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Authors: Inma Chacón

Tiempo de arena (3 page)

BOOK: Tiempo de arena
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—Eso no es de tu incumbencia.

Munda conocía muy bien a su hermana, sabía que nunca consentiría en modificar un ápice su manera de llevar las empresas, así que, para evitar un enfrentamiento que no conduciría a ningún lado, excepto a aumentar la tensión que existía entre ellas, se conformaba con dejarle caer cada día una gota del diluvio de críticas que podría hacer a su gestión. Mientras tanto, continuaba saliendo y entrando del cigarral, contraviniendo todas las normas que establecían que las mujeres debían pasar sus periodos de duelo metidas en casa, de negro y rezando.

Aquel primer otoño en Toledo transcurrió sin que apenas se diese cuenta, a no ser por la añoranza que sentía por Manuel, a quien escribía casi a diario sin obtener contestación. No sabía nada de él desde su marcha, excepto por las noticias que aparecían en los periódicos sobre las revueltas tagalas, en las que se ensalzaban las heroicidades del ejército español con tan exacerbado patriotismo que parecían falseadas. De hecho, no dejaban de llegar telegramas que informaban a las familias de las bajas de las tropas realistas, entre ellas la de su cuñado, el marido de Mariana, caído en una de las muchas batallas que el gobierno de Su Majestad se empeñaba en disfrazar de victorias.

Munda no vio llorar a Mariana por su marido, un militar de carrera con apellido compuesto al que había conocido en Alejandría, poco antes de que la familia se trasladase a Manila, y que parecía significar para ella una medalla más que colgarse. Así, su nuevo estado de viuda, cuando aún no había cumplido veinticuatro años, representó un añadido a su título nobiliario, que le daba cierto empaque y reconocimiento social: Mariana Camp de la Cruz, marquesa de Sotoñal, viuda de Montero de los Valles.

Cierto día, ya bien entrado el invierno, después de su paseo de la mañana, Munda se encontró con que Mariana y el sacerdote la esperaban en la sala de visitas con su consabida letanía de reproches.

Munda los dejó hablar, aunque, en realidad, no dijeron nada de lo que su hermana no se hubiera quejado antes. Cuando terminaron su discurso, ella tomó la palabra muy despacio, como siempre que se enfrentaba a Mariana, y les dijo abiertamente que ninguno de los dos tenía autoridad sobre ella para obligarla a guardar unas apariencias en las que ni creía ni quería participar. Ni su luto ni su forma de llevarlo eran cuestionables y nunca consentiría que ni ellos ni nadie hurgaran en sus convicciones, en sus actividades o en sus salidas y entradas del cigarral.

—Y ahora, disculpen que me retire. Esta conversación no debería haber empezado nunca.

4

Don Ramón ostentaba el puesto de capellán en el Colegio de Doncellas Nobles de Toledo, donde había estudiado la marquesa viuda y donde Mariana tenía el propósito de internar a su hija y a su hermana Alejandra. Se trataba de una institución religiosa fundada en el siglo XVI, entre cuyas reglas figuraba como principal objetivo formar un plantel de buenas madres de familia y en la que la educación de las llamadas «colegialas» se reducía al dominio de los quehaceres de la casa y a ejercitar la obediencia como una virtud indispensable. Es decir, convertir en esposas dóciles a las hijas de las familias de rancio abolengo del arzobispado para que gobernaran sus casas conforme a la tradición y las buenas costumbres.

Munda se opuso a la decisión de su hermana nada más conocerla. En lo que se refería a su sobrina, no podía hacer nada para impedirlo, pero con Alejandra presentaría todas las batallas que fueran necesarias.

Aún faltaban casi tres años para que María Francisca cumpliera los siete, la edad reglamentaria para ingresar en el internado, pero Alejandra ya había cumplido catorce, podía hacerlo en cualquier momento, y Mariana había encontrado en don Ramón la llave para abrir aquella cárcel de la que Alejandra sólo podría salir casada o monja. Un vestido de novia o un hábito de novicia, en lugar de una profesión que la dignificase y la colocase al mismo nivel que los hombres. El empobrecimiento del espíritu en lugar del fomento de la crítica y de la reflexión. La obediencia frente a la inteligencia. El sometimiento y el dogmatismo frente a la libertad de pensamiento. El culto a la maternidad como máxima aspiración de la mujer, frente al derecho a la identidad personal y al desarrollo profesional.

Munda no lo podía consentir. Su hermana pequeña se merecía recibir las mismas enseñanzas que ella había recibido de su padre y de la señorita Inés, las personas que le habían abierto los ojos a la búsqueda del conocimiento, al compromiso, al idealismo, a la esperanza en que la regeneración de aquella sociedad en decadencia era posible y a la certeza de que nunca se conseguiría sin la participación de la mujer.

Pero Mariana odiaba a la señorita Inés tanto como las ideas que le había inculcado a su hermana. La culpaba de la muerte de su madre, consumida ante la imagen de una amante que había conseguido manejar a su esposo a voluntad. La señorita Inés reinaba en la cubierta del barco que los llevó de Mallorca a Alejandría como una diosa en el Olimpo, siempre vestida de blanco, admirada por todos los hombres y por casi todas las mujeres, con un aire de distancia que la envolvía en un misterioso atractivo al que su padre sucumbió, como todos los demás.

En cuanto Francisco tomó posesión del consulado, ella le atrajo hacia sus redes y le convirtió en su amante. Alejandría entera sabía que se amaban en el barco de la señorita Inés, fondeado en la bocana del puerto, mientras la esposa legítima lloraba de humillación y de impotencia, consumiéndose poco a poco, marchitándose en plena juventud.

Mariana no podía entender que Munda la hubiera perdonado. Ella, que le había negado la palabra desde que se enteró del adulterio hasta pasados más de tres años, parecía haber olvidado los motivos que la alejaron de aquella mujer que ahora hablaba siempre por su boca, como si conociera todos los secretos del mundo.

Apenas se había separado de Munda desde que llegaron a Toledo, y ésta permitía que la manipulara con sus ideas extravagantes y sus aires de mujer indomable. A Mariana le indignaba que se hubiera instalado en la ciudad, que alimentara el chismorreo y las habladurías de la gente. Se había comprado un pequeño cigarral a las afueras, junto al hospital de la Misericordia, adonde Munda acudía tarde sí y tarde también para llevar a cabo quién sabe cuántas maquinaciones, siempre vestida de blanco, como su idolatrada Inés, con sus muselinas, sus cuellos de encaje y sus lazos, ignorando el escándalo que provocaba en Toledo su negativa a guardar el luto que le debía a su padre.

Y lo peor de todo no era que Munda se dejase llevar por aquellas influencias. Al fin y al cabo, había conseguido una carta de emancipación del marqués antes de embarcar en Manila. A sus veintidós años, era dueña de su vida y de parte de su herencia. El mayor problema era que arrastraba con ella a su hermana Alejandra, quien mostraba un carácter fuerte y decidido que Mariana se sentía incapaz de doblegar. No lo había conseguido en Alejandría ni en Filipinas, donde la niña había buscado siempre las alas protectoras de Munda, pero al llegar a Toledo Mariana creyó haber encontrado la solución en el colegio donde había estudiado su abuela. Allí la convertirían en una auténtica señorita, digna del apellido que había heredado. Sin embargo, tanto sus intentos como los de la marquesa viuda por convencer a Munda resultaron vanos, no aceptaba otra alternativa que la de un profesor que acudiera a la finca y le enseñase a Alejandra las materias que ella consideraba imprescindibles para la formación de cualquier mujer: latín, álgebra, gramática y filosofía. Mariana podría haber esgrimido su condición de jefe de la casa de Sotoñal para hacer valer su decisión, pero Alejandra amenazaba con escaparse del colegio al menor descuido de las monjas, apoyada por Munda y sus delirantes ideas, con tal vehemencia que las marquesas no tuvieron otro remedio que aceptar que la educación de la hermana pequeña se llevase a cabo en el cigarral. Munda tenía ganada esa batalla. A cambio, Mariana y su abuela consiguieron imponer al preceptor que se encargaría de las disciplinas que Munda se empeñaba en defender como incuestionables.

El elegido no fue otro que don Ramón. En ese punto, ni Mariana ni la marquesa viuda aceptaron negociación posible: si la niña no iba hasta el colegio, en cierto modo el colegio debía llegar hasta la niña. Una vez a la semana, Alejandra completaría su educación con clases de piano y de francés.

Don Ramón comenzó con sus lecciones durante la primavera siguiente, sin haber conseguido que Munda acudiera a su confesionario ni una sola vez. Mientras él permanecía en el cigarral aprovechando las clases para tratar de adoctrinar a Alejandra, ella seguía con sus visitas a las fábricas y a las fincas, o al cigarral de la señorita Inés, y no pasaba un solo día, a pesar de que sabía que con ello incomodaba al sacerdote y a Mariana, en que no procurase contrarrestar las enseñanzas que don Ramón intentaba inculcarle a Alejandra.

Mientras él la aleccionaba sobre el papel de la mujer como ángel sumiso de la casa, la resignación como única forma de enfrentarse a la pobreza y la caridad cristiana como solución a la injusticia, ella le hablaba de la igualdad entre el hombre y la mujer y el señorito y el criado, de la fraternidad como fórmula para redimir al hombre y de su derecho a ser libre. Los valores por los que ella misma trataba de guiarse. Y luego le leía novelas en las que las mujeres se rebelaban contra las normas e intentaban sustituirlas por un amor romántico que casi siempre terminaba en tragedia.

Si en alguna ocasión se encontraba con el sacerdote porque no había calculado la hora de su marcha o quizá porque él la retrasara para hacerse el encontradizo, le saludaba cortésmente huyendo de su mirada y escabulléndose. Y por mucho que don Ramón tratase de abordarla para lanzarle sus reproches, a veces sin disimulo alguno, las únicas palabras que cruzaba con él eran las fórmulas protocolarias de saludo y de despedida.

Así permanecieron durante más de un año, otras cuatro estaciones que pasaron para Munda sin que apenas se diera cuenta, a no ser por las cartas de Manuel, que no llegaban.

Ella continuó con su juego del gato y el ratón, sus visitas al cigarral de la señorita Inés, sus excursiones diarias y su pipa; y don Ramón tratando de corregir cada día las enseñanzas que Munda conseguía transmitirle a su hermana pequeña.

5

A finales del verano de 1898, una tarde en que regresaba del cigarral de la señorita Inés, Munda se encontró con don Ramón en la biblioteca de su casa y comprendió que ya no podía evitar la conversación que la esperaba desde que había llegado a Toledo dos años atrás.

Al ver al sacerdote, la joven se excusó y se dispuso a marcharse, pero don Ramón la retuvo sujetándola fuertemente por un brazo y la obligó a mirarle a los ojos.

—¡Por una vez, va a escucharme usted, Esclaramunda!

Don Ramón llevaba un rosario enredado en la mano izquierda. Algunas tardes, después de las clases, el sacerdote se quedaba en el cigarral para dirigir a las mujeres en sus oraciones. Generalmente, rezaban en la sala de visitas y solían terminar mucho antes de aquella hora, pero, aquella tarde, el sacerdote había decidido informar a Mariana de sus temores acerca de la influencia pecaminosa que Munda ejercía sobre Alejandra, por eso se encontraba en la biblioteca. La casualidad, o quizá la providencia, quiso que pudiera comunicárselos a ella directamente.

—¿Se da usted cuenta de la situación de peligro en que está colocando a la señorita Alejandra?

—¿Peligro, dice usted? No supone ningún riesgo tener los ojos abiertos; más bien al contrario. Yo diría que el peligro está en mantenerlos cerrados.

—El peligro reside en no saber dónde se encuentra el maligno.

Munda se echó a reír. Había visto al maligno muchas veces, naturalmente que sabía dónde estaba: en las fábricas textiles que administraba su hermana, donde las mujeres permanecían de pie catorce horas seguidas y se permitía que los niños trabajasen desde los siete años; en el campo, donde los medianeros veían amanecer y anochecer, para arrancarle a la tierra los frutos que después tenían que repartir con el amo aunque la mitad que les quedase no llegara para todas las bocas que tenían que alimentar; y también en su propia casa, donde las criadas eran las primeras en levantarse y las últimas que se iban a dormir, sin un minuto de descanso, la mayoría de ellas sólo a cambio de la manutención y la cama, y las más afortunadas de unos sueldos de miseria que prácticamente las convertían en esclavas.

Pero todo eso ya lo sabía don Ramón. No hacía ninguna falta que ella se lo recordase.

—¿Y usted? ¿Ha visto al maligno alguna vez?

El sacerdote la miró como si quisiera traspasarle el alma.

—Algún día, tendrá que dar cuentas a Dios de sus actos, señorita Esclaramunda. Le aconsejo que piense en ello cuando haga su examen de conciencia. Si es que lo hace alguna noche.

—Mi conciencia está muy tranquila. Le agradezco su interés, pero no depende de usted.

—En eso estamos de acuerdo. Si de mí dependiera, sujetaría mejor esas cuerdas que le permiten moverse a su antojo.

—No me cabe la menor duda, reverendo. Usted no sólo me ataría corto, sino que me ataría para siempre, y bien fuerte. ¡Eso sí, después haría usted sus cuentas con Dios!

—¡No sea blasfema! ¡Descreída! No añada más vergüenza a su persona utilizando el nombre de Dios en vano.

Munda le devolvió la misma mirada, dura e inquisitiva, con la que él la taladraba, y le sonrió como si sus palabras no pudieran herirla.

—Descreída, sí, pero blasfema, no. Le aconsejo que revise ese concepto. Parece que la injuria no la controla usted demasiado bien.

Don Ramón cerró la mandíbula con fuerza, tratando de permanecer impasible mientras Munda se daba la vuelta para marcharse con una sonrisa todavía en los labios. La joven había reducido el polisón de sus faldas hasta el descaro. Ninguna de sus feligresas se atrevería a llevar esas ropas, y mucho menos estando de luto, él no lo consentiría. ¡Y, por supuesto, tampoco consentiría su afición a fumar! A ninguna señorita de Toledo le permitiría semejante extravagancia. ¡Aquella joven era un potro sin domar! Pero esta vez había saltado por encima de lo más sagrado. ¡Tanta irreverencia rayaba en lo sacrílego! No podía dejarla marchar sin que escuchase lo más importante que tenía que decirle, por muy desagradable que le estuviese resultando aquella conversación. Así es que, antes de que Munda cruzase la puerta del gabinete, se colocó frente a ella y la obligó de nuevo a mirarle a los ojos.

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