Authors: Inma Chacón
Un día, por casualidad, escuchó como su marido y su cuñado hablaban en voz baja sobre unos niños robados que Jorge estaba buscando. Ella escondió la cabeza debajo del ala y, mientras Jorge buscaba a los niños, miraba para otra parte. Su hija era suya y de nadie más.
—Pero no lo es —le dijo Jorge cuando escuchó su relato, odiándose a sí mismo por no haber compartido las sospechas de María Francisca—. ¿Te has parado alguna vez a pensar en el sufrimiento en que ha vivido su verdadera madre?
—Yo también he sufrido. Pero he criado a mi hija feliz.
—¡No es tu hija, por el amor de Dios! ¿Y el niño? ¿Nunca preguntaste nada?
Jorge había levantado la voz, excitado por la impotencia, indignado ante la burla en la que había intervenido, y culpándose por haberse dejado manipular como una marioneta. Su mujer no paraba de llorar.
—Jaime nunca habló de él, y con Lula me prohibió tratar del asunto. Me dijo que, si se enteraba de que le había preguntado algo, se las llevaría otra vez a las dos.
—¡Maldito sea Jaime! ¡Maldito el día en que lo llevé a Toledo! ¡Tienes que decirle a Blanca la verdad! ¡Su madre está llorando por ella desde hace once años!
Ninguno de los dos reparó en que la puerta del dormitorio se había abierto, ni en que la niña los miraba con los ojos asustados y llenos de lágrimas.
Jorge se había levantado y se había colocado de espaldas a su mujer, frente a la ventana, tapándose la cara con las manos. Su esposa gritaba sentada en el borde de la cama.
—No puedo hacer eso, Blanca es mía. ¡Es mi hija!
En ese momento, escucharon el golpe de la puerta al cerrarse, y los pasos de la niña corriendo hacia su cuarto.
Alejandra miraba a Jorge sin interrumpirle. Indignada. Sin parpadear. Pensando en María Francisca y culpándose ella también de haberle llevado la desgracia cuando le presentó a Jaime, el día de su petición de mano. La maldad existe, y puede elegir un objetivo para ensañarse con él y destruirlo sin parpadear.
El agua salía del surtidor de la fuente, y caía sobre un pilón en el que nadaban decenas de nenúfares. Jorge se mojó las manos en el chorro y se las pasó por la nuca. Casi no podía respirar. Se había puesto tan rojo que Alejandra temió que estuviera sufriendo una congestión.
—¿Te encuentras bien?
—No es nada. Un mareo sin importancia, se me pasará enseguida.
—¿Por qué no nos lo contaste a Munda y a mí cuando vinimos a verte?
—Necesitaba tiempo para que Blanca se hiciese a la idea. Dejó de hablarle a mi esposa durante más de un mes. Sólo hablaba conmigo, se pasaba el día llorando y pidiéndome que la llevase a conocer a su madre.
Jorge había llamado a Xisca para explicarle el engaño en el que habían vivido los dos. Y le prometió que encontraría al niño. Pero no podía moverse de Valencia, Blanca le necesitaba. A los pocos días, la niña recibió la carta que leyeron Alejandra y Mariana en el taxi, y poco después, la noticia de que su madre había muerto.
—¿Por eso nos enviaste a Durango? ¿Para que encontrásemos nosotras al niño?
—Lula me lo contó todo. La acorralé diciéndole que pagaría con la cárcel el robo de los recién nacidos. Pensé que mientras vosotras atabais los cabos sueltos del Anboto, yo podría ir preparando a Blanca para que os conociera.
Jorge no dejaba de echarse agua en la cara y en la nuca. No hacía calor, el sol de diciembre calentaba el ambiente como en un día de primavera, pero él continuaba sofocado como si se encontrasen en pleno mes de agosto.
—Os estaba esperando. Pero no podía imaginar que fuese Mariana la que se presentase aquí. —Y la miró fijamente como si fuese a hacerle una promesa, endureciendo el tono de voz—. ¡Escucha, Alejandra! No voy a permitir que Mariana le destroce la vida a Blanca. La única madre que le queda ahora es mi mujer. La queremos como si fuera nuestra. Ella siempre ha sido feliz aquí, y así debe seguir siendo. Tú podrás venir a visitarla siempre que quieras, pero Mariana no es bienvenida en esta casa.
Alejandra contempló los nenúfares de la fuente y bajó la cabeza. No podía explicarle el cambio que había experimentado Mariana a raíz de la muerte de Munda. Eso tendría que demostrárselo ella misma a la niña cuando tuviera ocasión de conocerla, y debía ser Blanca la que decidiese si quería darle o no esa oportunidad a su abuela.
—No voy a discutir contigo sobre Mariana —le dijo endureciendo ella también el timbre de voz—: comprendo tus recelos; sin embargo, no estoy de acuerdo en que seas tú quien tenga que decidir dónde va a ser más feliz la niña. Yo soy su tía, me une a ella el mismo parentesco que a ti. Creo que es Blanca quien tiene que decidir si se viene conmigo y tú vas a visitarla siempre que quieras.
—Sólo tiene once años. No puedes someterla a esa disyuntiva.
—Fue su propio padre quien hizo que tarde o temprano tuviera que planteársela. El daño viene de lejos, y tu mujer contribuyó a agrandarlo. No sé si Blanca podrá perdonarla alguna vez. A mí, desde luego, me costaría mucho hacerlo.
La cara de Jorge se volvía más roja por momentos. Alejandra mojó el pañuelo y se lo puso en la frente. No le gustaría estar en su posición. En realidad, la decisión a la que tendría que enfrentarse Blanca era la misma que le estaba hirviendo a él en la cabeza, sometiéndole a una presión que le salía por todos los poros de la cara. Él había buscado a esos niños con el pleno convencimiento de que haría todo lo posible para que regresasen a los brazos de su madre, pero ahora se encontraba en el lugar opuesto: Alejandra le estaba pidiendo que arrancase a Blanca del lado de su mujer y del suyo propio, con los argumentos que él habría utilizado para hacer lo mismo con los hipotéticos padres adoptivos.
—¡Escucha! —continuó Alejandra para tranquilizarle—. No es algo que tengamos que decidir en este momento. Voy a casarme el mes que viene. Me gustaría que Blanca estuviese en mi boda. Sería una bonita forma de comenzar.
Jorge la miró con cierta tristeza.
—¿Te casas?
—Sí, y esta vez no le haré daño a nadie dejándole en el altar.
Ambos sonrieron y se miraron como si aquella frase pudiera curar las heridas que sangraban desde hacía demasiado tiempo.
—La boda será el 6 de enero. Pregúntale a Blanca si le gustaría llevar los anillos. Será una ceremonia discreta, sólo la familia y algunos amigos íntimos. ¿Lo harás?
—Dale tiempo, Alejandra, está demasiado confundida. Ya veremos.
—Esperaré tu llamada. Dile que la queremos.
En la estación de Atocha, Zhuang esperaba a Alejandra caminando a grandes zancadas arriba y abajo del andén. Había aceptado no acompañarla a Valencia como habría hecho con cualquier otra cosa que ella le pidiese. Sin embargo, después de diez años de separación, aquellos tres días le resultaron insoportables.
Él le había propuesto permanecer en el hotel mientras ella se encontraba con Jorge, pero, por más que insistió, Alejandra se mantuvo en no involucrarle en aquel asunto.
—Entiéndelo. No quiero ir a ver a Jorge deseando volver al hotel para estar contigo. Sólo serán unos días.
—¡Muy bien, tú ganas! Pero, a cambio, necesito que me prometas algo.
Alejandra sonrió, le rodeó la cara con las manos y le besó.
—Siempre he sido yo la que te he pedido promesas, y casi ninguna la has cumplido.
—Prométeme que te casarás conmigo a la vuelta.
—Creía que entre tú y yo no hacían falta papeles.
—Así es, pero la Administración no pensará lo mismo cuando queramos ser padres. ¿Quieres casarte conmigo y adoptar a la hija de Xisca cuando la encuentres? Ya pareces estar cerca.
En el palacete del paseo de la Castellana reinaba un absoluto silencio. Afuera seguía nevando, y en la habitación de Alejandra la luz de la chimenea jugaba con las sombras de sus cuerpos, abrazados sobre la cama. A ella siempre le había bastado el amor de Zhuang para saber que ni Dios ni los hombres podrían separarles, aunque los hubieran colocado a veinte días de viaje y más de diez años para poder emprenderlo. Nunca se había planteado pasar por la vicaría, pero la propuesta de Zhuang cambiaba por completo su punto de vista.
—¿Estás seguro?
—Como dirías tú, completamente.
Al día siguiente la acompañó a la estación apurando hasta el último minuto que les restaba para caminar cogidos del brazo, tras una noche en la que apenas durmieron.
Alejandra estaba más hermosa que nunca, con los ojos brillantes por las pérdidas de su hermana y su sobrina, la alegría por el reencuentro con Zhuang, y la idea de adoptar a la pequeña si conseguía encontrarla.
El dolor y el amor jamás deberían darse la mano, pero en el rostro de Alejandra se fundían en una expresión que conmovía a Zhuang y le hacía temblar. Ya no era la princesa tagala de veintidós años atrás, cuando la conoció en el baile de fin de siglo, sino un árbol maduro bajo el que cualquiera querría cobijarse, frondoso, lleno de vida, sacudido por el viento, pero decidido a recobrar siempre la verticalidad.
Nada más despedirse en el tren que la alejaba otra vez de él, Zhuang se dirigió al número 8 de la calle Relatores y comenzó a organizarse para recuperar su trabajo en el despacho, solicitar los documentos necesarios para la boda y ofrecerle a Alejandra una nueva vida, otra más de las muchas que había tenido que empezar.
Durante los tres días que duró el viaje de Alejandra a Valencia, no paró de hacer llamadas, visitar a sus contactos y escribir decenas de cartas. Ahora ya no tenía que esconderse, era un hombre libre que podía moverse a su antojo y seguir luchando por las mujeres que habían perdido su identidad a fuerza de golpes y humillaciones.
Lo más difícil fue comunicarle a Manuel que su recado para Munda había llegado demasiado tarde. Desconocía el paradero de su amigo, pero cuando se separaron en Manila después de su excarcelación, decidieron comunicarse a través de la red clandestina que éste había utilizado durante años para recibir las cartas de Munda; de esa manera, estarían seguros de que la correspondencia llegaría a sus manos.
Munda le había esperado, a pesar de que sabía que hacía tiempo que los anuncios sobre flores de nilad no se enviaban desde Manila. Alejandra nunca le dijo que había muerto, y si lo hubiera hecho, Munda no la habría creído. Ella tenía sus propias fuentes: la misma red clandestina que le entregaba sus cartas, le informaba sobre la vida en prisión de Manuel, y nunca perdió la esperanza del reencuentro. Pero ya no hacía falta que Manuel se trasladase a Madrid, sería inútil, y Zhuang lo sentía en el alma.
Zhuang firmó la carta para Manuel evitando pensar en el dolor que iba a causarle, en sus once años de cárcel y veintiséis sin haber abrazado a su querida Esclaramunda, la mujer que le había esperado con la misma perseverancia que Alejandra le había esperado a él.
Alejandra le había llamado desde Valencia para contarle lo sucedido en casa de Jorge, y él se había puesto en marcha para agilizar los trámites de la boda y la adopción de la niña.
Y ahora la esperaba en la estación de Atocha con la misma ansiedad que cuatro días atrás, cuando ella volvía destrozada de Toledo y no quiso mirarle aun sabiendo que eran suyos los pasos que escuchaba tras ella; y corrió delante de él cada vez más deprisa, hasta que se detuvo en el palacete de la Castellana para que la abrazase, de espaldas y con los ojos cerrados.
Pero esta vez sí le miraría, se echaría en sus brazos nada más bajar del tren y rompería a llorar y a reír al mismo tiempo. Porque había encontrado a la niña, porque seguirían adelante con la idea de adoptarla a pesar de que no le había dicho nada a Jorge, y porque había otras opciones para cumplir el encargo que Xisca había dejado en la carta de Blanca. Sería la propia niña la que tendría que decidir si perdonaba a la que había creído su madre durante once años —y había cerrado los ojos ante el sufrimiento de María Francisca— o se enfrentaba al fantasma de su padre y deshacía sus farsas.
Fuera como fuese, Alejandra le daría a la niña todo el amor que su madre no pudo darle. No obstante, no había que precipitarse, había que dejarle tiempo para asumir las consecuencias de una venganza en la que ella había sido la principal perjudicada. Tiempo para llorar, para calmarse, para reflexionar, para conocer sus verdaderos orígenes y para resolver cómo recuperarlos. Otra vez el tiempo y la paciencia de la que tanto hablaba Munda. Tiempo de arena.
Sí, Alejandra lloraría y reiría a la vez en la estación de Atocha, abrazada a Zhuang, triste y feliz. Y después de los abrazos y los besos, se encaminarían hacia el palacete del paseo de la Castellana con Mariana, donde todos esperarían la decisión de Blanca de asistir o no a la boda.
Mariana entró en la casa de Munda como en un santuario. Sin apenas atreverse a mirar, reconociendo a su hermana en cada objeto que adornaba aquel palacete que no había pisado nunca, sobrio, elegante, desprovisto de signos que indicasen cualquier tipo de ostentación.
Las casas suelen tener un olor peculiar que las hace distintas unas a otras, aunque los que vivan en ellas terminen por no apreciarlo. Y aquel palacete olía a Munda, a sus vestidos blancos, a su forma de vivir y a su perseverancia en todo.
Presidiendo el recibidor, había una acuarela sobre seda que pintó Xisca a escondidas para regalársela a su tía en su cuarenta cumpleaños. El cuadro era una copia de otro que Mariana trajo de Filipinas, y reproducía un baile en su casa manilense. El espacio central lo ocupaba una pareja que bien podrían haber sido Munda y Manuel. Ella vestía un María Clara y él la miraba entregado, tanto que su figura parecía nacer de la de ella, del vuelo de su falda, del compás de la música que envolvía el aire de la tela.
Mariana no había querido regalárselo cuando Munda se trasladó a Madrid. Fue lo único que le pidió de cuantos objetos la acompañaron de un sitio a otro del mundo, y cuando descubrió la copia en una de sus visitas a los sótanos del palacio, estuvo a punto de perder los nervios. La habría destruido si con ello no hubiera delatado su presencia en los pasadizos, pero se controló, admiró el trabajo que había realizado su hija, leyó su tarjeta de felicitación y se conformó con los casi veinte años que había conseguido que Munda no se recrease en la contemplación de aquel baile en el que parecía la protagonista.
Y era verdad, aquella figura vestida de María Clara era Munda, la hermana que no quiso tener y que ahora ya no tendría nunca. María Francisca había conseguido plasmarla con aquella habilidad que ella no le había reconocido jamás, encerrada en su cuarto, sin entender por qué su madre no la había querido.