Authors: Inma Chacón
Al llegar a Madrid se dio cuenta de que la mayor parte del viaje había permanecido medio inconsciente. No habría sabido decir cuántas horas había durado el trayecto. Estaba ardiendo, le dolían el pecho y la espalda y sentía escalofríos.
Recordaba que el revisor le había preguntado varias veces si necesitaba ayuda, y que alguien le había quitado el cofre de Jaime de las manos y la había tumbado a lo largo de los dos asientos corridos. Pero no podía asegurar que no se tratase de un sueño. Era como si una nebulosa la hubiera envuelto durante todo el viaje. A veces oía voces que se acercaban y se alejaban sin poder identificarlas, voces extrañas a las que no podía responder. Y el sonido de las ruedas sobre las vías, metálico y monótono como una nana, insistente, se imponía sobre cualquier otro y la obligaba a cerrar los ojos.
Cuando el tren se detuvo, trató de levantarse y notó que se le nublaba la vista. Había muchas más personas en el vagón que cuando ella había subido en Durango.
—No se mueva, señora —le dijo el revisor—. Hemos llamado a una ambulancia. Debe de estar a punto de llegar.
Los viajeros comenzaron a salir deseándole una pronta recuperación cuando pasaban a su lado y, en cada uno de ellos, Munda creía ver al joven doctor con sus ojos sabios y tristes por la despedida.
Alejandra la esperaba en el andén desde hacía casi una hora. Como de costumbre, el tren se había retrasado y la impaciencia estaba llegando a su límite. Las noticias que tenía para su hermana eran mejores de lo que ésta pudiera imaginar. No podía esperar más para contárselas. Además, los telegramas de Munda no habían conseguido tranquilizarla con respecto a su salud; al contrario, cuando le decía que no se preocupase, se preocupaba aún más. Si su hermana sólo tenía un enfriamiento, como quería hacerle creer, no era lógico que retrasase tanto su vuelta. Munda debía de estar más enferma de lo que aseguraba. Si no hubiese sido porque Mariana tenía que abandonar el palacio, no habría hecho caso de sus telegramas y habría ido a por ella. Pero Munda tenía razón, había que ganar tiempo, así que esperó a que ella volviese. Podría haber viajado a Durango después, cuando hubo puesto a salvo los libros que le interesaban, pero Munda insistía en sus telegramas en que la esperase. ¡Dos semanas de angustia! No entendía por qué no le había permitido viajar a Durango sabiendo que la preocupación la estaba consumiendo, pero respetó su voluntad a pesar de que hubiera querido no hacerlo.
El andén se llenó de viajeros que mostraban evidentes signos de cansancio. Alejandra los vio bajar uno a uno, hasta el último, levantando el cuello para distinguir a su hermana; pero Munda no salió del tren.
Unos instantes después, sonó la sirena de una ambulancia que se acercaba. Alejandra se quedó paralizada cuando comprobó que se dirigía hacia el vagón de primera.
Los presentimientos no deberían cumplirse, sobre todo cuando se presentan en forma de nudo en la garganta. ¡Aquella ambulancia no podía ser para Munda!
En un segundo, el andén se convirtió en un hervidero de voces que preguntaban y respondían al mismo tiempo; mientras, ella permanecía inmóvil, negándose a saber, deseando que su hermana hubiese perdido el tren y no hubiera podido avisarla, o que hubiese cambiado de opinión respecto a su vuelta.
La gente se arremolinó a su alrededor estirando el cuello como Alejandra había hecho antes, tratando de averiguar qué estaba sucediendo. Los que habían bajado de los vagones hablaban atropellándose unos a otros, contando cada uno su versión.
—Yo creo que está malherida.
—No, no. Se desvaneció nada más pasar el puerto de Urkiola y sigue desmayada.
—A mitad del camino estuvieron a punto de llevarla a un hospital, pero ella se negó.
—¿Por qué tardarán tanto en salir?
La policía comenzó a despejar el andén y, poco a poco, consiguió abrirle paso a la ambulancia. El revisor se había colocado en la puerta del vagón de primera para facilitar la entrada del equipo médico e interrumpir la vista a los curiosos que trataban de asomar la cabeza.
Sólo entonces consiguió moverse Alejandra y echar a correr hacia la puerta, que tapaba el revisor con el cuerpo, repitiéndose a sí misma que la ambulancia no era para Munda.
—No se puede pasar, señorita.
—¡Se lo ruego! ¡Es mi hermana!
A Munda la habían tendido en una camilla que a duras penas cabía en el pasillo central, una especie de parihuela, parecida a las que se utilizaban en los hospitales de campaña, que transportaban dos hombres vestidos de uniforme: uno sujetaba las andas de atrás y otro las de delante. Una enfermera y un médico caminaban tras ellos pidiéndoles que tuvieran cuidado.
Ella esperó en el rellano del vagón y, cuando iniciaron la maniobra para poder enfilar la puerta, le cogió una mano a su hermana y se la llevó a los labios.
—¡Munda! ¿Me oyes?
Munda abrió los ojos durante unos instantes y trató de sonreír. Se le habían marcado las ojeras y apenas tenía color en la piel. Alejandra le apretó la mano y volvió a preguntarle:
—¿Me oyes?
Pero su hermana sólo consiguió abrir los labios.
Alejandra intentó no llorar, tragó saliva, apretó los dientes y se inclinó para acariciarle la cabeza.
—Tranquila, no hace falta que hables. —Y volvió a apretarle la mano—. Estoy aquí, no me moveré de tu lado.
No estaba segura de que la hubiese reconocido, pero, en aquel momento, le sonrió y le presionó la mano casi sin fuerzas.
Ya dentro de la ambulancia, mientras salían de la estación, Munda la miró como si estuviera al otro lado del mundo y consiguió sacar un hilo de voz:
—Diles que me lleven a Toledo.
—Es mejor que te vean aquí antes. Llegaremos enseguida al hospital.
Se había colocado a su cabecera, junto al doctor, que no dejaba de tomarle el pulso. La enfermera y los dos celadores seguían a la ambulancia en un coche que hacía sonar una sirena similar a la de ésta.
Alejandra no dejó de acariciar la mano de la enferma en todo el trayecto. Parecía agotada, como si los ojos le pesaran y no fuese a mirarla nunca más, pero cuando estaban llegando al hospital, los abrió durante un instante y volvió a sonreír. Respiraba tan lentamente que parecía que después de soltar el aire no iba a volver a inspirar.
—Sé fuerte, Alejandra. Y dile a Mariana que te ayude a buscar a la niña.
Ella le acarició la frente y echó los hombros hacia atrás para no derrumbarse.
—Ya me ayudas tú.
Munda sonrió y volvió a cerrar los ojos. Al cabo de unos segundos, los abrió de nuevo y le dijo muy despacio:
—Avisa a mis hermanos y llévame a Toledo. ¿Lo entiendes, corazón?
Pero ella no quería entender. Le dolía la cabeza, y la garganta le ardía de contener las ganas de llorar. ¡Pero no lo haría! ¡No soltaría una sola lágrima! ¡No había motivos! Pronto llegarían al hospital. Los médicos le quitarían la fiebre y le calmarían la tos. Sólo se trataba de un enfriamiento. Munda era como un roble, aunque su cuerpo se hubiera empeñado toda la vida en aparentar lo contrario. Se iba a recuperar. Sí, iba a recuperarse enseguida. No podía ser de otra forma. Ahora tenía más razones que nunca para demostrarles a todos quién era, aunque ella aún no lo supiera.
No había podido contarle todavía las noticias que tenía para ella. Pero esperaría a que volviese a mirarla y se las diría allí mismo. ¿Qué cara pondría cuando supiese que había llegado una carta que lo cambiaría todo? ¿Lloraría de alegría como había hecho ella al leerla? ¡Claro que lloraría! ¡Se pondría bien y lloraría!
Debería haber ido a Durango. No tenía que haberse dejado convencer. Por telegrama no podía contárselo. Tenía que ser de palabra, para verle la cara y abrazarla. ¡Pero cómo iba a imaginar que tardaría tanto en volver y que llegaría en aquel estado!
A lo mejor... si hubiera insistido más... Pero aquél no era el momento de pensar en lo que debería haber hecho y no hizo. No tenía sentido creer que podía dar marcha atrás. Se equivocó al decidir que era preferible que leyese la carta en su presencia para poder saltar de alegría con ella, y aceptó viajar a Toledo esperando cada telegrama que llegaba desde Vizcaya. Munda tenía razón, no había tiempo que perder, Mariana tenía una semana de plazo para abandonar el palacio, y ella tenía que rescatar las pruebas que las conducirían a la niña. No le habría dado tiempo de ir y volver de Durango. Y cada vez que abría un telegrama, sólo pensaba en que fuera el último, el que le anunciaba que Munda llegaría al día siguiente, y que se abrazarían y llorarían, emocionadas porque iba a cambiarles la vida. Y también porque, entre las dos, encontrarían lo que a ella se le estaba escapando sobre la niña de Xisca e irían juntas a buscarla. Y el mundo sería un lugar más justo, más feliz, más generoso.
¡No! ¡No podía ser! ¡En aquel momento no! ¡Era imposible! Estaban a punto de cumplirse sus sueños. Se iba a poner bien. Sólo era un poco de fiebre y de tos. En cuanto abriera los ojos le leería la carta y se curaría.
El médico no dejaba de tomarle el pulso. De vez en cuando acercaba la oreja a su pecho y después le tocaba la frente y hacía un gesto de preocupación.
Y ella apretaba su mano caliente e inmóvil y se decía a sí misma que el doctor estaba exagerando. Él no conocía a su hermana. Nunca la había visto antes. No sabía de lo que era capaz. No sabía que llevaba veintiséis años esperando el sobre con las únicas noticias que no se esperaba y que ella había metido en su bolso.
Si se la hubiese leído por teléfono, no estaría tumbada en aquella ambulancia, ardiendo, semiinconsciente y pálida, sino llena de vida, apurando en el palacete las últimas dosis de la paciencia que se había exigido siempre.
Pero no iba a echar la vista atrás. Había que mirar hacia delante y sujetar las lágrimas, tragárselas antes de que lograsen salir, para derramarlas de alegría con ella cuando se despertase. Porque iba a despertarse, sí, se despertaría, por mucha cara de preocupación que se empeñe el médico en poner.
—Lo siento, señorita.
—¡No! ¡Sólo está dormida! ¡Munda! ¡Estoy aquí contigo! ¡Despierta, Munda! ¡Despierta!
Alejandra, desconcertada, perpleja, incapaz de llorar, cumplió los últimos deseos de su hermana: llamó a su querida señorita Inés para que se encargase de avisar a sus hermanos masones, y llevó a Munda a Toledo.
Mariana las esperaba en el cerro del Emperador, donde se había instalado la semana anterior con todos los enseres que, a su vez, había trasladado desde allí hasta el palacio de Sotoñal hacía veinte años.
A excepción de la acacia que había plantado su abuelo en el patio delantero, cuyas ramas sobrepasaban ya la altura del tejado, el resto del cigarral recuperó el aspecto de cuando Mariana nació: los mismos salones, las mismas lámparas, las mismas alfombras.
No podía dar crédito a las palabras de Alejandra cuando la llamó desde Madrid para darle la noticia de la muerte de Munda. Ni siquiera sabía que estuviera enferma. ¿Cómo había podido suceder? ¿Por qué nadie la había informado? ¡Aquello no tenía sentido! La había visto hacía menos de un mes en el funeral de María Francisca y parecía tan sana como ella.
¡Había encontrado al niño! O sea que era cierto que no había sobrevivido al parto. ¿Dónde estaría la niña? Durante todos aquellos años se había convencido a sí misma de que realmente habían muerto los dos. María Francisca había removido cielo y tierra para encontrarlos y sólo había conseguido desesperarse, mientras que a Munda le habían bastado unos días para dar con uno de ellos. Los últimos días de su vida. ¡Qué contrasentido! Parecía una broma macabra del destino.
Alejandra le había dicho que saldrían de Madrid a la mañana siguiente, en cuanto terminase de arreglar los trámites del traslado, y que llegarían a Toledo sobre las doce del mediodía. Había avisado a don Andrés para que acudiese al cigarral con el testamento, que debía leerse tan pronto se instalase la capilla ardiente.
El notario había llegado a primera hora de la mañana. Ella le había preguntado a qué se debían las prisas, pero él no había querido responder; sólo le había dicho que Alejandra estuvo presente cuando Munda dictó sus últimas voluntades, que sabía lo que hacía.
Los dos esperaron en el salón, junto a la chimenea. Desde la ventana, podían ver como Shishipao salía una y otra vez al porche, como si su inquietud fuese a influir en la llegada del coche fúnebre.
Jamás habría imaginado que sobreviviría a su hermana. Al revés: en ocasiones se había visto a sí misma en su lecho de muerte, sin fuerzas para abrir los ojos, y se había preguntado cómo reaccionaría Munda, qué palabras le diría y si trataría de reconciliarse con ella en sus últimos momentos. Habían vivido dándose la espalda desde que eran niñas, odiándose, anteponiendo sus forma de ser y de pensar a la posibilidad de aceptarse sin juzgarse y sin tratar de cambiar a la otra.
Pero en la despedida que imaginaba, ella estaría tan débil que no podría hablar, por lo que a Munda no le quedaría más remedio que enfrentarse a una difícil disyuntiva: mantener hasta el final la distancia que las separaba o plantearse que no podían despedirse sin propiciar un entendimiento.
La decisión estaría en sus manos, no sólo porque ella estaría demasiado débil para decir una sola palabra, sino porque Munda sería la que tendría que seguir viviendo después, con la conciencia tranquila o con la desazón de haberla dejado marchar sin intentar comprenderla.
Munda nunca se había parado a hablar con ella si no era para recriminarle su manera de ser, de entender las cosas y afrontarlas. Ni siquiera se había interesado en preguntarle cómo se sentía después de haberlo perdido todo: su posición, su palacio, su hija, su vida; su mundo entero dado la vuelta.
Y ahora el destino volvía a colocarla en una situación que no debería corresponderle. Munda llegaría pronto al cigarral y, en su último encuentro con su hermana, sería ella la que tendría la última palabra y debería elegir entre despedirse en paz o que la persiguiera la culpa por no haberlo hecho.
El furgón fúnebre llegó con dos horas de retraso sobre el horario previsto, seguido de un automóvil en el que viajaba Alejandra.
Shishipao comenzó a llorar diciendo «Ya están aquí, ya están aquí», y todos salieron al porche a recibirlos con una emoción que sólo la niñera dejaba escapar a raudales.
Mariana nunca podría olvidar cómo los criados sacaron la caja del coche y se la cargaron sobre los hombros para llevarla al interior de la casa. ¡Pensar que Munda volvía al cigarral así! La incorruptible Munda. Llena de vida cuando la vio en el velatorio de María Francisca, vestida de blanco, llamando la atención como de costumbre, acaparando las miradas de los que habían ido a consolarla a ella.