Tiempo de arena (43 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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—Lo siento, Alejandra, no puedo estar de acuerdo contigo. No cometeré el error de destrozar también la vida de esa niña.

—Esa niña se llama Blanca, debe de tener los ojos azules, como su padre y su madre, y es tu nieta. No se trata de destrozarle la vida, sino de reconocer su derecho a saber la verdad, y ese derecho está por encima de cualquier argumento que tú puedas esgrimir para negárselo.

Alejandra echó los hombros hacia atrás, como cuando quería cargarse de fuerza para encarar algo, y se dirigió hacia la puerta con la intención de marcharse.

—Ahora me voy a Madrid. Mañana al mediodía salgo para Valencia. Si decides venir conmigo, te veré en la estación.

Media hora más tarde, se subió al vagón del tren que la había traído y llevado tantas veces a lo largo de los años. Otro viaje interminable en el que no pudo dejar de pensar en Munda, en su cuerpo de cera dentro de la caja, inmóvil, sereno, como si la vida le hubiese regalado todo lo que se merecía y su piel hubiese podido sentir los escalofríos que la esperaban en los brazos de Manuel.

Antes de llegar a Illescas, Alejandra consiguió cerrar los ojos, después de tres días prácticamente en vela, y se quedó dormida.

En su sueño, Zhuang se presentaba en el paseo de la Castellana marcado de arrugas, con el pelo completamente blanco, un ramo de sampaguitas y su mejor sonrisa.

Ella se echaba en sus brazos y le besaba en la boca una y otra vez; se separaba de él después de cada beso para mirarle y decirle que no había cambiado en aquellos diez años, y él la miraba arqueando las cejas para demostrarle que no la creía.

Cuando el silbato del tren anunció la llegada a Madrid, él le estaba acariciando las manos, enredando sus dedos entre los suyos y riendo a carcajadas.

Alejandra se despertó con un sabor agridulce. Estaba segura de que su encuentro con Zhuang superaría con creces al de su sueño. La realidad debería ser siempre más hermosa que el deseo.

Se levantó de su asiento debatiéndose entre la ilusión de esperar a Zhuang y la tristeza infinita por la muerte de Munda. No sólo por el vacío y el desconcierto que le había causado su fallecimiento, sino porque no podía dejar de pensar en lo que iba a perderse, ni en cómo decirle a Manuel que su amor se quedaría para siempre en los recuerdos que habían compartido.

Había empezado a nevar.

Al bajarse del tren, la asaltó de pronto una sensación que no había vuelto a experimentar desde hacía años: alguien la seguía a media distancia. Estaba segura. Sintió el mismo cosquilleo en la nuca que la avisaba cuando era joven de que la estaban vigilando. Alguien caminaba detrás de ella sin dejar de mirarla mientras avanzaba por el andén.

Tenía que ser Zhuang. Esperaba su llegada de un momento a otro, tal y como le había dicho en su carta.

Pero no podía darse la vuelta. No quería. No deseaba verle en medio de la gente. Su reencuentro tenía que ser sólo suyo. De ella y de él. Nadie más podría entender la desesperación con que se abrazarían y tratarían de reconocerse en el otro, procurando olvidarse del tiempo que les habían robado, de los abrazos que no habían podido darse y de la espera.

Comenzó a apresurar el paso cuando salió de la estación. La nuca le ardía. La sangre le golpeaba las sienes y el corazón se le había parado en el pecho. Alguien la seguía de cerca.

En el Salón del Prado, en medio del frío de la nevada, comenzó a notar un calor en el estómago que se le extendió por todo el cuerpo, mientras sentía como se aceleraban los pasos que la seguían al compás de los suyos. Unos pasos amigos que en ningún momento trataron de sobrepasar los de ella.

Se desabrochó el abrigo, se quitó los guantes y comenzó a correr en dirección al paseo de Recoletos. Ni siquiera se planteó que podría haber tomado el tranvía para llegar antes. Atravesó las plazas de Neptuno y de Cibeles, tomó el paseo de la Castellana y llegó a su casa empujada por los pasos que oía detrás de ella, cada vez más cerca, más cerca, más.

Sólo se detuvo para abrir la cancela del jardín delantero del palacete. Después caminó despacio hacia la puerta principal, introdujo la llave en la cerradura, entró en el recibidor sin volver la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

Y entonces, como si todavía estuviera soñando, se dejó envolver por los brazos del hombre al que había esperado durante una década.

—Mi queridísima Nana.

Y continuó con los ojos cerrados mientras Zhuang la cogía en volandas y la llevaba escalera arriba, y la depositaba en la primera cama que encontraba, y le quitaba la ropa para tenderse sobre ella y que el mundo recobrara sentido, mientras sus cuerpos volvían a la ingravidez en la que solían amarse, a ese estado en el que el espacio se expandía y se contraía al ritmo de sus espasmos.

Cuando abrió los ojos al fin, comprobó que se encontraba en la habitación de Munda, entre sus sábanas de hilo bordadas con una doble eme, la de ella y la de Manuel, y volvió a hacer el amor con su falso emperador de China imaginándose junto a un estanque bordeado de flores de nilad, la flor que había dado origen al nombre de Manila —
May nilad
: donde hay nilad—, viviendo para Munda, sintiendo por ella, abandonándose, feliz, para que la inundara el sabor y el olor de Manuel.

Y luego se trasladó a su propia habitación, abrazada a Zhuang, y lloró todo lo que no había llorado todavía. Después volvieron a amarse. Y consiguió reírse con él, y volver a llorar, a reír, a mirarse y a reconocer.

Alejandra le acarició las sienes a su prometido, completamente blancas, luego, se tocó su pelo gris y sonrió.

—¿Por qué has tardado tanto en volver? ¡Pídeme ahora mismo perdón!

55

Desde que volviera del Duranguesado con María Francisca hacía once años, Mariana no había salido de Toledo. Y habría continuado siendo así de no haber sido porque Alejandra la preocupaba. Había vivido con Munda desde los catorce años, y enfrentarse a la vida sin ella le iba a resultar muy difícil. Había cumplido ya treinta y nueve, o sea que, si no contaba el tiempo que había vivido con Zhuang en la calle Relatores, llevaba veinticinco años en el palacete del paseo de la Castellana. Toda una vida que ahora tendría que plantearse de otro modo.

Mariana tenía que reconocer una vez más que Munda tenía razón: no podía dejar que fuera sola a Valencia en las condiciones en que se encontraba. Así que decidió acompañarla. Salió del cigarral a primera hora de la mañana siguiente de su marcha y la esperó en la estación de Atocha.

Por los altavoces, anunciaron dos veces el número del andén al que tenía que dirigirse, pero Alejandra se retrasaba. Le extrañó, porque su hermana no solía llegar tarde y aquel viaje significaba demasiado para ella, por lo que comenzó a impacientarse y se dirigió al andén.

Minutos antes de la salida del tren, se sorprendió al verla avanzar hacia ella del brazo de un hombre, e inmediatamente pensó que no podía ser otro que Zhuang. Sólo le conocía por referencias, pero estaba claro que era él. Hacían buena pareja y sus caras reflejaban la felicidad del reencuentro. Él tenía los rasgos orientales de los tagalos. A Mariana siempre le había costado distinguirlos, para ella todos eran iguales; no obstante, el extraordinario parecido de aquel hombre con Manuel, al menos con el Manuel que ella recordaba, la impresionó. Atractivo y exótico.

A Alejandra le brillaban los ojos; casi podría decirse que brillaba toda ella en una extraña mezcla de dolor y de alegría, entre el negro de su vestido y la luz que parecía desprender. Cuando llegaron a su altura, se descolgó del brazo de Zhuang, le dio dos besos a su hermana en las mejillas y extendió el brazo para señalar a su prometido.

—Tenías razón, Mariana, la vida es caprichosa: me quita a Xisca y a Munda, y me devuelve a Zhuang.

Zhuang se tocó el sombrero y después inició un besamanos protocolario.

—A sus pies, señora. Me alegro de conocerla. Alejandra me había comentado la posibilidad de que la acompañase usted a Valencia. ¿De manera que ha decidido ir?

Y Mariana se sorprendió a sí misma utilizando la expresión de Munda que más le molestaba:

—¡Así es!

—Entonces, me alegro doblemente. A mí no me lo permite.

—A ti te permito que esperes mi vuelta —dijo Alejandra sonriendo y colgándose de su brazo otra vez.

Parecían un matrimonio en una despedida ocasional. Nadie habría dicho que acababan de volver a verse después de tantos años; más bien se diría que llevaban toda la vida juntos y estaban acostumbrados a despedirse y volver a encontrarse. Mariana los miró alternativamente y sonrió dirigiéndose a Alejandra.

—¿Y no sería mejor que te acompañase él? No vais a separaros ahora que Zhuang acaba de llegar.

Faltaban unos minutos para que el reloj de la estación marcase las doce del mediodía, la hora prevista para la salida del tren. Alejandra miró el reloj y, al comprobar la hora, le entraron las prisas que no había tenido para llegar a la estación. Se soltó entonces del brazo de su prometido y se colgó del de su hermana para empujarla hacia el vagón de primera.

—No, querida, esto es cosa nuestra. Él puede esperarme unos días igual que yo lo he esperado diez años.

Y subieron al tren dejando a Zhuang con la miel del encuentro en los labios.

Mariana seguía pensando que aquel viaje era una locura, así que durante todo el recorrido estuvo tratando de convencer a su hermana de que sería imposible encontrar a la niña y de que, en el caso de que lo hicieran, la información que tenían para ella iba a destrozarla.

—¿Por qué crees que Jorge oculta algo? María Francisca estuvo en contacto con él hasta el final. Yo leí sus cartas antes de quemarlas y en todas le decía que no había encontrado rastro de los niños.

—Sin embargo —respondió Alejandra—, yo estoy segura de que eso no es cierto. María Francisca tuvo que conocer el nombre de los niños por él.

Llegaron a Valencia a última hora de la tarde, se instalaron en el hotel de siempre, en la playa de La Malvarrosa, y esperaron a la mañana siguiente para presentarse por sorpresa en casa de Jorge.

Él vivía con la viuda de su hermano en la casa familiar, una masía de mediados del siglo XIX que sus padres habían edificado cuando comenzaron a enriquecerse. Estaba rodeada por un inmenso jardín, acotado por muros de piedra repletos de buganvillas de todos los colores.

Mariana y Alejandra tomaron un taxi en el hotel a las nueve de la mañana y se dirigieron hacia la masía tras haber acordado que sería Alejandra la encargada de hablar. El día se presentaba soleado, con una temperatura que nada tenía que ver con la nevada que continuaba cayendo sobre Madrid.

Cuando llegaron a la cancela de entrada, inmediatamente les salió al paso un criado al que mintieron diciéndole que tenían una cita con el señor Sánchez Mas y éste las estaba esperando. El hombre puso cara de no comprender, pero cuando Mariana se presentó como la marquesa de Sotoñal, les abrió y les indicó que debían seguir el camino bordeado de palmeras y ficus que terminaba en la casa grande, apenas visible desde el exterior de la finca.

La construcción era sobrecargada y ostentosa, no sólo el edificio principal, que se encontraba a unos seiscientos metros de la verja, sino también los jardines y las viviendas destinadas a los criados. Había fuentes con imitaciones de estatuas romanas por todas partes, y los edificios terminaban en torreones y cúpulas revestidas de azulejos cromados.

Mariana se quedó paralizada cuando el taxi se detuvo delante de la casa grande. Una mujer de alrededor de cincuenta años salió a recibirlas. Detrás de ella apareció una niña vestida con un camisón arrugado que le llegaba hasta media pierna, despeinada, guiñando los ojos y con la voz gangosa como si acabase de salir de la cama.

—¿Quién ha venido, Lula?

La mujer reconoció a la marquesa al instante, empujó a la niña hacia el interior de la casa, le ordenó que subiera a su cuarto y cerró la puerta colocándose frente a Mariana, que ya había salido del coche. Sus rostros translucían idéntico estupor.

—¿Qué hace usted aquí? —le dijo a la recién llegada sujetando todavía el pomo de la puerta.

Mariana se acercó a ella ante el asombro de Alejandra, que se había quedado pálida al ver el parecido de la niña con María Francisca y que bajó del taxi para ir al lado de su hermana.

—Yo debería preguntarte a ti lo mismo —contestó agriamente la marquesa—, pero es evidente que no hace ninguna falta.

La partera titubeó, pero antes de que pudiera decir nada volvió a abrirse la puerta y apareció Jorge, con el mismo aspecto de figurín de revista de siempre, junto a la mujer de su hermano, que se colocó detrás de él como si quisiera esconderse.

En su gesto había tanto desdén que, durante un momento, a Mariana le pareció estar delante de Jaime, y revivió las conversaciones que había mantenido con él en el Duranguesado.

—¿Quién os ha dejado pasar? Habéis invadido una propiedad particular.

Alejandra no pudo pronunciar una sola palabra. Estaba preparada para enfrentarse a las vaguedades de sus anteriores encuentros con Jorge, pero no a la dureza de comprobar el motivo por el que no había sido claro con Munda y con ella en ningún momento.

—¿Preferirías que hubiéramos traído una orden del juez? —le preguntó Mariana.

—¿Desde cuándo te importan a ti las leyes? No creo que estés en disposición de acogerte a ellas.

—Es posible, pero vengo representada por mi abogado. —Y miró a Alejandra al tiempo que la señalaba con la mano.

Jorge forzó una sonrisa haciendo un gesto extraño con la boca; el resultado fue una mueca entre la incredulidad y el sarcasmo.

—¿Una mujer en un juicio? Te equivocas de momento y de lugar para una broma.

Alejandra echó los hombros hacia atrás y se colocó delante de él. Era verdad que en España ninguna mujer había actuado todavía como abogado en un juicio, pero había una que estaba a punto de conseguirlo.

—¿Has oído hablar de Victoria Kent? Creo que deberías estar más al tanto de lo que sucede en los tribunales.

Él volvió a sonreír de una forma extraña.

—Estoy al corriente, querida Alejandra. Y lamento decirte que aún no ha conseguido su propósito.

—Pero lo hará muy pronto, y detrás de ella iremos muchas más. Yo estaré esperando en la cola para acusarte del secuestro de la hija de mi sobrina.

La viuda de Jaime, que había permanecido escondida detrás de Jorge, dio un paso al frente y se cogió de su brazo como si necesitase su apoyo para hablar.

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