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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (83 page)

BOOK: Tiempos de gloria
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—¡Es por aquí!

Ayudada por el hombre, Maia la siguió por instinto, pues ya no había otra fuente de aire fresco. La corriente parecía surgir de una grieta que había allí donde el pesado atril se unía a una plataforma semicircular. Una fina brisa emanaba de aquella estrecha rendija, aunque nunca habría sido detectada excepto en las actuales circunstancias.

La humareda se acumulaba sobre sus cabezas. Las columnas de humo se agitaron visiblemente cuando varias explosiones sacudieron el aire. Los hombres del pasillo disparaban, bien para repeler un ataque o preparando el suyo propio.

—¡Ve! —instó Maia al navegante—. ¡Haz que aguanten un poco más!

Sin decir una palabra, él se levantó y se fue.

—Ayúdame a levantarme —le dijo Maia a su hermana, aunque dejar la corriente de aire fresco fue como apartarse de la propia vida. Tosiendo, las dos consiguieron alcanzar el sextante—. ¡Apunta hacia abajo! —jadeó Maia mientras Leie cogía una de las ruedas medidoras.

Cada vez era más difícil ver la imagen de la tenue sala representada en la pared mágica. Se sacudió al contacto de Maia, y luego dio un tirón hacia arriba. Hubo una fugaz visión de roca desnuda, un oscuro vacío, un rápido destello de color, y luego roca oscura otra vez.

—¡No lo digas! —exclamó Leie, inclinándose para enfocar con el pulgar y el índice, a pesar de los temblores de su cuerpo. Maia se maravilló ante la intensa concentración de su gemela. En su propio caso, ya no era capaz de hacer más que no arquearse y vomitar.

La pared de la imagen se agitó, a trompicones.

.Debo romper el sextante si las saqueadoras consiguen pasar, se recordó Maia.
.No deben ver la simulación… o sabrán que la pared puede cobrar vida
.

Sonaron más explosiones, y fuertes gritos. ¿Había comenzado la batalla? Si era así, resultaba terriblemente pecaminoso imaginar siquiera la escena… hombre contra mujer… un sueño propagandístico Perkinita hecho realidad. De hecho, el sexo no tenía nada que ver con los temas en cuestión: crimen contra ley, ambición contra honor. El sexo era incidental, pero la leyenda diría lo contrario cuando se extendiera la noticia, si eso llegaba a suceder.

La imagen volvió a agitarse. Una resplandeciente cuña apareció en el quinto superior de la pared, dañina en su fulgor. Leie gruñó y volvió a intentarlo; el brillante parche descendió de golpe, de modo que ahora la mitad inferior de la pantalla destelló.

Parpadeando a través de la asfixiante bruma, Maia vio algo que no había esperado. No era una imagen simulada de una sala, de alguna cámara situada debajo de aquélla, sino un conjunto abstracto de rectángulos.

Sobre un fondo radiante, había tres cuadrados con símbolos brillantes distintos: un copo de nieve, una flecha de fuego, y un barco de vela. Mientras Leie manipulaba gradualmente la escena para que llenara la pared que tenían enfrente, los bordes de los cuadrados empezaron a latir.

Apareció un punto rojo. Respondiendo a los controles que manejaba Leie, deambuló sobre las imágenes.

Ambas gemelas llegaron a la conclusión obvia al mismo tiempo.

—Elegiré el barco —dijo Leie.

—¡No! —gritó Maia. Tosió, una serie de dolorosas sacudidas, y meneó la cabeza—. Demasiado evidente… ve… hacia la flecha.

Tras ellas se oyeron gritos. Más disparos y un furioso clamor de lucha.

Leie frunció el ceño, cubierto de sudor, los ojos clavados en la pantalla. Jadeando por el esfuerzo, dirigió el punto rojo hacia la casilla elegida por Maia.

Un sonido grave creció bajo sus pies. Un gruñido, más profundo que los gritos procedentes del pasillo. Éstos fueron acercándose mientras Maia y Leie se retiraban del atril, que empezó a vibrar notablemente. Temblando debido a su antigüedad y a la falta de uso, un mecanismo oculto desplazó la pesada piedra. La luz surgió de la abertura, junto con una agradable ráfaga de aire fresco.

Figuras enmascaradas corrían por el pasillo tras ellas. Los primeros hombres llegaron de forma ordenada, cargando a sus camaradas heridos. Tras ellos llegaron los demás, aterrados, casi doblados en dos, sus improvisadas mascarillas torcidas. No había tiempo para organizar nada.

—¡Por aquí! —gritó Leie, guiando a los refugiados hacia las escaleras que habían aparecido bajo el atril. Los marineros se abalanzaron hacia la abertura, en masa, aunque Maia se preguntó ahora:

.¿Qué he hecho?

Una retaguardia seguía luchando; cinco o seis hombres se enfrentaban desesperados a figuras mucho más pequeñas que blandían bastones de combate y que les doblaban en número. Sonó un disparo y uno de los hombres se llevó las manos al vientre y cayó.

—¡Vamos, Maia! —gritó Leie, empujándola hacia la brillante abertura. Aullidos de furiosa persecución se alzaron cuando tres saqueadoras se zafaron de la pelea para saltar filas de bancos y perseguirlas. Una tropezó y cayó, pero Maia estaba demasiado ocupada sorteando los escalones para mirar. Abajo, un hombre que esperaba la cogió del brazo e impidió que se volviera.

.No importa, Leie venía justo detrás de mí, se dijo Maia mientras huía con otros fugitivos por un estrecho pasadizo, de techo bajo y luminoso, entre cables y conductos. El pasillo se llenó de sonidos, ya que todos parecían gritar al mismo tiempo. Caminar le producía oleadas de dolor en la rodilla. Por fin llegaron a una puerta doble hecha de metal. Un improvisado pelotón de hombres heridos usaba todo lo que podían encontrar para cerrar una de las puertas. En cuanto Maia pasó, empezaron a cerrar la otra.

—¡Esperad! —gritó—. ¡Mi hermana!

Siguió gritando mientras ellos terminaban, ignorando sus demandas. Fue el doctor quien cogió entre sus manos el rostro de Maia y le repitió, una y otra vez:

—Había saqueadoras detrás de ti, cariño. ¡Sólo saqueadoras, un poco por detrás!

Como confirmación; las puertas se sacudieron al ser golpeadas repetidamente desde el otro lado.

—¡Vamos! —los instó un hombre moreno, manchado de sangre, que se apoyaba contra el portal—. ¡Salgamos de aquí!

Parpadeando, Maia reconoció a su reciente compañero investigador… el navegante.

—Pero… —se quejó, antes de ser alzada en brazos por un enorme marinero que se dio la vuelta y echó a correr, dejando tras él manchas escarlata sobre el frío suelo de piedra.

Lo que siguió fue una confusión de salvajes y temblorosos giros y súbitas vueltas. Sin embargo, junto con el dolor, el miedo y la pérdida llegó una extraña sensación, una que Maia no había experimentado desde la infancia: la de ser transportada y cuidada por alguien mucho más grande. A pesar de conocer incontables formas en que los hombres eran tan frágiles como las mujeres (y a veces mucho más frágiles), fue una especie de alivio verse rodeada de tanta amabilidad y de tanto poder. Aquello empujaba a una parte profunda de sí misma a dejarse ir. En medio de la carrera por los extraños pasillos, perseguida por la desesperación, Maia lloró por su hermana, por los valientes marineros, y por sí misma.

El pasadizo parecía estirarse indefinidamente, en ocasiones descendiendo como una rampa y otras veces subiendo. Remontaron unas empinadas escaleras donde algunos hombres tuvieron que agachar la cabeza y otros se quedaron atrás. Los sonidos de persecución, que habían remitido hacía un rato, se acercaban nuevamente. En lo alto, la menguada banda de fugitivos encontró otra puerta de metal. Varios hombres soltaron a sus camaradas heridos, formaron una última retaguardia, y juraron aguantar mientras Maia, el marinero que la transportaba, el doctor y el grumete seguían adelante.

.¿Qué sentido tiene?, pensó Maia tristemente. Los hombres parecían creer en su capacidad para lograr milagros, pero en verdad, ¿qué había conseguido ella? Aquella «ruta de escap». era intrínsecamente inútil si las enemigas podían seguirlos. Lo más probable era que acabase conduciendo a las saqueadoras directamente hasta Renna.

Su primera idea fue que había encontrado un camino secreto hacia los antiguos pabellones de defensa que el Consejo de Caria había conservado durante milenios. Ahora Maia sabía que habían caminado demasiado, sin duda atravesando uno tras otro los estrechos puentes de piedra de los Dientes del Dragón que comprendían Jellicoe. A excepción de Renna, tal vez fueran los primeros humanos en recorrer aquellos salones desde el gran destierro que siguió a la Era de los Reyes.

No oyeron más ruido a su espalda. El último destacamento debía de estar aún aguantando en su barricada.

Tras llegar a una zona llana, Maia insistió en que el marinero la soltara. Torpemente, se apoyó sobre la rodilla, que se quejó, pero pudo andar. El marinero expresó su disposición a volver a cargarla si necesitaba ayuda.

—Ya veremos —dijo Maia, palmeando su gran antebrazo, y avanzó.

Pronto llegaron a otro conjunto de puertas. Al atravesarlas, el grupo se detuvo.

Una enorme cámara se extendía ante ellos, más alta que el templo de Lanargh, ancha como un almacén. Maia se maravilló, pensando que toda la montaña-espira debía de estar hueca. Sus ojos no podían abarcarla por entero, sólo a trozos.

A la derecha, habían sido talladas varias entradas semicirculares en la roca; cada una medía de diez a cincuenta metros de diámetro y contenía extraños mecanismos o montones de cajas apiladas. Pero fue la pared de la izquierda la que los llenó de asombro. Parecía consistir en una sola máquina que se extendía a lo largo de toda la cámara; estaba hecha de una sorprendente combinación de metales, extrañas substancias empotradas en piedra, y formas cristalinas, como la gran entidad fluctuante que Brod y ella habían visto en el Centro de Defensa. En toda su longitud, a intervalos, parecía haber puertas, aunque no resultaban adecuadas para permitir el paso a personas. Maia supuso que su misión era facilitar la entrada o salida de materiales, y así se le planteó al doctor.

El viejo asintió.

—Debe de ser… Todos creíamos que se había perdido. Que lo tenía el Consejo. O que había sido destruido.

—¿Qué? —preguntó Maia, asombrada por el tono reverente del hombre—. ¿Qué se perdió?

—El
.Formador
—susurró él, como si temiera estropear un sueño—. El Formador Jellicoe.

Maia sacudió la cabeza.

—¿Qué es un formador?

Mientras caminaban, el doctor la miró, luchando por encontrar las palabras.

—Un formador…
.fabrica
cosas. ¡Puede fabricarlo todo!

—¿Quieres decir como una autofactoría? ¿Donde producen radios y…?

Él se encogió de hombros.

—El Consejo mantiene en funcionamiento algunos menores, para no olvidar cómo. Pero las leyendas hablan de otro, del Gran Formador, atendido por la gente de Jellicoe.

Parpadeando, Maia comprendió lo que quería dar a entender.

—¿Esto lo crearon los hombres?

—No los hombres como tales. Los Antiguos Guardianes. Hombres y mujeres. Todos desterrados tras la Revuelta de los Reyes, aunque los Guardianes no tuvieron nada que ver con esos traidores.

—Lo hicieron con algunos. —Y Maia le habló brevemente del Centro de Defensa, ubicado en otro lugar de aquella isla hueca, mantenido por clanes especializados.

—Justo lo que pensábamos —dijo el doctor, taciturno—. ¡Pero parece que nunca encontraron esto!

.Hasta ahora, se dijo Maia tristemente. Habría sido mejor que todos hubieran muerto en el santuario. A corto plazo, aquel descubrimiento daría a Baltha y a sus saqueadoras más poder, dinero e influencia de la que necesitaban para establecer sus propias dinastías; suficiente para escalar altas posiciones en la pirámide social de Stratos. Sin embargo, una vez establecidas, se convertirían rápidamente en defensoras del
.status quo
, como cualquier clan conservador. A la larga, no importaría que unas criminales se hubieran apoderado de aquel trofeo.

El Consejo y el Templo lo controlarían.

.Esto debe de ser lo que fabricó las armas que vimos Brod y yo, las que fueron utilizadas contra el Enemigo .

.Ahora Caria podrá manufacturar todo lo que quiera, para derribar la nave de Renna y cualquier otra que se arriesgue a acercarse .

.Oh, Lysos, ¿qué he hecho?

—Si al menos tuviéramos tiempo —continuó el doctor—, podríamos fabricar cosas. Armas para defenderlo.

Radios para llamar a nuestra cofradía y a algunos clanes honorables.

Mientras recorrían la instalación, el hombre se volvió para observar la fila de zonas de almacén situadas a la derecha.

—Tal vez los Guardianes dejaron algo detrás. ¿Ves algo útil?

Maia suspiró. La mayoría de los enclaves contenían máquinas u otros artículos que eran completamente irreconocibles. Sin embargo, aprendió algo de lo que acababa de ver y oír
.Lysos y las Fundadoras no abandonaron completamente la ciencia. Consideraron necesario conservar esta instalación. Fue una generación posterior, asustada, la que se echó atrás, aterrada ante lo que podían hacer mentes entrenadas e independientes
.

Aquello la enfureció. Las consejeras de Caria no conocían aquel lugar… todavía no. Pero sin duda las sabias de la universidad tenían libros que contenían la sabiduría básica sobre la que se había construido toda aquella tecnología.
.¿Cómo?
, se preguntó.
.¿Cómo podía la gente con acceso a tanto conocimiento renunciar a él?

La cuestión subrayaba mucho de su dolor por la muerte y la fútil lucha. Como un rastro de piezas rotas, había dejado en su estela primero a Brod, luego a Leie y a muchos otros. Y por delante… ¿Dónde estaba Renna? ¿Era una traidora que estaba estropeando su brillante huida?

Ahora los huecos de la derecha revelaron restos de cortinas que colgaban de ajadas barras. Había camas, sillas, ropa.

—La leyenda dice que después del destierro, una logia secreta permaneció con el Formador. —El doctor suspiró—. Nadie sabe para qué. Con el tiempo, los que conocían el secreto murieron.

En Stratos, la continuidad estaba reservada a los clanes. Las compañías comerciales, los gobiernos, e incluso las cofradías marinas tenían que reclutar miembros entre los hijos de las colmenas, que controlaban la educación y la religión. Aquellos barracones, aquella triste muestra de perseverancia, había sido condenada a la futilidad.

Quizás el esfuerzo durara muchas generaciones… demasiado poco tiempo para que supusiera ninguna diferencia.

Maia se preguntó si Renna habría dormido en alguna de las alcobas. ¿Había combatido el hastío, y saciado su curiosidad, completando el melancólico relato de aquel refugio perdido? ¿Había encontrado algo de comer? Maia temía descubrir su cadáver, y saber por tanto que todo aquello (perderlo todo) no había servido de nada.

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