Authors: Inma Chacón
Una viola, un violonchelo y un violín comenzaron a tocar la sonata fúnebre de Mozart. Sobre el paño de terciopelo rojo que había colocado Mariana, la maestra de ceremonias extendió un mandil de piel blanca, el símbolo de la pureza, y puso unas ramas de acacia, el de la vida eterna; luego, se situó frente a Munda y la llamó por su nombre simbólico:
—¡Hypatia!
La música dejó de sonar. Tras unos segundos de espera, en medio de un silencio absoluto, la Venerable Maestra se dirigió a la cadena de unión intentando que la tristeza no le entrecortase la voz:
—¡Hermanos, una maestra masona no ha respondido a su nombre!
Todos guardaron silencio. Los profanos se habían colocado detrás de los iniciados, de forma que, sin que fuese ésa su intención, habían formado un círculo concéntrico con respecto a ellos. Alejandra miraba fijamente el ataúd, ausente como desde que había llegado de Madrid tras el coche fúnebre. Shishipao contenía la respiración para no derrumbarse.
Y mientras proseguía el ritual, Mariana miró uno por uno a todos sus difuntos, leyó en silencio los nombres grabados en sus sepulturas y les dedicó cada palabra de la despedida masónica que la señorita Inés recitó conteniendo las lágrimas:
—Sea tu lugar de descanso seguro y suave. Sea fragante la rama de acacia que florecerá en primavera y las flores que te visitarán. La dulzura de la última rosa del verano más largo se quedará contigo aunque los vientos de otoño destruyan su belleza. Sea para ti todo lo bello, bueno y verdadero de la Tierra, que no se verá afectado por la sombra ni por la oscuridad que divide el hoy del mañana. Tu luz no se perderá contigo. Volveremos a vernos un día. ¡Hasta entonces, hermana, hasta entonces!
La comitiva se despidió en la puerta del mausoleo, donde presentó sus condolencias a las hermanas de Munda. Desde allí, cada cual volvió a su vida con su propio dolor, y Alejandra a las rutinas diarias que tendría que volver a construir. Aún no había llorado.
Al llegar al cigarral, Mariana se colgó de su brazo y la condujo a su gabinete, donde Shishipao les sirvió el desayuno al calor del brasero de una camilla, junto a una ventana por la que podía verse el jardín agostado por el invierno. Estaba empezando a clarear.
La niñera había colocado la bandeja sobre la mesa y removido el picón para avivar las ascuas que se conservaban bajo la ceniza desde que lo hubiera encendido poco antes de salir hacia el cementerio.
Alejandra tomó un sorbo de café con la mirada perdida en el infinito y continuó guardando silencio. Mariana no dejaba de mirarla. En cualquier momento estallaría, y el mutismo que mantenía desde que había llegado se convertiría en llanto. Pero no era eso lo que más la preocupaba; Alejandra era fuerte, hacía tiempo que había aprendido que la vida se quiebra muchas veces y hay que volver a empezar. Su hermana sabría cómo asumir aquella fractura igual que había asumido otras. No obstante, Mariana temía que la válvula que mantenía la presión se liberase cuando ella no estuviera con Alejandra y no pudiera consolarla, ya que nada más sentarse frente a la ventana, su hermana rompió su silencio para manifestarle su intención de marcharse.
—Regreso a Madrid dentro de una hora.
—¡Eso es una locura! Tienes que dormir un poco, querida, debes de estar agotada.
—Ya dormiré cuando encuentre a la niña.
—¿Sabes dónde está?
—Jorge debe de saberlo. Tengo que ir a hablar con él.
—¿Era suya la carta?
—No. Era de Zhuang. Manuel ha salido de la cárcel.
—¡Dios mío! ¿Y pensaba venir?
—Sí.
—¿Lo supo Munda?
—No.
—¡Qué capricho más extraño de la vida! ¿Y Zhuang? ¿Ha salido también?
Por un momento, pareció que Alejandra se vendría abajo, pero echó los hombros hacia atrás, volvió a perder la mirada en el jardín y pensó en la carta. Había llegado al paseo de la Castellana el mismo día en que Munda había salido para Durango y ella hacia Toledo. La encontró sobre la mesa del recibidor al regresar al palacete por la noche, después de entender que María Francisca había dejado pistas sobre sus hijos en los libros del cuadro del ángel.
Nada más ver el sobre, reconoció la letra puntiaguda de Zhuang. Lo habían sellado en Manila, no llevaba remitente y el matasellos se había estampado hacía casi dos meses.
El corazón se le salía del pecho mientras rasgaba la solapa y leía la cuartilla.
Su primera reacción fue salir corriendo hacia Atocha y comprar un billete para Vizcaya. Pero no pudo ser; devolvió el billete y regresó a Toledo, tal y como le había pedido Munda, releyendo la carta una y otra vez. Podía recitarla de memoria: «Mi queridísima Nana.» Había empezado a llamarla así poco después de que se trasladara a la calle Relatores, cuando recibió una carta de Xisca con el mismo encabezamiento. «Espero que las noticias que tengo que darte te colmen de alegría como me han colmado a mí.» ¡Cómo no iban a colmarla! ¡No de alegría, sino de júbilo, de esperanza, de fe en la vida! «Te sorprenderá que te escriba al paseo de la Castellana en lugar de a nuestro apartado de correos, pero ya no hay razón para seguir escondiéndonos.» Se habían estado carteando en secreto durante diez años para que Munda no sufriera, porque las únicas noticias que le llegaban de Manuel seguían siendo los mensajes telegráficos que él no enviaba, convencido de que Alejandra había cumplido su encargo de comunicarle su muerte para que no siguiera esperándole. «Empezaré por decirte que he salido de prisión esta misma mañana, gracias a un indulto. Manuel también ha salido y te pide que prepares a Munda para recibir la noticia de que sigue vivo, en el caso que no le hayas dicho todavía la verdad, para trasladarse a Madrid y pedirle la mano. Yo nunca le he dicho que no lo hiciste. Él sabía que Munda era fuerte y superaría su muerte, y yo dejé que pensara que había rehecho su vida sin él
.
» Pero no había que preparar a Munda, ella seguía esperándole, como siempre, y por fin saldría de aquella vida sin amor en la que se había encerrado hacía veintiséis años. «Espérame en el paseo de la Castellana. Cuando llegue esta carta, estaré a punto de llegar yo también.» Y ella volvió a Madrid para aguardar las noticias, después de haber consultado los libros de Xisca.
Alejandra se volvió hacia Mariana sin soltar una lágrima, pero con la mirada tan triste como su tono de voz.
—¡Ha sido culpa mía! Si yo hubiese ido a cuidarla, Munda estaría ahora esperando la vuelta de Manuel.
—No seas injusta contigo, criatura. Debía de arrastrar la enfermedad desde hacía meses.
—Pero en Valencia parecía tan sana...
—¿En Valencia? ¿Cuándo habéis estado en Valencia?
—Hace tres semanas, después del entierro de Xisca.
—¿Y qué averiguasteis?
—Jorge nos dijo que buscásemos en el monte Anboto. Pero la clave estaba en los libros.
—¿En qué libros, Alejandra?
—Tú no podrías entenderlo.
—¿En los libros del sótano?
Alejandra se mostró sorprendida por la pregunta.
—¿Qué sabes tú del sótano?
—¡Ay, querida! ¿Se te ha pasado alguna vez por el pensamiento que yo no conocía cada rincón de mi palacio? Lo recorrí de cabo a rabo con la abuela mucho antes de que nos trasladáramos allí. Ella también fingió siempre que desconocía la existencia de los pasadizos. En cierto modo, nos correspondía ese papel. Pero no te preocupes, todo lo relacionado con el templo está a salvo, ordené que lo llevasen al cigarral de la señorita Inés y que clausurasen los accesos al sótano.
Y por primera vez desde que había llegado, Alejandra esbozó una sonrisa.
—No estoy preocupada; lo que me interesaba de ese sótano me lo traje aquí antes de que te mudases. Ese defecto tuyo de saberlo todo siempre me ha puesto nerviosa.
—Todo no. De hecho, hay algo que quisiera preguntarte.
—Dime.
—¿Qué te encargó Munda que me dijeses?
—Que me ayudases a buscar a la niña.
—¿Nada más?
Alejandra la conocía muy bien y, al escuchar aquel «¿Nada más?» cargado de preguntas que nunca le había hecho a Munda, enseguida comprendió lo que le habría gustado escuchar y decidió mentirle.
—También me dijo que siempre te había querido.
—¿De veras? ¿No lo diría para que aceptase el encargo?
—Siempre te quiso, Mariana, no tiene nada que ver con el encargo. Contigo o sin ti daré con la niña; supongo que no quería que me encontrase sola en esto.
Mariana guardó silencio durante unos instantes y se volvió hacia la ventana para que su hermana no viera como se le humedecían los ojos. Pero a Alejandra no le hizo falta ver las lágrimas: se levantó de su silla, se arrodilló frente a ella y la abrazó. Y aquel abrazo, con el que Mariana esperaba que Alejandra se liberase de la presión que la oprimía desde la muerte de Munda, sirvió para librarla a ella de su propia tensión. Mariana, la que nunca lloraba, se derramó en los brazos de su hermana y se dejó llevar por las emociones.
—Ahora estamos solas. Únicamente nos tenemos la una a la otra.
Alejandra le pasó la mano por la espalda y la acarició dándole pequeños golpes, como cuando se sujeta a un bebé para que expulse los gases después de mamar.
—Solas no, hermana. Nos queda tu nieta. Debe de tener once años. ¿No crees que ha llegado el momento de decirle lo que pasó?
—¿Te lo contó María Francisca alguna vez?
—No, hermana, me lo vas a contar tú.
Y entonces fue Mariana la que mintió. No hacía falta que nadie sufriera más de lo que todos habían sufrido ya. Los dos protagonistas de la historia habían muerto. La forma en que se engendró aquella niña tenía que seguir siendo un secreto, uno más de los muchos que había custodiado la familia; pero aquél serviría para convertir en bello lo que había sido un horror.
—Lo único que pasó es que María Francisca se enamoró y se entregó antes de tiempo. Y yo no tuve agallas para enfrentarme a Toledo.
—Entonces ¿por qué dudaba si aceptar o no a Jaime?
—Porque era un espíritu libre, como Munda y tú, y le quería demasiado. Prefería esperar a que naciera su hijo para estar segura de que el embarazo no era la única razón por la que le había pedido matrimonio. Después pasó lo que pasó y dio por hecho que el amor de Jaime era una farsa, lo mismo que tú.
—¿Y por qué fuisteis a Durango?
—Don Ramón y yo lo habíamos organizado todo para que una familia de Bilbao adoptase al bebé; aún no sabíamos que venían dos, pero Jaime nos encontró antes de que nacieran. Estaba fuera de sí por la anulación de tu boda y porque María Francisca le había rechazado. El resto ya lo sabes: los niños desaparecieron y mi hija se pasó la vida buscándolos y enfrascada en sus libros.
—¿Y el matrimonio de Xisca?
—Se lo inventó para justificar el luto que ya no se quitaría nunca.
—¿Qué puedes decirme del cuadro del ángel?
—Lo quemé. Sospechaba que tenía algo que ver con los niños. Munda se dio cuenta de cómo lo miraba María Francisca antes de morir y estaba claro que no descansaría hasta averiguarlo.
Alejandra se dirigió entonces al armario donde había guardado el cuadro de madera antes de volver a Madrid para esperar a Zhuang, lo sacó y se lo mostró a su hermana.
—¡Mira! Tenías razón. Munda lo rescató.
Mariana sonrió.
—¡Dichosa Munda! ¡Siempre jugando conmigo!
—¡Espera —continuó Alejandra—, hay más!
Y sacó del mismo armario una pila de libros que había cogido de la biblioteca del sótano antes de abandonar el palacio.
Mariana se sorprendió al ver los libros que Alejandra colocó en la misma posición que en el cuadro del ángel. Los de la pila de la izquierda no llevaban tejuelos y en la cubierta del último había dibujada una «J». La pila de la derecha, sin embargo, estaba toda etiquetada, y el último tenía una «B» sobre la cubierta. Entre las dos columnas, colocó un solo libro que llevaba una «G» dibujada en la tapa.
—Sabemos que la «J» corresponde a Jaime —explicó Alejandra señalando los libros de la izquierda—. ¿Lo ves? La pobre Xisca no debió de averiguar nada sobre el niño, por eso no etiquetó este grupo. Supongo que los eligió al azar. La «G» debió de ponerla para hacer más creíble que estaba pintando símbolos masónicos.
Mariana abrió uno a uno los libros de la pila de la derecha y comprobó que todos hablaban de la historia de Navarra. El nombre de la reina Blanca estaba subrayado en todas las páginas en que aparecía.
—¡La niña se llama Blanca! ¡Claro! ¿No lo recuerdas? ¡Igual que la madre de Jaime!
—¡Así es! —contestó Alejandra—. Y debe de estar en algún sitio de Navarra, pero no sé por dónde empezar a buscar. Munda me dijo que teníamos que volver a Valencia. Jorge debe de callar muchas cosas. ¿Vendrás conmigo? ¡Por favor, Mariana! Se lo debes a tu hija. ¿No crees que así repararías el daño que le hiciste?
Mariana la miró con sus ojos azules, procurando parecerse a la marquesa de la mirada fría y controladora que había sido siempre, y negó moviendo la cabeza, provocando en la conversación una tirantez que no había aparecido hasta entonces.
—No puedes trastocar la existencia de esa pobre niña después de tanto tiempo. ¿Qué vas a decirle si la encuentras? ¿Que sus padres han muerto? Probablemente ella sea feliz creyendo que vive con ellos. Es demasiado tarde. No podemos irrumpir ahora así en su vida.
—Nunca es demasiado tarde, Mariana. La niña tiene derecho a saber quién era su madre y que la quiso hasta su último aliento.
—También tiene derecho a vivir sin la zozobra de pensar que la robaron al nacer. Ella sabe que su madre la quiere. ¿Te imaginas el daño que podemos hacerle?
Hasta aquel momento, Alejandra había utilizado un tono condescendiente con la intención de que su hermana se sintiese partícipe de lo que Munda y ella habían averiguado. Pero ante la actitud que había tomado Mariana, optó por mostrarse con toda la crudeza que merecía aquella historia.
—No más del que le hicisteis cuando la arrancasteis de los brazos de quien la trajo al mundo, con quien debería haber crecido.
—Eso ya no tiene remedio, Alejandra. Si pudiera, daría marcha atrás, pero no puedo borrar el pasado haciendo sufrir ahora también a la pequeña. Una herida no se cura con otra.
—Pero a veces no queda más remedio que abrirlas para que no se emponzoñen. ¿Te has preguntado alguna vez si ella sabe algo? Es posible que piense que su madre la abandonó. ¡Eso sí es una auténtica zozobra!