Authors: Inma Chacón
Cada vez que Jorge la veía aparecer en la escalinata que daba acceso al piso superior, donde se encontraba su aula, insistía en acompañarla; pero ella se negaba sistemáticamente y el joven tenía que conformarse con caminar unos pasos más atrás, confundido entre los demás estudiantes. La mayoría de ellos nunca llegó a acostumbrarse a la presencia de Alejandra y de sus compañeras en las aulas, obcecados como estaban en reservarle a la mujer el puesto de madre y esposa que ellas parecían rechazar, de modo que no desaprovechaban la menor oportunidad de intentar forzarlas a abandonar, en especial, el cabecilla de los alumnos que habían molestado a Alejandra, que desarrolló hacia ella una animadversión que crecía cada día.
En aquella época, Alejandra volvió a sentir a menudo la presencia de alguien a su espalda. Hacía tiempo que había decidido que aquella sensación era sólo producto de su mente. No era que hubiese desaparecido, porque desde que había comenzado a sentirla la acompañaba muchas veces. Pero se había dado la vuelta en varias ocasiones y había comprobado que no estaba en lo cierto, por lo que había llegado a la conclusión de que su imaginación estaba jugando con ella. La decepción que le había causado el falso emperador de China dándose por vencido con tanta facilidad debía de ser la causa. Continuaba enviándole cartas, eso sí, pero nunca había tratado de presentarse ante ella y pedirle perdón abiertamente. Alejandra había intentado olvidarse de él, pero sus sueños seguían traicionándola y devolviéndoselo por las noches. De manera que, creyendo que aún la vigilaba, huía de la decepción, que no la llevaba a ninguna parte y le impedía centrarse en sí misma y en el sueño que la convertiría en abogado.
Por otro lado, el paseo con Jorge había puesto un nuevo aliciente en su vida. Él también le enviaba cartas, cada vez más apasionadas e impacientes, en las que le pedía una nueva cita; ella le contestaba con el mismo apasionamiento, pero terminando con una coletilla que a Jorge acabó por resultarle insoportable: «Aún no es el momento, ten paciencia, amor.»
Él se moría por besar aquella boca capaz de enfrentarse a cualquiera, por acariciar su piel cobriza, saborear el perfume que dejaba a su paso y pedirle que compartiera con él toda la vida. Pero Alejandra era una anguila que resbalaba entre sus manos.
Unas semanas después de aquel primer paseo, la mañana en que les daban las vacaciones de invierno, Alejandra esperó a su enamorado en la puerta de la universidad, se colgó de su brazo y le dijo al oído:
—Me gustaría hablar contigo de algo muy importante.
Durante un momento, Jorge creyó que la espera había terminado. Sin embargo, la conversación que tendría con aquella mujer, empeñada en perseguir un objetivo que la hacía diferente de las otras, no sería más que el comienzo de casi cinco años sin besarla, sin una sola cita, sin hablarle siquiera, sin rozarla; y sin saber si lo podría soportar.
Alejandra le llevó hacia una farola, la misma contra la que él se había recostado la primera vez que la vio defenderse de la ignorancia de los otros, y le dijo las únicas palabras que él no deseaba oír:
—No vuelvas a escribirme. Si me quieres, tendrás que esperar a que salga por esa puerta con mi título de abogado en las manos. —Y le miró con tanta determinación que resultaba imposible creer que alguien pudiera conseguir hacerla cambiar de parecer—. ¿Te pido demasiado?
El joven sólo pudo contestarle con una palabra.
—Sí.
—¿Crees que podrás esperarme?
—Eso sólo lo sabrás cuando tengas tu título. Tendrás que arriesgarte si quieres averiguarlo.
A partir de ese momento se acabaron las cartas apasionadas y los ruegos. Jorge Sánchez Mas desapareció de la vida de Alejandra de la misma manera en que había entrado: en silencio.
Él continuó compartiendo el aula con ella; se sentaba en la última grada, desde donde no podía mirarla a los ojos, y la veía perseguir el sueño que la separaba de él. El joven con frecuencia se mordía los nudillos para no intervenir cuando algún alumno la insultaba en los pasillos, entre risas y compadreos, o le ponía la zancadilla; o cuando algunos profesores le demostraban, con los resultados de los exámenes, que tampoco soportaban la presencia femenina en lo que consideraban sus dominios.
Una de las jóvenes que comenzó con ellos la carrera no pudo soportar las humillaciones y abandonó el primer año. La otra continuó dos cursos más, sentada con Alejandra en la grada y sufriendo como ella algunos suspensos cuando en realidad merecía un notable o un sobresaliente. Pero, al tercer año, contrajo matrimonio y también abandonó la universidad.
Alejandra, por su parte, jamás se volvió para mirar a su pretendiente. Se concentró en lo que más ansiaba conseguir y continuó con sus rutinas: sus estudios, su palacete del paseo de la Castellana, su impresión de que alguien la seguía —y aquella vez centró su imaginación en Jorge—, sus idas y venidas de Toledo y su empeño en comprender a Mariana y a Munda, con las que se desahogaba cada vez que sentía que le flaqueaban las fuerzas. Fueron cinco años en los que tuvo que sobreponerse muchas veces al deseo de tirar la toalla, cansada de los agravios de unos y de otros y del combate que parecía tener que librar cada día, curso tras curso, para demostrar que era tan inteligente y tan capaz como cualquiera de los alumnos varones que se habían matriculado con ella.
Y sus hermanas continuaron como siempre: tan diferentes y tan parecidas, inmersas en su propia guerra, que no parecía acabarse nunca, afanándose en ganar cada batalla.
María Francisca, mientras tanto, vivía recluida en el palacio de Sotoñal, recibiendo de don Ramón la educación que no podía recibir en el Colegio de Doncellas Nobles. Para cuando Alejandra le impuso sus plazos a Jorge, Xisca había cumplido doce años y empezaba a convertirse, físicamente, en una réplica exacta de su madre.
Alejandra seguía yendo a Toledo, tal y como exigía el acuerdo de Munda, y allí pasaba con Xisca la mayor parte del tiempo. Le hablaba de las leyes que se proponía combatir cuando tuviera suficientes armas en su mano, de los derechos civiles de las mujeres, de su discriminación jurídica, de su deseo de participar en la vida política y de su amor por Jorge Sánchez Mas, al que sentía a su espalda cada día, no sabía si mirándola o no, sentado en la última grada del aula.
—¿Crees que me esperará? —le preguntaba a su sobrina una y otra vez.
—Seguro que sí, Nana. No seguiría yendo a tu misma clase si no tuviera esa intención.
—Pero es demasiado tiempo. No sé si aguantará.
—Más tiempo lleva Munda esperando a Manuel. Y mírala, todavía no ha perdido la esperanza.
—No es lo mismo. Manuel ya no existe. Munda sigue agarrada a él, pero no creo que lo espere todavía. Ya han pasado casi diez años. Ella sabe que no va a volver, pero ha decidido vivir ese sueño hasta el final. ¡No sé, Xisca! A lo mejor me he dejado llevar por su ejemplo. Pero no creo que haya muchas personas capaces de soportar tanta espera.
—Jorge lo hará, ya lo verás. Le merece la pena. Nunca encontrará a nadie como tú.
Y efectivamente, Jorge la esperaría cargado de paciencia, sentado en la última fila, hasta que ambos recibieran el título que los convertiría en licenciados.
Durante una temporada, a Alejandra dejó de resultarle desagradable la impresión de que alguien la siguiera, quizá porque cada día estaba más convencida de que ahora se la producía Jorge y lo que antes la agobiaba como una obsesiva sensación de vigilancia, ahora le parecía una particular forma de unión con su prometido.
Cada vez que le sentía a la espalda, pensaba en la paciencia que le estaba demostrando, esa forma de amor que muy pocos podían entender.
Hasta que, en uno de sus viajes de vuelta de Toledo, recién terminadas las vacaciones de Navidad del segundo curso, volvió a notar unos ojos clavados en su nuca. Pero en aquella ocasión, no sintió un cosquilleo que le bajaba hacia la espalda, sino algo más fuerte, más nítido, más real: una presencia corpórea que respiraba y se movía justo detrás de ella. Durante unos momentos, dudó si volverse o continuar en su asiento como si no se hubiera dado cuenta. No obstante, la duda sólo duró una fracción de segundo porque, antes de que ella pudiera reaccionar, oyó la respiración en su oído y una frase que la devolvió al tiempo en que el falso emperador de China la hizo seguir por primera vez, en aquel mismo vagón, casi seis años atrás.
—No se vuelva usted, señorita Alejandra. Por favor, sígame cuando me apee en Atocha.
El tren acababa de realizar la parada de la estación de Illescas, igual que cuando la Guardia Civil arrastró a la joven que ocultaba sus golpes con un pañuelo. Aún faltaba media hora para que el pitido de la locomotora anunciase la llegada a Madrid. Alejandra tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por no volver la cabeza durante aquel trayecto que vivió como si no fuese a terminar nunca.
Tenía la impresión de que la sangre le circulaba a mayor velocidad de lo normal y de que, en cualquier momento, se le pararía el corazón, que le golpeaba en el pecho como un martillo descontrolado. El falso emperador de China no habría podido elegir un momento peor para reaparecer. Hacía un año que Jorge y ella habían iniciado su extraña relación a distancia, un noviazgo en el que nunca se decían palabras de amor ni paseaban cogidos del brazo. Pero no hacía falta. Él le demostraba cada día que la quería, de la misma forma en que ella le quería a él. El silencio a veces es un clamor que no necesita salir de la garganta, y una mirada puede sentirse tan intensamente como el más apasionado de los abrazos. Con su amor a distancia, Jorge le había transmitido mucho más de lo que Zhuang Shangsheng le demostraba con las cartas que ella seguía tirando sin abrir. Su paciencia era infinitamente más real que las manos que rodearon su cintura durante aquel baile de fin de siglo que la había atrapado durante meses en una ensoñación absurda.
Jorge nunca la había tocado, pero sus ojos la acariciaban cada día desde la última fila del aula y la convertían en la mujer más importante de la Tierra, mientras que los subterfugios del falso emperador de China la habían hecho sentirse la más estúpida.
El tren atravesaba los campos manchegos con una lentitud que se le estaba haciendo insoportable. No sólo paraba en cada estación sin importarle la prisa que la estaba consumiendo, sino también en medio de la nada, como si la máquina se negase a continuar. Hacía tanto frío que la temperatura del vagón no debía de llegar a los diez grados.
De vez en cuando, mientras el tren estaba parado, el revisor pasaba por los vagones para informar a los pasajeros de que se habían producido algunos problemas que estaban tratando de solventar o para pedirles que no se impacientasen, porque, si no daban con la solución, los trasladarían en carruajes hasta Madrid.
En Parla, permanecieron casi media hora en una vía muerta para dejar paso a un convoy en el que viajaba Su Majestad el Rey, que volvía de una cacería en una finca de Ciudad Real.
En Getafe, realizaron una nueva parada para revisar la combustión del carbón, que parecía haberse aliado con los incontables imprevistos que se empeñaban en hacer eterno aquel viaje.
Llegaron a la estación de Atocha con dos horas de retraso. Alejandra dejó que el desconocido, el mismo que le había entregado una carta en blanco hacía casi seis años, se bajase y se dispuso a seguirlo. Había cambiado el bombín raído por un sombrero de paja al que llamaban canotié, que se había puesto de moda hacía unos años para las temporadas de verano y que, en aquel diciembre de lluvia y frío, resultaba de lo más inadecuado.
Desde la glorieta de Carlos V tomaron la calle de Santa Isabel en dirección hacia Antón Martín. El corazón de Alejandra palpitaba cada vez con más fuerza. El hombre del canotié se paraba de vez en cuando delante de un escaparate y miraba hacia atrás para comprobar que ella continuaba allí, con el ritmo cardiaco enloquecido.
Durante más de veinte minutos, caminaron por la calle girando a derecha e izquierda sin aparente sentido hasta llegar a la plaza que había ocupado el antiguo convento de la Merced, la plaza del Progreso. Allí permanecieron un instante, disimulando delante de un teatro, fingiendo consultar la programación y, luego, se encaminaron hacia la calle de Atocha, en dirección a Carretas. Alejandra no entendía por qué el desconocido había elegido aquel itinerario. Si hubieran subido directamente por Atocha nada más salir de la estación, se habrían evitado un absurdo rodeo.
Al llegar a la calle Carretas, el hombre del sombrero de paja se volvió hacia ella y le hizo un ademán para que le siguiese hasta un portal, donde se acercó de nuevo para hablarle al oído.
—Vuelva sobre sus pasos hasta Relatores. En el número 8, pregunte por el despacho del abogado don Juan Sánchez.
La joven quiso preguntarle a qué venía tanto secreto, no podía soportarlos, pero el desconocido le hizo un gesto de silencio con la mano y salió del portal.
Alejandra podría haber optado por marcharse a su casa y olvidarse de todo. Estaba claro que Juan Sánchez no podía ser otro que Zhuang Shangsheng. Resultaba hasta burda la forma de castellanizar el nombre chino. Pero se llamara como se llamase, lo último que quería en aquellos momentos era verse con él. Nada bueno podría traerle aquel encuentro. La sola idea de tenerlo delante la irritaba, mas, por poco que la atrajese la idea de verle, su corazón no paraba de golpearla en el pecho.
Las únicas noticias que tenía de él eran las decenas de cartas que ella rompía sin abrir. Los sobres no llevaban remitente, pero su letra puntiaguda y pequeña resultaba inconfundible. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que aquellas cartas buscaban algo más que el perdón. Nadie insiste durante años en escribir una vez al mes sólo para acallar la conciencia. Dos o tres cartas sin respuesta le habrían bastado a cualquiera para entender la inutilidad de su gesto. Pero él seguía escribiendo, un mes sí y otro también, coincidiendo con el día en que su mano le abrazó la cintura y la dejó marcada para siempre, muy a su pesar. Sin embargo, nada de lo que dijeran aquellas cartas podría cambiar, ni siquiera un ápice, su decisión de que jamás reproduciría la historia que unía a Munda y a Manuel. No le gustaban los secretos, siempre los había detestado, y Zhuang Shangsheng los utilizaba con ella como si no hubiera otra forma de comunicación que un acertijo detrás de otro. Ni una sola visita, ni una sola petición de una cita, ni una sola excusa para mirarla directamente a los ojos y pedirle perdón.