Authors: Inma Chacón
El joven se tocó el sombrero de copa con los dedos, a modo de saludo, e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Acto seguido, Munda se cogió del brazo de Alejandra y la obligó a darse la vuelta para caminar en dirección al palacete sin haberse despedido.
Cuando Alejandra consideró que estaban suficientemente lejos de él, se dirigió a su hermana procurando controlar su indignación.
—Pero ¿qué has hecho?
Munda aligeró el paso como si estuviera huyendo de algo.
—¿No te has dado cuenta de lo que ha pasado, criatura?
—No ha ocurrido absolutamente nada. Tú no has dado opción.
—Escúchame, Alejandra, y piénsalo bien antes de contestarme: ¿te quitaste el antifaz en algún momento de la fiesta?
Alejandra no sabía adónde quería llegar Munda. No tenía que pensar nada, en todo momento había permanecido cubierta, tal y como exigía la etiqueta de aquellos bailes.
—¡No! ¡No me lo quité! ¿Qué tiene que ver eso con el desplante que acabas de hacerle a ese hombre?
—Está muy claro, Alejandra. Él nos conoce. El truco de la flor en la solapa sólo era eso, un truco para que acudieras a la cita pensando que no te conocía. Es más, ¿de dónde crees que ha sacado las sampaguitas naturales? Aquí no florece la celinda hasta marzo o abril. Además, las flores no son tan grandes.
—Puede que tenga un invernadero.
—Y también puede que venga de Filipinas y las haya traído de allí directamente. Ahora sólo se tardan veinte días en llegar, si se ha traído un arbusto con cepellón, no sería tan difícil que las flores se hubieran conservado.
Munda volvió la cabeza y, cuando comprobó que el joven no las había seguido, se detuvo para mirar fijamente a su hermana.
—Te ha mentido, Alejandra. Te dijo que conocía vagamente la isla de Luzón, pero estoy casi segura de que lo había visto antes. Él nos conoce de cuando vivíamos en Manila. Puede ser un espía de los yanquis que quiere sonsacarte el paradero de Manuel. Deben de creer que se comunica conmigo.
Alejandra dio un paso hacia atrás y miró a su hermana de arriba abajo. Todo aquello le parecía una exageración, una fantasía que no podía creer que estuviera saliendo de la boca de Munda.
—¡Sólo era un juego, por Dios santo! Yo también le dije que conocía la isla de Luzón vagamente. ¡Y viví allí más de tres años! ¡Era una forma de seguir con la mascarada! No puedo creer que no lo veas. Es más, si quisiera saber el paradero de Manuel, ¿por qué no te abordó a ti, en lugar de a mí?
—Las dos llevábamos un María Clara, quizá se equivocó.
Alejandra se estaba desesperando con la reacción de Munda. Tanto recelo no era habitual en ella.
—O quizá te estés equivocando tú ahora. ¡Piénsalo! ¿Habría tratado de hacerte la corte sabiendo que eres la prometida de Manuel?
Munda se quedó en silencio durante unos segundos y trató de aplicar la lógica a la situación.
—¡Está bien! Esperemos a ver qué sucede esta tarde. Pero prométeme que no descartarás ninguna hipótesis hasta que nos aseguremos de que es falsa.
Cinco horas después, sonaba el timbre de la puerta principal del palacete. Munda le pidió a Alejandra que se quedase en la biblioteca mientras ella abría la puerta. Hacía tiempo que había liberado a Mani de aquella obligación. Los años se le estaban echando encima —debía de tener alrededor de setenta y cinco años, según los cálculos de Munda, porque Mani no sabía a ciencia cierta el año de su nacimiento— y apenas tenía ya deberes en la casa. Al contrario, Munda la cuidaba como si fuese su propia abuela y no le permitía que se esforzase en ninguna tarea que pudiera realizar ella misma.
Cuando se trasladaron a Madrid, como todo cuerpo de casa, había contratado a una doncella para la limpieza del palacete, una cocinera, un jardinero y un chófer. No necesitaba a nadie más. Mani ejercía desde entonces las funciones de mayordomo y de ama de llaves. Se la veía feliz de sentirse, por primera vez en su vida, la cabeza visible de la servidumbre de la casa, pero cuando empezó con los achaques propios de su edad, todo comenzó a hacérsele cuesta arriba y Munda le encargó que se ocupase únicamente de ayudar a la cocinera y de cuidar las flores del jardín. Se trataba más bien de una distracción, una forma de hacerla sentir necesaria y no un estorbo como ella se empeñaba en protestar, siempre con la misma retahíla:
—¡Virgen de la Caridad del Cobre! ¡Ya no sirvo para nada! ¡Ni siquiera para abrir la puerta tengo cuerpo ya!
Y era cierto, pesaba por lo menos ochenta kilos y su estatura no llegaba al metro y sesenta centímetros. Las piernas se le habían llenado de varices y se le hinchaban como botas. Daba la impresión de que en cualquier momento se le podría abrir la piel bajo la que se transparentaban las venas amoratadas y llenas de bultos. Para que se le cargasen lo menos posible, cuando no estaba preparando ramos de flores con los que adornar el palacete, se sentaba en la cocina con las piernas en alto, contándole a la cocinera historias sobre sus tiempos de Cuba.
Mani aceptó sus nuevas obligaciones después de protestar una y otra vez. Aquello fue todo lo que Munda pudo hacer por ella, porque de ir al médico no quería oír hablar. No lo había hecho en su vida y ahora se negaba en redondo.
—A la vejez —decía—, ni viruelas ni componendas. Cuando me llegue la hora, me llegó. ¡Pero eso sí, mi niña, esta casa necesita un mayordomo como Dios manda! ¿Dónde se ha visto que la señora de la casa abra la puerta?
Pero Munda no lo veía igual. Su casa no era como las que Dios mandaba. Ella se sentía orgullosa de abrir la puerta a sus invitados y, con el tiempo, llegaría incluso a cocinar su propia comida y conducir su coche de caballos. No era mucho, comparándolo con lo que hacían otras mujeres por conseguir la emancipación. Algunas escribían bajo seudónimos masculinos para ver sus obras publicadas o acudían a la universidad disfrazadas de hombres, enfrentándose a innumerables impedimentos. Ésos sí eran grandes pasos; los suyos eran pequeños, pero eran cuestiones sobre las que sólo ella tenía capacidad de decidir, pequeñas victorias sobre una sociedad que clasificaba a los hombres según lo que hacían, pero no por el hecho de que quisieran hacerlo, sino por las imposiciones de una estructura social que les reservaba sólo a unos pocos la capacidad de elegir: estudiar o no, trabajar o no, casarse o no, votar o no.
Y aquella tarde, cuando a las cinco en punto sonó el timbre de la puerta, Munda se dispuso a abrirla como una más de sus pequeñas protestas contra el sistema y, además, con la absoluta determinación de que Alejandra no cayera en las redes de una manipulación de la que no pudiera defenderse.
El joven chino apareció con un pequeño ramo de sampaguitas en cada mano. Al ver a Munda, se quitó el sombrero, inclinó la cabeza ligeramente y le entregó uno de los ramos, mientras ocultaba el segundo a su espalda.
—Señorita Esclaramunda, lamento que se haya disgustado. No era mi intención asustarla. Traigo noticias de Manila. Disculpe que no me presente, por su seguridad y la de su hermana, sólo soy un intruso en una fiesta de disfraces.
Munda palideció al oírle. Dejó el ramo en un aparador y le hizo un gesto al joven para que entrase. Esperaba noticias de Manuel desde hacía cuatro años, pero no podía precipitarse, aún no estaba segura de que aquello no fuera una trampa.
—¿Y hacía falta engatusar con sus flores a una jovencita inexperta?
—Pensé que usted entendería el mensaje. Habría sido demasiado evidente enviárselas a la prometida de un filibustero. Manuel me pidió que no hablase con usted directamente, que le transmitiese sus palabras a través de su hermana.
—¡Muy bien! ¡Diga lo que tenga que decir!
—Me ha pedido que le diga que ha recibido todas sus cartas. Pero que no puede contestarlas para no ponerla a usted en peligro. Dice que continúe escribiéndole con el mismo sistema de siempre, pero que no espere respuesta. Él vendrá a Madrid en cuanto las cosas se calmen.
—¿Y cómo sé que puedo confiar en usted?
—No podía arriesgarme trayéndole una carta, pero me ha dicho que le diga que las flores de nilad continúan aún junto al estanque, que usted lo entenderá.
—¿Algo más?
—Sí, por favor, dígale a Alejandra que me hubiera encantado enviarle mil ramos de rosas, pero que acepte éste en señal de disculpa. —Y alargó el ramo que ocultaba a su espalda—. Mañana vuelvo a Manila. No me atrevo a pedirle que añada una cuartilla para mí en los sobres de usted, pero trataré de escribirle siempre que me sea posible para volver a pedirle perdón.
Detrás de la puerta de la biblioteca, Alejandra se debatía entre echarse a llorar o salir al vestíbulo para encararse con el falso emperador de China. Ni siquiera le había pedido a Munda que la llamase.
No obstante, aunque habría deseado echarle en cara al impostor sus subterfugios y sus mentiras, Alejandra permaneció en la biblioteca hasta que el desconocido se marchó. Cuando escuchó el ruido de la cancela del jardín delantero, salió envuelta en lágrimas y se abrazó a su hermana.
A partir de entonces, el primer día de cada mes, llegaba al palacete de la Castellana una carta sin remitente que Alejandra rompía sin abrir.
Nunca le contestó. El arrepentimiento ha de expresarse de viva voz, asumiendo que puede no ser suficiente. Lamentarlo no significa reparar el daño. Se lo habían enseñado desde que era pequeña: para que exista reparación, ha de haber propósito de enmienda. Sólo así se obtiene el perdón, y el perdón no se pide de esa forma, hay que buscarlo en los ojos del otro y tener la valentía de arriesgarse a no encontrarlo.
Pero el falso emperador de China insistía en la cobardía de las cartas, y en la de no firmarlas.
Durante semanas, Alejandra soñó que la miraba de la misma forma que en el Salón del Prado, con sus ojos achinados y una sonrisa que parecía sacada del cielo, como de luna tumbada en cuarto creciente. En sus sueños, era más alto y más fuerte que en la realidad, pero sus manos la abrazaban con la misma tibieza, dulces, suaves, cálidas. Y después le rodeaban la cara y la atraían hacia la suya para abrirle la boca con los labios y que la tierra se hundiera debajo de sus pies.
El sueño se repetía siempre de la misma forma, noche tras noche. Y a la mañana siguiente, cuando salía de casa, experimentaba la sensación de que alguien la seguía, casi siempre a media distancia y, en algunas ocasiones, unos pasos detrás de ella.
Si hubiera querido descubrir a su sombra, sólo habría tenido que volverse cuando la sentía a unos metros, sin darle tiempo para huir; pero, en el fondo, no deseaba averiguar si aquella sensación de vigilancia era cierta o sólo la ilusión de que el falso emperador podría materializarse, en lugar de parecer un fantasma que se escondía detrás de las cartas que le enviaba cada primero de mes y que ella tiraba a la basura.
Cuatro meses después, para el día del Corpus, Alejandra volvió a Toledo para cumplir el acuerdo entre Munda y Mariana, como había hecho desde que se habían trasladado a Madrid. Cada vez que veía a Shishipao, con sus ojos achinados y su piel oscura y suave, recordaba las manos del falso emperador acariciándole la cintura durante aquellos bailes encadenados en los que sólo le había visto los ojos pintados como un oriental.
Las cartas siguieron llegando regularmente al paseo de la Castellana durante toda la primavera y ella continuó tirándolas a la basura. Pero no consiguió olvidarse de él. Cuando volvió a Toledo para el verano, otra vez encontró en los ojos de la niñera de Xisca la mirada que aparecía en sus sueños.
El verano y el otoño transcurrieron despacio, plomizos, resistiéndose. Durante el día, procuraba no pensar en el falso emperador de China, pero por la noche aparecía en sus sueños para desaparecer a la mañana siguiente.
Un año después de la fiesta de disfraces que no podía olvidar, a la vuelta de su viaje a Toledo por Navidad, Mani murió en su cama mientras dormía. Su enorme cuerpo de caribeña, siempre vestido con el uniforme y el pañuelo anudado en la cabeza, se había ido reduciendo poco a poco hasta convertirse en un recuerdo de lo que había sido.
A lo largo de las últimas semanas, se había transformado en una viejecita encorvada y lenta que deambulaba por la casa buscando algo que hacer después de haber preparado los ramos de flores que distribuía por toda la casa. A pesar de que Munda le había prohibido que se levantase antes de las nueve, ella siguió haciéndolo a las seis, fuese invierno o verano, hiciese frío o ese calor de los meses de julio y agosto en Madrid: seco y tozudo, pegado al aire hasta en las madrugadas.
Mani estaba acostumbrada a ser la primera en levantarse y la última en acostarse y, por mucho que Munda insistiera, en su mente no cabía pensar otra cosa. Jamás habría permitido que sus señoritas pusieran el pie en el suelo antes que las criadas. Tampoco habría consentido que otra persona que no fuera ella les colocase las bandejas de los desayunos en las mesitas de noche. Ese privilegio sólo le correspondía a Mani.
Munda la encontró en su cama, alertada porque a las nueve y media todavía no había descorrido las cortinas de su habitación. Parecía un pajarito agotado, con los ojos cerrados y una sonrisa que demostraba que se había ido en paz.
La enterraron en el mausoleo de la familia pese a las protestas de Mariana, que aceptó ante la insistencia de Munda con la condición de que su lápida no llevase ninguna inscripción, excepto el año de su posible nacimiento y la fecha de su muerte: 1825 - 8 de enero de 1901.
Fue la primera vez que Munda y Mariana volvieron a dirigirse la palabra desde el traslado a Madrid, pero no porque la primera no hubiese vuelto a Toledo, sino porque cuando Alejandra se instalaba en el cerro del Emperador, Munda lo hacía en el cigarral de la señorita Inés, de donde apenas salía excepto para viajar a Madrid, en jueves alternos, y para ir a la catedral a la hora de la misa, la única forma que tenía de ver a su sobrina María Francisca. Hasta que ésta ingresó en el Colegio de Doncellas Nobles, el mismo día en que cumplió siete años, Munda se apostaba en la puerta del templo, esperaba a que Xisca y Alejandra pasaran a su lado, les sonreía, y luego se marchaba para volver al día siguiente.
Pero ya hacía un año que Mariana había conseguido encerrar a la niña en aquella cárcel, por lo que Munda había dejado de verlas a las dos.
También hacía un año que el falso emperador de China le había roto el corazón a Alejandra y le había llevado a ella las primeras noticias sobre Manuel.