hubiera querido que su sobrina compartiese con ella el que más la atormentaba.
Pero María Francisca nunca le habló de su angustia. Munda contempló los últimos rayos de sol entre las nubes del Anboto y se echó sobre la cama. No habían pasado aún veinticuatro horas desde su llegada a Durango, pero ya sabía más de lo que habían averiguado Alejandra y ella desde que la pobre Xisca descansaba bajo tierra.
Podría decirse que Munda había dado por casualidad con el caserío en el que nacieran los niños. Un golpe de suerte había hecho que coincidiera en la estación del ferrocarril con la guardesa —la
amona
, como solían llamarla todos—, quien se había bajado de un tren procedente de Bilbao, adonde acudía todos los meses para hacer cuentas con el dueño del caserío y obsequiarle con algunos productos de su huerta. Munda caminaba por el andén, y ella llevaba una enorme cesta de paja vacía, que se enganchó en las medias de la primera y la hizo caer.
—¡Por Dios bendito, señora! ¿Se hizo daño usted?
—Creo que me he lastimado un tobillo.
—¡No se mueva!¡Qué fatalidad! ¿Le duele mucho?
—No se preocupe, nada que no pueda soportar.
—¡Lo siento muchísimo, señora! ¡Maldito cesto! Si no sería tan grande, no pasarían estas cosas. La ayudaré a levantarse.
—Gracias, no ha sido para tanto.
—¿Que no ha sido para tanto? ¡Pero si se le está hinchando como una bota! ¡Avisaré al médico! ¿Es usted forastera, verdad? ¿Dónde se hospedará?
—Aún no lo tengo decidido. Me han dicho que hay caseríos preciosos cerca del Anboto.
—¿Del Anboto? ¡Pero si yo vivo en uno de ésos!
—¿De veras? ¡Qué casualidad! ¿Y aceptan ustedes huéspedes?
—¿Huéspedes? ¡No, señora! ¡Será usted mi invitada! ¡Faltaría más! No sería yo buena paisana si no intentaría compensarla por este desaguisado. ¡Vamos, pues! Apóyese en mí. Mi marido me espera fuera con el carro. Él avisará al doctor.
Una hora después, un médico que no parecía llegar a la treintena le estaba vendando el tobillo en la misma cocina donde la guardesa le había ofrecido un marmitako a Xisca doce años atrás. Munda desconocía aún dicha circunstancia, pero las palabras que iba a cruzar con el médico se la iban a desvelar. Cuando éste le apretó la venda alrededor del pie, a Munda le sobrevino un golpe de tos que obligó al joven a detenerse.
—¿Está usted bien, señora? Debería mirarse esa tos.
—No tiene importancia.
—Eso debería decírselo un facultativo. ¿No le parece?
—Es usted muy joven —le comentó Munda para desviar la conversación hacia donde a ella le interesaba—. ¿Lleva mucho tiempo ejerciendo?
—Soy mayor de lo que parece a simple vista. Las apariencias engañan, señora —respondió el médico volviendo a la venda y al tobillo.
—Pero las manos no. Y las suyas me dicen que no hace mucho que salió de la facultad.
—¡Disculpe! ¿Le he hecho daño?
—¡En absoluto! No se preocupe. Lo digo por la falta de arrugas.
—Mi padre murió a los cincuenta y tampoco las tenía. También era médico. Es cosa de los genes. —Y la miró sonriendo—. Aunque a veces mis pacientes piensen que no tengo experiencia y no se fíen de mí.
—No es mi caso —dijo Munda sonriendo también—. Lo está haciendo perfectamente. ¿Heredó también los pacientes de su padre?
—No. Él tenía la consulta en Gijón.
—De manera que no es usted de por aquí.
—Me casé con una duranguesa, y a los durangueses es difícil alejarlos de su tierra.
—¿Y hace mucho de eso?
—En abril hará doce años. Ella murió de parto.
Munda continuó preguntando como si estuviese hablando por hablar, por darle conversación, pero aquel detalle era un indicio de que el doctor podía saber algo.
—¡Lo siento! ¿Y el niño vivió?
—Murió también. No había llegado a término.
—Debió de ser muy duro. ¿Atendió usted a su mujer?
—Sí, pero ya hace tiempo de eso. Hay que seguir adelante.
—Ha debido de traer a muchos niños al mundo después. ¿Los recuerda a todos?
—No sabría decirle, probablemente sí.
—Imagino que debe de ser una experiencia inolvidable.
—Efectivamente. Pero no han sido tantos. La obstetricia no es mi especialidad. Sólo la practico cuando hay una urgencia.
—Será hermoso verlos crecer. Los mayores ya tendrán la misma edad que los años que lleva usted aquí...
—Pues... en realidad... no... —respondió el doctor entre dubitativo y receloso—. Cuando llegué no ejercía la medicina todavía... A mi esposa la ayudé porque no me quedó otro remedio. Poco tiempo después, el médico del pueblo se marchó y quedó vacante su plaza...
—Entiendo. ¿Y conoció a su predecesor? ¿Sabe si vive todavía por esta zona?
El médico dejó de darle vueltas a la venda con que estaba inmovilizando el tobillo de Munda y la miró fijamente a los ojos. Parecía molesto y, en lugar del tono afable con que le había contestado hasta entonces, se mostró seco y cortante.
—¿Adónde quiere ir a parar? Hace usted muchas preguntas, señora mía.
—Disculpe si le he parecido impertinente. Estoy buscando a un médico que ejercía por esta zona hace unos años. Doce, para ser más exacta. Los mismos que lleva usted aquí. No he podido resistir la tentación de preguntarle.
Hasta aquel instante, los guardeses habían permanecido en silencio. El
baserritarra
, como se conocía a los campesinos de los caseríos, avivaba el fuego de la chimenea mientras su mujer se afanaba en preparar un puchero de habas con berzas y en pelar unas castañas para la cena.
—Es muy importante para mí —continuó Munda—. Atendió a mi sobrina en un parto de mellizos y necesito preguntarle cuál nació antes. Le parecerá extraño, pero la madre no lo sabía y nunca le dio importancia.
—¿Y por qué se la da usted ahora?
—Ella falleció hace unos días y necesitamos saber cuál de los niños es el heredero.
Los guardeses levantaron la vista al tiempo, dejaron su tarea, se miraron como si estuvieran pensando lo mismo y salieron de la cocina sin decir nada.
Munda observó cómo discutían en voz baja, camino del establo, gesticulando con las manos y mirando hacia el interior de la vivienda. Al cabo de un momento, regresaron y volvieron a sus quehaceres en completo silencio. El
baserritarra
miraba a su mujer como si la estuviera controlando, y ella, con la mirada fija en el caldero, se esforzó en aparentar que no seguía la conversación entre la recién llegada y el doctor.
Toda la provincia conocía la historia de Xisca. No en vano, su madre y ella habían recorrido caserío tras caserío durante tres meses, en busca de noticias que nadie pudo darles. Cuando sucedieron los hechos, los rumores sobre aquel parto se habían extendido por toda Vizcaya, y las malas lenguas habían querido implicar a los caseros en la extraña desaparición de los bebés. Sin embargo, ellos no habían tenido nada que ver en el asunto. Acogieron a María Francisca y a su madre en el caserío como un favor a don Ramón, con quien el
baserritarra
había mantenido una amistad superficial de juventud antes de abandonar el seminario para casarse, pero su participación se reducía sólo a eso, a una hospitalidad que estuvo a punto de costarle al caserío la buena reputación de que gozaba. No obstante, hacía años que el asunto se había olvidado. Desde que la madre y la hija volvieran a su casa, convencidas al fin de que nada más podían hacer, sólo había vuelto a husmear otro señor, parece ser que de Valencia, al cabo de unos meses, pero se había marchado a su tierra igual de convencido que ellas de que allí no encontraría ni rastro de los niños. Y nadie más había vuelto a remover aquellos lodos desde entonces.
—Que yo sepa —continuó el doctor—, aquí sólo ha habido un parto gemelar. Fue unos meses después de mi llegada. Pero no debemos estar hablando del mismo, porque aquellos niños no sobrevivieron.
—No son ésas mis noticias. ¿Está usted completamente seguro, doctor? —le preguntó Munda con un atisbo de esperanza que se afianzó al ver la reacción de los caseros, demasiado impertérritos ante una conversación que a cualquiera le hubiese interesado, aunque sólo fuese por pura curiosidad.
El médico, que había terminado de vendarle el tobillo, se incorporó y acercó una silla para sentarse frente a ella con una actitud desconfiada y desdeñosa.
—¿Y qué noticias son ésas? Antes me ha dado a entender que los niños vivían con la madre. ¿Qué sentido tiene que me hable ahora de noticias? ¿No decía usted que quería saber cuál había nacido primero?
—Tiene razón. Lamento no haber sido clara desde el principio. Discúlpeme. Los niños desaparecieron nada más nacer, y mi sobrina me pidió en su lecho de muerte que los buscase. Ella no los vio ni vivos ni muertos.
La
amona
levantó la vista de las habas con berzas y buscó la mirada de su marido, quien le hizo un gesto apenas perceptible para que volviera a centrarse en el puchero.
El médico se inclinó hacia delante en su silla y adoptó un tono de confidencia, muy alejado del recelo de su intervención anterior.
—Sin embargo, tengo entendido que su sobrina los buscó por todas partes. ¿Qué le hace pensar que, después de tanto tiempo, usted tendrá más suerte que ella?
—Dicen que el tiempo pone las cosas en su sitio, y ésta ha estado demasiados años fuera de donde le correspondía. Es hora de que se sepa la verdad.
Munda era consciente de que no hablaba sólo para el joven doctor. Los guardeses no conseguían disimular la tensión que les producían sus palabras. Seguían concentrados cada uno en lo suyo, pero su absoluto mutismo los delataba. Munda desconocía aún quiénes eran en realidad, pero era evidente que sabían algo que ella tenía que descubrir, y su conversación con el médico era una buena forma de amenazarlos para que hablasen, sin dirigirse a ellos directamente.