Authors: Inma Chacón
Quería conocer las condiciones en las que vivían los aparceros de las tierras de su familia y los operarios de sus fábricas, la mayoría de ellos analfabetos y comidos por la miseria, como sucedía en el resto del país. Ella no podía hacer nada por cambiar las condiciones en las que se vivía en España, pero tenía la intención de mejorar las que soportaban los trabajadores de los Camp de la Cruz; así que lo primero que hizo fue visitar a los campesinos y remangarse las faldas, ignorando las habladurías que podía provocar, para interesarse por sus problemas en las propias zanjas en las que se dejaban la vida.
Antes de volver al cigarral, se dirigió al lugar donde sus padres se habían conocido, un pequeño arenal a la ribera del Tajo donde se bañaban cuando eran jóvenes y que entonces se encontraba rodeado de zarzas. Antes de morir, el marqués le había pedido que depositase unas flores sobre el lugar donde se había enamorado de su madre. Le había contado tantas veces dónde se habían conocido que no tuvo ninguna dificultad en encontrarlo. Si no hubiera sido por la maleza que lo cubría, habría dicho que era exactamente igual a como ella lo había imaginado.
Munda contempló las moras —secas ya en los matorrales, inútiles, llenas de polvo, desperdiciadas a pesar de tanta hambre— e intentó imaginarse la escena en la que su madre, recién llegada de Cuba, había enamorado a su padre.
Él se llamaba Francisco de Asís y soñaba con ser organista de una catedral, un sueño imposible para un miembro de una de las familias más notables de Toledo, cargada de títulos y de privilegios; y ella, María, era la hija de un viudo indiano que se había establecido en el cigarral del cerro del Emperador tras abandonar Cuba cuando comenzaron las primeras revueltas criollas. La madre de María había muerto unos años antes y su padre, oriundo de un pueblecito de la provincia de Toledo, había liberado a los esclavos de sus plantaciones de algodón y había decidido volver a España. Aún faltaban más de dos décadas para que José Martí exclamara el llamado «grito de Baire» —¡Viva Cuba libre! ¡Independencia o muerte!—, pero su máxima «los derechos no se piden, se toman» ya había prendido en muchos criollos, que enarbolaban la bandera de La Estrella Solitaria en defensa de las libertades que España les negaba sistemáticamente.
Francisco y María se conocieron al poco tiempo de instalarse ella en el cerro del Emperador, una mañana del verano de 1871 en la que ambos decidieron huir del bochorno junto al río. Francisco se había clavado una espina de zarza en el dedo índice y María se puso la mano de él en el pecho para intentar extraérsela. Y de ahí surgió el amor. De la candidez de ella y de la mirada de él. Un amor a primera vista. Un flechazo, una locura que llevaría a Francisco a enfrentarse con su madre como no lo había hecho nunca, ni para defender la relación que mantenía desde hacía años con su primera amante —una cupletista que había conocido en un viaje a París—, ni para conseguir dedicarse a la música —una afición que lo acompañaba desde niño y a la que se entregaba cuando se lo permitían sus amoríos prohibidos y las responsabilidades que su padre iba dejando en sus manos.
A Munda le gustaba imaginar la cara de su madre mientras él la miraba, enrojeciendo por momentos al comprender lo inadecuado de su gesto. Su pobre madre, la indiana que había llegado a Toledo cargada de sueños, que pertenecía a una familia de nuevos ricos que no era digna de emparentar con los Camp de la Cruz, rechazada y humillada hasta que se convirtió en marquesa y su marido se la llevó de Toledo, primero a Mallorca, donde María comprendió que no era la primera ni la única mujer en la vida del marqués, y después a Alejandría, donde conocieron a la señorita Inés poco antes de que María muriera de pena y de tuberculosis. Unos meses después de la muerte de su esposa, a Francisco le ofrecieron el puesto de organista de la catedral de Manila. Hasta entonces se había dedicado a gestionar algunos negocios de la familia en nombre de su padre, tanto en las Baleares como en Alejandría, donde también ejerció como cónsul de España para Asuntos Comerciales. Por su vida habían pasado ya dos amantes, una esposa, los nacimientos de sus tres hijas, las muertes de María, su padre y su suegro, la boda de su hija mayor y la negativa constante de su madre a que se dedicase a la música, acompañada, desde que era niño, de continuas amenazas y descalificaciones.
El marqués se embarcó con sus tres hijas y su recién estrenado yerno rumbo a las Filipinas, donde cumplió el sueño que había perseguido toda su vida y desde donde decidió regresar cuando los insurgentes tagalos comenzaron las revueltas independentistas.
Francisco quiso a María mucho más de lo que ella habría podido sospechar, a pesar de sus infidelidades, de su amor por la música y de su espíritu viajero, aunque quizá no supiera demostrárselo como ella necesitaba. Sin embargo, la llevó en su pensamiento desde el día que la conoció en el río hasta el último segundo de su vida, cuando dejó solas a sus tres hijas y a su nieta. La mayor, Mariana, se convirtió por derecho en la decimocuarta marquesa de Sotoñal; contaba entonces veintitrés años, Munda había cumplido veintiuno y Alejandra y María Francisca, trece y tres, respectivamente.
Munda recordaría siempre aquel viaje de vuelta de Manila: el barco lleno de gente que huía de la guerra; su padre enfermo en el camarote, esforzándose por respirar el aire pesado y húmedo que sus pulmones rechazaban; su mirada serena cuando se despidió de sus hijas una por una; la llegada al puerto de Alicante, donde las esperaban su abuela —la marquesa viuda— y una cohorte de familiares a los que nunca había visto; el viaje en tren a Madrid, con el féretro de su padre en el vagón de cola; el trasbordo al tren de Toledo; la llegada del cortejo a la catedral, flanqueado por cientos de personas que vestían de negro riguroso, en un silencio absoluto; los funerales y el entierro en el mausoleo de la familia, al que ella asistió junto con la señorita Inés a pesar de que las costumbres no lo permitían.
Pero, sobre todo, Munda no podría olvidar a su prometido, Manuel, que se había trasladado desde Manila nada más conocer la noticia de la muerte de don Francisco utilizando una red clandestina de barcos que apoyaban a la insurgencia, y que permaneció a su lado desde que llegaron a la bahía de Alicante hasta que introdujeron el cuerpo de su padre en el nicho del panteón familiar.
Antes de despedirse en Manila, habían planeado que ella regresaría una vez se recuperase el marqués. Pero la muerte de don Francisco lo había cambiado todo. María Francisca y Alejandra la necesitaban; si las dejase solas, Mariana acabaría por convertirlas en un espejo de sí misma, y Munda no podía permitir que aquello ocurriera, no si era capaz de evitarlo.
El día siguiente al entierro, mientras ella se disponía a recorrer las fincas de la familia, él emprendió el camino de vuelta a Filipinas bajo la promesa de que, en cuanto las islas consiguieran su independencia, regresaría para llevarla al altar.
Aquella mañana, a mediados de septiembre de 1896, fue la más triste de sus veintiún años. Su padre, que había sido su referente desde niña, había muerto; su querido Manuel se había ido hasta quién sabía cuándo; y Toledo las había recibido con sus costumbres anquilosadas y su sociedad decadente. No podía encontrarse más desamparada.
La joven se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Al cabo de un rato, volvió al cigarral de su abuelo indiano.
Aún quedaban unos días de verano, pero el otoño amenazaba con adelantarse. Hacía fresco y estaba a punto de llover.
Toledo se levantaba frente al cerro del Emperador con sus piedras ancladas en el pasado, cargada de siglos, resignada a soportar la historia que la había convertido en uno de los lugares más hermosos de la Tierra.
La aguja de la torre de la catedral atravesaba los nubarrones que encapotaban el cielo, convertido en un paisaje de azules y grises que se reflejaban en el Tajo, probablemente de la misma manera en que se habían reflejado cientos de años atrás. La ciudad imperial.
Munda no podía evitar la sensación de opresión que le producía aquella imagen.
Si hubiera podido, habría regresado a Filipinas con Manuel para apoyar la causa de su pueblo, que buscaba conseguir la independencia tras años de fracasos al intentar que la Corona reconociese sus derechos. Habría defendido con ellos los principios de igualdad, fraternidad y libertad que inspiraban su lucha y, nada más llegar a Manila, se habría iniciado como aprendiz en la logia masónica de Manuel —donde admitían mujeres—, uno de sus mayores deseos desde que descubriera que su padre y sus abuelos materno y paterno habían pertenecido a una hermandad.
Pero no podía ser. No podía abandonar a María Francisca y a Alejandra a su suerte.
Aquella misma tarde, mientras las mujeres rezaban el rosario por el alma del marqués, volvió a la orilla del río y depositó un ramo de margaritas blancas sobre los zarzales. Después encendió una pipa y se perdió en el aroma afrutado del humo.
Desde aquel día, y durante todo el otoño, Munda repitió la misma rutina. Salía del cigarral al despuntar la mañana y volvía a la hora de comer, oliendo a tabaco y a campo, para marcharse otra vez en cuanto empezaban los rezos. Antes de volver a casa, cuando ya estaba anocheciendo, visitaba a la señorita Inés, que se había establecido también en Toledo, en un pequeño cigarral al otro lado del Tajo.
Munda no participaba en los rituales religiosos. Mientras vivió su padre, cumplió con todas las fiestas de guardar y rezó el rosario por su madre con el resto de la familia; sin embargo, lo hacía más por respeto a don Francisco que por convencimiento.
Pero desde que el capellán le había prohibido ir vestida de blanco a la catedral, había dejado de sentirse obligada a cumplir con los preceptos eclesiásticos. No se trataba de que no creyese en Dios —si alguien pudiera demostrarle su existencia, la aceptaría—, sino de que las prácticas religiosas le parecían demasiado enfocadas hacia las mujeres. Mientras ellas rezaban el rosario o hacían su visita de la tarde a la catedral, los hombres se reunían en el casino para debatir sobre la guerra de Cuba, la insurrección en su añorada Manila, el pacto entre los partidos conservador y liberal para convocar elecciones —en las que, para indignación de Munda, sólo podrían votar los varones— o, sencillamente, para charlar de cosas intrascendentes mientras jugaban a las cartas por mucho luto que hubiera en sus casas.
Su hermana Mariana, en cambio, acudía diariamente en su berlina a la misa que oficiaba don Ramón, acompañada de María Francisca, Alejandra, y dos de sus criadas, Mani y Shishipao. La primera de las sirvientas viajaba siempre en el interior del carruaje. Se trataba de una de las esclavas negras que el abuelo materno había liberado en Cuba antes de regresar a Toledo y que su madre se había llevado consigo como doncella personal. La segunda, Shishipao, era la niñera de Xisca, una joven filipina de origen chino que había contraído matrimonio en Manila con el cochero de la familia y que siempre acompañaba a su marido en el pescante.
A Mariana le encantaba entrar en la catedral seguida por aquellas dos criadas de razas diferentes, cada una vestida con el uniforme propio de su lugar de origen. Aquel exotismo causaba la admiración de Toledo y la envidia de la alta sociedad, entre la que Mariana se encontraba como un pez que por fin hubiera encontrado sus auténticas aguas.
El uniforme de Mani era un vestido celeste abotonado en la parte delantera, con un delantal blanco que le rodeaba el cuerpo y se anudaba debajo del pecho. Se cubría la cabeza con un pañuelo que terminaba en una enorme lazada sobre la frente. El de Shishipao era un pijama tagalo de algodón azul marino.
Cuando la comitiva de mujeres se disponía a salir de la casa, Munda se ponía su traje de amazona, blanco como toda su ropa, se calzaba sus botas y desaparecía del cigarral con su bolsa de tabaco y su pipa en la faltriquera.
A la vuelta, siempre encontraba a Mariana con el ceño fruncido, esperándola con un recado que le enviaba el coadjutor.
—Me ha dicho don Ramón que vayas a confesarte mañana con él. Está muy preocupado por ti, y yo también, la verdad.
Y la respuesta de Munda también era siempre invariable.
—Dile a don Ramón que no tiene por qué preocuparse. Y tú, mejor preocúpate de las condiciones en las que viven tus trabajadores.
—Muchas gracias por tu consejo, querida, pero no me hace falta. A ti, en cambio, alguien debería aconsejarte que cuidaras más tu aspecto. ¡Hueles a hombre! ¡No sé cómo no te da reparo!
A Mariana la había nombrado su padre administradora de todos los bienes que no se habían adjudicado en la herencia, entre los que se encontraban el palacio de Sotoñal, dos fábricas textiles, un palacete en Madrid, el cigarral del cerro del Emperador con todas sus fincas, varios olivares con sus almazaras y una decena de medianerías situadas en la provincia de Toledo. Hasta que Alejandra cumpliese la mayoría de edad, cuando deberían repartirse los lotes que él mismo había calculado para cada una de sus hijas, el marqués había dispuesto que Mariana, como heredera del marquesado y de otros cuatro títulos que ostentaba la casa de Sotoñal, gestionase el patrimonio de la familia. Únicamente hizo una excepción. Antes de salir de Manila, Munda le había expresado su deseo de casarse con Manuel y, con el fin de que ésta pudiera volver sola a Manila para encontrarse con su prometido, le había concedido la emancipación y le había legado, además de su biblioteca, una tercera parte del efectivo que se encontraba depositado en los bancos, suficiente como para que se mantuviera de acuerdo con su posición hasta que se ejecutara la herencia. Las otras dos terceras partes les corresponderían, en su momento, a sus hermanas. El palacio de Sotoñal pasaría a manos de Mariana cuando su abuela muriese, Munda heredaría el palacete de Madrid, y Alejandra, el cerro del Emperador.
Por otro lado, en su condición de jefa de la familia, Mariana tendría potestad para delegar en sus hermanas alguno de los títulos anexos al marquesado, eso sí, tan sólo de forma vitalicia, ya que todos los títulos nobiliarios deberían volver a los herederos de Mariana cuando sus hermanas faltasen para que el linaje de la familia se conservase intacto, como había ocurrido de generación en generación.
Mariana detestaba que Munda se inmiscuyera en su función como administradora. No soportaba que pretendiese darle lecciones. Su padre había confiado en ella al dejar el patrimonio en sus manos, y eso debería bastarle para mantenerse al margen. Pero Munda tenía la cabeza llena de ideas extrañas que alimentaba leyendo como si fuera un hombre. Cuando no estaba inmiscuyéndose en los asuntos de su hermana, se encerraba en su gabinete con libros de lo menos apropiado para una dama; sus enseñanzas parecían estar encaminadas únicamente hacia la destrucción de las buenas costumbres y del orden social. Era como si quisiera pervertir el modo de vida de la clase a la que pertenecía por derecho. Aquellos libros le alteraban el entendimiento. No pasaba un solo día sin que Mariana tuviera que oír sus quejas y sus odiosas reivindicaciones, a las que siempre respondía de la misma forma: