Authors: Inma Chacón
—Una última cosa, Esclaramunda. Espero que cuando le llegue la última hora no tenga que decir como otras pecadoras que he conocido: la que soy saluda a la que pudo ser.
Munda conservó su sonrisa y se dio media vuelta dejándole en medio de la habitación, solo y erguido, intentando que no se le descompusiera la cara arrugada. Segundos después, Mariana le rescató de su posición y le rogó que le contase el motivo por el que se le veía tan pálido.
La marquesa y el sacerdote permanecieron encerrados en la biblioteca durante más de dos horas; después, Mariana avisó al mayordomo para que acompañase a don Ramón a la salida y le despidió iniciando un besamanos que él abortó de inmediato.
—No, amiga mía, eso déjelo para cuando me hagan obispo.
Al día siguiente, después de rezar el ángelus con toda la servidumbre —una costumbre que paralizaba las calles de Manila a las doce del mediodía y que Mariana se llevó consigo a Toledo—, la marquesa le pidió a su hermana Munda que la acompañase a su gabinete.
—He tenido mucha paciencia hasta ahora. Pero has cruzado ya todos los límites. Si no estás dispuesta a vivir como una Sotoñal, éste no es tu sitio.
Las desavenencias entre las dos hermanas venían de largo. Podría decirse que la distancia las había separado desde el mismo día en que Munda nació, y no había dejado de aumentar. Mariana no la podía soportar, con su nombre de reina mallorquina y sus afanes por parecerse a su padre.
A pesar de que Mariana la superaba en belleza —rubia, alta y carnosa como su abuela paterna—, nunca logró destacar sobre su hermana, cuyo físico se parecía más al de una joven enfermiza que al de una dama de la alta sociedad. Estaba tan delgada que se le podrían contar las vértebras una a una, su piel era tan cetrina que cualquiera diría que padecía una enfermedad tropical, y sangraba constantemente por la nariz sin motivo aparente.
Desde bien pequeña, provocaba sus celos con sus zalamerías y sus ansias de independencia, tratando de ganarse el cariño de su padre a costa de imitarle, e intentando superarla en todo.
Mariana la odió desde el día en que nació y su madre se la acercó al pecho.
Sin embargo, Munda vivía ajena a las comparaciones en las que su hermana insistía en medirse. De niña no las veía y, cuando se hicieron adultas, sus reacciones le parecieron tan absurdas que nunca trató de entenderlas.
Únicamente se dieron una tregua durante la enfermedad de su padre y el viaje de vuelta a Toledo que él no logró superar. Después, se toleraron la una a la otra en una especie de coexistencia pacífica que pareció romperse de forma definitiva con el ultimátum de Mariana.
Munda le contestó sin pestañear, separando las palabras como si las estuviera recitando. Con un aplomo que su hermana solía interpretar como altanería y que siempre la desconcertaba.
—¿Me estás echando de mi casa?
—No, te estoy invitando a que abandones la mía si no es de tu gusto.
—Pues, en ese caso, declino amablemente tu invitación...
Munda esperó unos segundos para que Mariana se recuperase de su desconcierto. Probablemente, nunca se habría imaginado aquella respuesta, más bien al contrario: debía de pensar que le estaba tendiendo un puente de plata que ella cruzaría sin pensarlo dos veces. Pero, antes de que Mariana pudiera encontrar las palabras con las que volver a desafiarla, Munda terminó la frase que había dejado a medias.
—A menos que permitas que Mani y Alejandra se vengan conmigo... Si es así, me trasladaré a Madrid mañana mismo.
Mariana respiró hondo para evitar que se le cortase la voz. La ira que le subía desde el estómago le quemaba la garganta.
—A Mani puedes llevártela, pero Alejandra es menor de edad. Es mi responsabilidad.
—¡Y puede pasar a ser la mía si tú das tu consentimiento!
—¡Eso no lo toleraré nunca!
—Entonces, querida hermana, tendrás que tolerarme a mí hasta que ella tenga capacidad legal para decidir.
Según las leyes vigentes, la mujer soltera alcanzaba la mayoría de edad a los veintitrés años, y a los veinticinco la capacidad de heredar. Hasta entonces, vivía bajo la tutela de su padre o del tutor que le representase en caso de fallecimiento. La casada, por su parte, quedaba sujeta a la obediencia marital desde el día de su boda. Alejandra ya había cumplido los quince. En el mejor de los casos, encontraría un marido antes de llegar a los veinte, o quizá Munda volviera a Filipinas con Manuel cuando las cosas se tranquilizasen en los territorios ultramarinos. En el peor, Mariana tendría que soportar la presencia de Munda en su casa durante los siguientes ocho años, a menos que se expusiera al escándalo de obligarla a salir a la fuerza, y suficiente vergüenza soportaba ya la familia por su causa como para añadir una más. Aunque a Mariana no le cabía la menor duda de que Toledo aplaudiría cualquier decisión que tomase en ese sentido.
—¡Muy bien! Podéis iros hoy mismo. Pero firmaré el consentimiento con una condición: que Alejandra vuelva para el Corpus, la Nochebuena y los tres meses de verano.
—Sólo si yo puedo volver con ella.
—Eso lo tendría que consultar con don Ramón.
Munda trató de controlarse para no gritar. Era evidente que Mariana no había tomado aquella decisión sola, pero nunca habría pensado que se delataría a sí misma tan abiertamente.
—¡De manera que es don Ramón quien decide lo que se hace o no en tu casa!
Y remarcó el posesivo como si se lo estuviera lanzando como un dardo. «¡Tu casa!» Aquel mausoleo en el que no se escuchaban más que rezos y reproches. «Eso lo tendría que consultar con don Ramón.» Sólo eso, porque todo lo demás ya estaba hablado y consultado.
Mariana le contestó sin modificar lo más mínimo el gesto de la cara, como siempre que trataba de controlar cualquier tipo de emoción, pero cargando sus palabras de toda la frialdad y la dureza de que era capaz.
—Te equivocas, querida, él preferiría tenerte cerca, nunca abandonaría un alma descarriada. Soy yo la que no cree en imposibles.
A Munda le habría gustado decirle que tenía razón. Era imposible que ella consintiera jamás en pertenecer a aquel redil donde Mariana se movía como una oveja privilegiada, con su título y su altanería. Pero no tenía sentido prolongar aquella discusión.
—No será necesario que consultes nada con tu confesor. Pero serás tú la que tendrá que decirle a Alejandra que no seré nunca más bienvenida en mi casa.
Y en aquella ocasión también remarcó el posesivo para lanzárselo a su hermana a la cara, porque, a pesar de que su padre la había nombrado administradora única de los bienes familiares, ninguna cláusula del testamento decía que aquella casa perteneciera a Mariana. Más bien al contrario: Alejandra heredaría el cigarral cuando tuviera potestad para disponer de sus bienes, y sólo ella decidiría el uso que se le daría. Hasta entonces, la finca les pertenecía a las tres.
Unas horas más tarde, Alejandra, Mani y Munda se trasladaron a casa de la señorita Inés, desde donde las cuatro salieron rumbo a Madrid al cabo de una semana, una vez acondicionado el palacete que le correspondía a Munda en la herencia.
En los casi dos años que había vivido en el cigarral, no había conseguido que Mariana aplicase ni una sola de las mejoras que ella le había sugerido para los trabajadores de sus fábricas y de sus fincas.
Munda se encontraba abatida. Pero no sólo porque viera como las injusticias campaban a sus anchas a su alrededor, sino también porque Manuel no respondía a sus cartas. Ni siquiera sabía si le habían llegado. La comunicación con los filibusteros —como llamaban en España a los tagalos y a los criollos insurgentes— se había convertido en un imposible desde hacía tiempo. Con toda probabilidad, sus misivas y las de Manuel andarían perdidas en la maraña de direcciones que tenían que sortear para burlar la vigilancia y conseguir llegar a su destino.
El traslado a Madrid supuso un recodo más en aquel laberinto.
Pero el desánimo no sólo la embargaba a ella. El sentimiento de naufragio y de frustración se estaba instalando en España de forma generalizada debido a las noticias que llegaban de ultramar, que hacían pensar que las últimas colonias se perderían muy pronto. La tensión social crecía conforme se iba poniendo de manifiesto la incapacidad de la reina regente para afrontar los problemas políticos y sociales; se amparaba en el sistema de alternancia de partidos, estructurado sobre la base del caciquismo y la desigualdad.
Tal y como le había sucedido a ella con Mariana, la población comenzaba a desesperarse. Las reformas necesarias para la modernización del país nunca se materializaban en leyes concretas y la crisis económica empezaba a hacer estragos también entre las clases adineradas.
Para colmo, en contraste con el inmovilismo de los legisladores españoles, en las antípodas se había aprobado el sufragio femenino hacía más de cinco años. Munda lo envidiaba. Como envidiaba los movimientos sufragistas que comenzaban a extenderse por Europa, con los países anglosajones al frente, mientras en España, las mujeres que se atrevían a denunciar las desigualdades, tenían que soportar los insultos y la indiferencia de las instituciones y de la mayoría de los hombres que las controlaban.
Alejandra permaneció abrazada al cuerpo de María Francisca hasta que Mariana consiguió arrancarla por la fuerza.
—¡Vamos, querida, a ella no le gustaría verte así!
—¿Qué ha querido decir? ¿Qué hijos, Mariana? Munda tiene razón, nadie delira así con algo que no tiene base.
—Pero sí con un mundo imaginario. Ya sabes cómo era, una romántica que vivía encerrada en sí misma.
Alejandra miró a su hermana desconcertada. ¡Cómo podía permanecer tan fría! Parecía que el dolor no pudiera tocarla. María Francisca había vivido encerrada en el mundo que Mariana había construido para ella, un mundo falso y arrogante en el que nunca fue feliz.
Si su madre no le hubiera cortado las alas desde que era una niña, probablemente habría huido de la alta sociedad toledana, como había hecho Munda, y habría conseguido construir su propio espacio, su propio rincón en la Tierra, un lugar al que podría pertenecer sin sentirse una extraña. Pero Mariana la había confinado entre las paredes del palacio de Sotoñal como a una más de sus pertenencias, su heredera, como si no existiera otra vida ni otro objetivo que el de ostentar un título al que sólo ella daba significado.
Xisca no era una romántica, era una presa. Munda debería habérsela llevado también a Madrid cuando Mariana la echó del cigarral, como a ella. Habría sido la única forma de liberarla de aquella cárcel. En la capital habría encontrado la felicidad que parecía huir de ella.
Alejandra recordaba los primeros tiempos en Madrid como los más excitantes de sus treinta y nueve años; fue cuando sus sueños comenzaron a formarse y a crecer sin que ella reparara en si podrían cumplirse o no.
Y así habían sido realmente aquellos años: apasionantes y cargados de deseos por cumplir.
Con el traslado a la capital, la vida cambió para Munda y para Alejandra como ninguna de las dos hubiera podido imaginarse nunca.
El palacete de Munda se encontraba en el ensanche que se estaba desarrollando hacia el norte de la ciudad, una gran avenida bordeada de árboles, a continuación del paseo de Recoletos, que el ayuntamiento había bautizado como avenida de la Libertad, pero que casi todo el mundo conocía por paseo de la Castellana, porque discurría sobre un antiguo cauce fluvial soterrado, el arroyo de la Fuente Castellana, cuyas aguas tenían fama de ser las más ligeras y equilibradas de Madrid.
La señorita Inés vivió con ellas en el palacete durante un par de meses. Su decisión de quedarse en Toledo después del entierro de su amante sólo se había debido a que Munda parecía necesitarla. Pero tras aquel paréntesis de dos años decidió regresar a Alejandría, la ciudad en la que había vivido con el marqués un romance apasionado y enriquecedor y donde le había dicho adiós cuando él decidió trasladarse a Filipinas.
Alejandría la esperaba con su olor a mar y a especias, su sol, su puerto repleto de viajeros que iban y venían, su aire bizantino y sus ganas de vivir.
Añoraba contemplar la media luna sobre el malecón de La Corniche, desde el pequeño barco fondeado en la bocana del puerto en el que se habían amado Francisco y ella; la fortaleza de Quaitbey, convertida en una sombra durante las puestas de sol; el minarete del palacio Montazah, testigo de las numerosas conversaciones que había mantenido con Munda antes de que ésta se enterase de su relación con el marqués y le retirase la palabra durante tres años, negándose incluso a escribirle desde Manila.
Pero ya había llegado el momento de volver.
Su querida Munda la acompañó a la estación donde tomaría un tren con destino a Alicante y, allí, el barco que la devolvería a su casa.
Antes de subir al vagón, se metió las manos en la faltriquera, sacó las llaves de su cigarral y se las ofreció a su amiga.
—Utilízalo hasta que te haga falta. Después, lo vendes y entregas el dinero a los Hijos de la Viuda. En el tocador de mi cuarto encontrarás un poder a tu nombre.
Munda cogió las llaves con lágrimas en los ojos.
—¿Volveremos a vernos?
—La vida es muy larga, querida Munda. Estoy segura de que sí.
Y se fundieron en un abrazo en el que se condesaban todos los sentimientos que las habían unido: el amor, el recelo, la ira, el perdón y el reencuentro, cuando el padre de Munda acababa de expirar y la señorita Inés los esperaba en su pequeño barco, fondeado en la bocana del puerto de Alicante.
Con ella compartió el duelo por su padre, soportó los dos años que vivió en Toledo y, poco después de llegar a Madrid, experimentó la emoción más profunda de su vida, cuando la amadrinó en su ceremonia de iniciación a la masonería.
Jamás podría olvidar las sensaciones que la acompañaron durante el ritual: la salida hacia el templo, la impresión de ir a ciegas por el camino correcto, el sentimiento y la razón mezclados en un paso que sería trascendental para su vida.
La cámara de reflexión. El deseo de conocerse a sí misma. La búsqueda de la lógica. La armonía, la música, la belleza y el tiempo. El acercamiento a los secretos de la hermandad, secretos de familia para avanzar hacia los grandes misterios. La jura sobre el libro sagrado. La influencia de los símbolos sobre la transformación del masón y de la propia sociedad. Las preguntas de sus futuros hermanos. ¿Estás segura? Sí, estoy segura. ¿Eres consciente del paso que vas a dar? Sí, soy consciente. ¿Aceptas? Acepto. Y la copa de hiel que le dio a beber el Venerable Maestro mientras sujetaba en la mano izquierda una espada flamígera.