Authors: Inma Chacón
A Mariana le cambió el color de la cara.
—¿Del Duranguesado? ¿Para qué? ¿Qué piensa que va a encontrar allí?
—¡Por Dios santo! ¡Ya basta, Mariana! ¡Sé decente por una vez en tu vida y di la verdad! Tarde o temprano vamos a averiguarlo. Y ten por seguro que pagarás todo el daño que le hiciste a tu hija si no nos ayudas a encontrar a los niños.
Entonces, Mariana, intuyendo que sus hermanas terminarían por descubrir su secreto, retomó el papel de la mujer abatida que había entrado en la biblioteca y comenzó a hablar entre gemidos.
—Yo no quería. ¡Créeme! Pero Jaime me obligó a entregárselos. No sé qué fue de ellos. Yo lo había organizado todo para que María Francisca volviese de Vizcaya con sus bebés, viuda y con su virtud intacta. Pero él estaba fuera de sí. Me amenazó con arrastrar nuestro nombre por el lodo. ¡No pude hacer otra cosa! Le dije a María Francisca que los niños habían nacido muertos, porque él se los llevó quién sabe dónde.
Mariana tomó aire para seguir con su relato y miró a Alejandra sin dejar de llorar.
—¡Tienes que creerme! Munda no encontrará nada en el Duranguesado. Yo misma lo recorrí palmo a palmo con María Francisca. Cualquiera podría confirmarlo. Allí todos me vieron buscando a los niños caserío por caserío. Pero no había rastro de ellos. Al cabo de tres meses volvimos a Toledo sin una sola pista. María Francisca se empeñó en ir a ver a Jaime para sonsacarle. Lo hizo varias veces; la primera contigo y las demás ella sola. Pero a excepción de la primera vez, cuando volvió tan afligida que pensé que la pena terminaría con ella, Jaime nunca la recibió. Sé que se veía con Jorge cada vez que iba a Valencia, aunque nunca me lo contó, pero en una de sus cartas decía que había averiguado que Jaime los había entregado en adopción a una familia que vivía en Tineo, un pueblecito de Asturias. Y hasta allí se fue la pobre a buscarlos. Pero estaba claro que Jaime sólo estaba jugando con ella, valiéndose de su hermano. Después le hizo creer que la familia de Tineo se había trasladado a Sevilla, otra farsa con la que obligó a nuestra querida María Francisca a viajar de acá para allá. Los primeros años fueron un auténtico calvario, iba de ciudad en ciudad cada vez que volvía de Valencia o recibía una carta de Jorge. Yo intenté disuadirla, pero no hubo manera; estaba tan alterada que no me atrevía a contradecirla por temor a que cayera en una enfermedad nerviosa. Aunque consintió en que don Ramón la acompañase en el último viaje. Jaime le dejó caer a su hermano que los niños estaban en Zamora, y Jorge también le aconsejó que viajase con don Ramón, porque éste tenía muy buenas relaciones con el arzobispo. Él podría hacer más averiguaciones que ella. Los niños debían de tener ya seis o siete años. Mientras don Ramón hacía sus pesquisas en el arzobispado, María Francisca se sentó en un banco de la plaza Mayor intentando reconocer a sus hijos. De ser cierto que vivían allí, no le resultaría difícil, puesto que sería improbable que en una misma ciudad hubiera más de un par de mellizos. Había hecho lo mismo en todos los lugares adonde había ido. Escudriñó cada plaza y cada parque buscando algún rasgo suyo en los niños que paseaban con sus niñeras, pero siempre regresaba a casa con la misma desesperación. El caso es que en Zamora creyó que por fin había dado con ellos. Te estoy hablando del verano de 1917. Había habido huelgas por todas partes, de tranvías, de fábricas, de correos, de ferrocarril, de mineros... ¡En fin, una auténtica anarquía! ¡Y todo porque la Gran Guerra había beneficiado a los que supieron aprovechar el momento para hacer negocios rentables! ¿Recuerdas aquel verano?
Alejandra la miró impacientada, pero dejó que continuara su soliloquio sin contestar a su pregunta.
—¡Claro! ¡Cómo no lo vas a recordar! Si tú misma saliste a la calle con Munda y con esos anarquistas que reclamaban el reparto de lo que no les pertenecía. Pero ésa es otra historia. ¡Y no hablemos de la del desastre de Annual!
Alejandra comenzó a removerse en su silla; podría hablarle de los cientos de obreros muertos en aquella época y de los cerca de once mil españoles caídos en Annual, casi todos jóvenes de clases humildes que no podían pagar los seis mil reales que los habrían librado de la guerra. Pero no estaba allí para discutir con su hermana sobre la situación que se vivía en España, así que la conminó con un gesto a continuar su relato sobre Xisca. Hacía unos minutos que la marquesa había abandonado los gemidos para adoptar un tono de confidencia con el que dar verosimilitud a sus palabras.
—La cuestión es que, justo cuando María Francisca y don Ramón se disponían a regresar de Zamora, se convocó una huelga general que los obligó a permanecer allí un par de días más de lo previsto. Aprovecharon la circunstancia para visitar las iglesias románicas que abundan en la ciudad. La última tarde, cuando estaban a punto de cruzar la puerta de la muralla, cansados de buscar sin resultado, escucharon a su espalda el griterío de unos niños y se volvieron hacia ellos. Mi pobre hija se tuvo que apoyar en el brazo de don Ramón para no perder el equilibrio. Se parecían tanto que, a no ser por las ropas, resultaba difícil distinguir al niño de la niña. A los dos les caían los mismos bucles rubios por la frente y sus ojos eran tan azules y tan vivos como los de María Francisca antes de que la pena se los entristeciera. Los niños se la quedaron mirando durante unos segundos y ella estuvo a punto de desmayarse. Cuando se recuperó de la impresión, los mellizos ya estaban en la plaza de la Catedral abrazando a una mujer que acababa de salir de misa. Junto a la mujer, acariciando la cabeza de los pequeños, había un hombre que tenía los mismos ojos azules que ellos. Pero María Francisca no se rindió ante la evidencia. Obligó a don Ramón a seguirlos hasta su casa y a averiguar después todo lo que pudiese sobre ellos. Y don Ramón lo hizo con la seguridad de que no encontraría nada. Los mellizos no eran de Xisca. Habían nacido en Zamora un mes antes de que la madre estuviera cumplida; el propio arzobispo los había bautizado in extremis a las pocas horas de nacer, ante el peligro de que no sobreviviesen. Todo Zamora sabía que habían seguido en este mundo de milagro, porque entre los dos no habían alcanzado el peso que le debía corresponder a uno solo. Don Ramón habló con el médico y con la matrona que los asistieron en el parto y los dos dieron fe de la misma historia. Aquellas noticias fueron un mazazo para María Francisca, que comprendió que se trataba de una nueva estratagema de Jaime para tenerla ocupada de acá para allá. Volvió a Toledo completamente muda. Desde entonces se acabaron los viajes. ¡Recuerdo todo aquello como si lo estuviera viviendo ahora mismo! Don Ramón también volvió destrozado. Al arzobispado no le había agradado que anduviera mezclado en un asunto tan turbio, y le esperaba una amonestación sobre lo inconveniente de su presencia en Zamora, donde había pretendido poner en entredicho la honestidad de una familia de reconocida reputación en toda la provincia. Los padres de los niños estaban indignados no sólo porque la sospecha sobre su paternidad les pareciera abominable, sino también por la desfachatez de don Ramón, que había interrogado al médico y a la matrona. Enseguida corrió por la ciudad el rumor de que aquel cura no era de fiar. Un rumor que, por descontado, llegó a oídos del arzobispo de Toledo incluso antes de que regresase don Ramón, de quien ya habían informado muy negativamente desde Zamora. Por supuesto, aquello pulverizó sus posibilidades de ascender a obispo auxiliar. ¡Mi querida Alejandra, no puedes imaginarte la decepción que supuso para él! Tenías que haberle visto cuando me explicó el viaje con todo lujo de detalles. Ni que decir tiene que a ninguno se nos escapó de dónde procedía el escarnio. Aquel viaje fue una trampa de Jaime para vengarse también de él. Se había ocupado de averiguar dónde habían nacido mellizos al mismo tiempo que los de María Francisca para que el cebo resultase irresistible. Sus brazos eran tan largos como su inquina y su resentimiento. ¡Ya ves! A todos nos quitó lo que más queríamos. A ti, a tu Zhuang; a María Francisca, a sus hijos; a mí, el palacio; y a don Ramón, el obispado. ¡No podía tener el alma más negra ni ser más cruel! Pero estoy segura de que Dios le castigó por aquello enviándole una muerte como la que tuvo. No quisiera que me malinterpretases, soy una buena cristiana y no le deseo mal a nadie, ni siquiera a mis enemigos, pero el Señor hizo justicia dejándole inmóvil en una cama durante un año, consciente y con la mente tan clara como tú y como yo, pero sin poder hablar ni moverse, sin poder manejar los hilos con los que jugaba con nosotros y quién sabe con cuántos más. ¡Nuestro Señor es más sabio de lo que la mente humana puede imaginar! ¡Eso debió de ser el principio de su purgatorio! La verdad es que su muerte fue un alivio para todos, sobre todo para él, que dejó de sufrir por lo menos en este mundo, porque en el otro todavía tiene que estar pagando sus culpas. Pero también para nosotros, ¡francamente, querida!, que dejamos de sentir sus garras sobre nuestras cabezas. Aunque la pobre María Francisca no lo entendió así. Obviamente, con aquella muerte desaparecía la única persona que sabía del paradero de los niños, pero yo sé con certeza que nunca se lo habría desvelado. Por eso creo que para ella también fue un descanso. Pobrecita. Nunca más salió de este palacio salvo para ir a la catedral. Jorge continuó buscando en hospicios y en parroquias, según le contaba en su correspondencia, pero las cartas se fueron espaciando con el tiempo. La última llegó un mes antes de morir María Francisca. Desde que la recibió, se fue apagando poco a poco, como una vela. Había empezado hacía unas semanas con una tos molesta que el médico no consiguió quitarle y que se le agarró al pecho como una ventosa. Al principio, el doctor pensó que era una de esas terribles gripes que se habían llevado por delante a un millón de personas hacía unos años; pero yo supe enseguida lo que tenía mi hija. Cuando empezó a palidecer y las ojeras se le fueron extendiendo hasta las mejillas, reconocí de inmediato la enfermedad de nuestra madre y nuestro padre. ¡Pobrecita! Se pasó un mes echando sangre por la boca, con las cartas de Jorge extendidas sobre la cama. Yo misma las até con un lazo y se las puse bajo la almohada cuando sus ojos ya no daban para más. Después las quemé para que no cayesen en manos de algún criado. Créeme, querida, no puedo fiarme de nadie; algunas cartas eran muy comprometidas. Además, para qué negártelo, no me parecía correcto que mi hija se cartease con el hermano del que había causado su ruina y la nuestra. Desde que Jaime murió, la pobrecita era un alma en pena. Yo pensé que por fin había aceptado la historia que le contamos en el Duranguesado, porque las cartas de Jorge siempre traían noticias negativas. ¡Y así debería haber sido desde el principio! Lo hicimos por su bien, para que no viviera como lo hizo, buscando a unos hijos que nunca podría encontrar. Los últimos años de su vida los pasó casi en silencio. Ni siquiera hablaba con Shishipao. Y con don Ramón no lo sé, porque confesarse sí se confesaba, pero no tardaba ni dos minutos en salir del confesionario. Después de misa volvíamos a casa y se encerraba en su cuarto para pintar o se pasaba las horas muertas aquí.
Mariana recorrió con la mirada los estantes que ocupaban las cuatro paredes de la biblioteca e hizo un gesto para señalarlos con las manos.
—¿Ves? Colocó los libros a su manera y les puso a todos esas etiquetas que únicamente entendía ella.
La biblioteca era una de las joyas del palacio; Alejandra también había pasado muchas horas entre aquellas estanterías de maderas nobles, protegidas por puertas de cristales para preservar los libros. Entre sus fondos, se encontraba abundante documentación sobre la historia del marquesado de Sotoñal, una muestra importante de manuscritos históricos sobre Toledo y numerosos títulos sobre filosofía, música, ética y arte, amén de una considerable colección de novelas encuadernadas en piel artesanal.
Sin embargo, hacía doce años que Alejandra no pisaba aquella sala. Desde que suspendió la boda con Jorge, sus visitas a Toledo no habían llegado a la veintena. La idea de compartir techo con Mariana, después de la conversación que habían mantenido en el salón de música, le repugnaba. Jamás había entendido cómo su hermana había podido llegar tan lejos con sus ansias de poder.
Para no perder el contacto también con María Francisca, una o dos veces al año se desplazaba a Toledo y compartía con ella un té en su gabinete, pero no se quedaba a dormir en el palacio, sino que regresaba a Madrid después del encuentro y, si los horarios de los trenes no se lo permitían, utilizaba el cigarral de Munda para pasar la noche.
El caso es que nunca entró en la biblioteca a lo largo de aquellos doce años. La última vez que había estado allí había sido el día del entierro de Xisca. No obstante, en aquella ocasión no se fijó en los libros. Y en aquel momento, mientras Mariana abría los brazos para mostrarle el trabajo que había ocupado los últimos años de su hija, reparó en un detalle que se le había pasado por alto.
¡Cómo no se había dado cuenta antes! ¡Era evidente! ¡La clave siempre había estado en los libros!
Sin decirle nada a su hermana, se levantó del sillón y se acercó a las estanterías conteniendo la emoción para que no se le escapase en un grito de alegría.
Recorrió uno por uno los estantes, abrió una de las puertas de cristal y escogió un libro al azar para examinarlo. Después salió de la biblioteca sin apenas despedirse, se dirigió a la estación y tomó el primer tren a Madrid.
Había hecho muchas veces el mismo recorrido, muchas de ellas con la misma sensación de que era interminable, pero ninguna con la misma excitación. Estaba convencida de que había visto aquellos tejuelos en la pila de libros que Xisca había dibujado en la sobrepuerta.
Tenía que llamar a Munda para que regresase de Vizcaya: las respuestas a sus preguntas no estaban en el Anboto, las habían tenido delante de los ojos todo el tiempo, dibujadas sobre los lomos de los libros que ellas habían interpretado como columnas masónicas.
Desde la ventana de la habitación del caserío en el que Munda se había alojado a las afueras de Durango, se podía ver la cresta del Anboto coronada de niebla. La luz del atardecer había convertido el aspecto calizo del monte en una sombra azulada, recortada contra un cielo cubierto de nubes rojas y grises que poco a poco se iban apagando.
Munda contempló la puesta de sol fumando su pipa y pensando en María Francisca. La imaginó mirando desde aquella misma ventana, absorta en aquel cielo que ahora parecía una hoguera a punto de extinguirse, con el vientre abultado y sus diecisiete años recién cumplidos, acercándose al momento más aciago de su vida, a la sinrazón más absoluta, al silencio y a la nada.