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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (84 page)

BOOK: Tiempos de gloria
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Habían cruzado más de tres cuartas partes de la enorme cámara cuando el grumete oyó un sonido.

—¡Escuchad! —pidió. Se detuvieron, y Maia lo detectó. Un grave rumor que procedía de las alturas.

—Vamos —dijo.

El doctor miró anhelante la gigantesca máquina, el Formador.

—Podríamos intentar…

Se oyó otro sonido, un leve choque de metal tras ellos, acompañado de agudos y excitados gritos.

—Vamos —los apremió el marinero grande. Continuaron avanzando y atravesaron unas puertas situadas al fondo de la cámara. Justo a tiempo de mirar atrás y ver a un grupo de guerreras asomar por la lejana entrada. El tiempo conseguido por la valiente retaguardia se había acabado.

Los fugitivos se zambulleron en un nuevo corredor, esta vez oscuro como una mina. Un único resplandor los ayudaba en su camino. A medida que Maia y los demás se acercaron, vieron que se trataba de un agujero en la pared derecha del pasadizo. Ella suspiró ante el agradable contacto de la luz solar y el aire fresco. Por un momento, a pesar del temor de la persecución, los cuatro se detuvieron a contemplar la laguna y cada uno, a su modo, expresó su asombro.

Muy por debajo, donde antes había dos veleros atracados a un estrecho embarcadero, ahora sólo había uno parcialmente intacto: el
.Intrépido
, con las velas quemadas y el mástil chamuscado. Del
.Manitú
sólo quedaba la popa carbonizada, atada todavía al muelle cubierto de humo. El marinero y el grumete gimieron ante el espectáculo. Pero había más.

La bahía albergaba ahora otros barcos. Uno, según vio Maia claramente, llevaba en su proa puntiaguda la figura de un león marino. Unos botes de remos que transportaban a hombres de rostro ceñudo zarparon mientras los contemplaban hacia la entrada del santuario. Quizá, deseó, uno de ellos fuera Brod, que de algún modo había conseguido escapar y llamar a sus compañeros de cofradía.

—¡Mirad! —El grumete señaló mucho más alto. Maia giró la cabeza y pudo distinguir las puntas de los esbeltos monolitos de piedra. Abrió la boca ante aquella imagen de poder y belleza. Un zep’lin, mucho más grande y más potente que los correos que había visto, flotaba sobre uno de los picos, atado a un tenso cable.

.Su presencia ha sido advertida… Recordó el cartel del Centro de Defensa. Habría sido aconsejable creer en la palabra del Consejo.

Mientras tanto, el sonido aumentaba, tan trepidante era que notaban sus vibraciones en las plantas de los pies.

—Tenemos que irnos —les recordó el marinero grande. A pesar de su fascinación por el espectáculo exterior, Maia asintió.

—Sí, démonos prisa.

Corrieron con la luz ahora a sus espaldas, esforzándose por alcanzar el otro extremo del pasadizo antes de que las desesperadas piratas, con sus largos rifles, aparecieran tras ellos. Sin embargo, tardaron algún tiempo en acercarse a los graves sonidos procedentes de delante. Ahora distinguían dos tonos, uno bajo, grave, rugiente, que sacudía los huesos, y otro que subía de tono y se hacía más penetrante a cada segundo que pasaba.

El grumete atravesó las puertas del fondo y la luz se desparramó a su alrededor. Más luz del sol, esta vez cayendo desde arriba. Se encontraron en una enorme sala cilíndrica con las paredes cubiertas de maquinaria. En lo alto descubrieron la fuente del rumor: un arco iris de metal escarlata se ensanchaba poco a poco.

Pero lo que asombró a los cuatro fugitivos era un objeto que llenaba el centro de la sala, una espiral vertical de material cristalino y transparente, que empezaba en las alturas y bajaba hasta una cavidad central. La espiral latía con la luz aprisionada en su interior. Dentro de aquellas volutas, vieron una forma fina, puntiaguda y dorada, que ya había empezado a descender lentamente por el tubo. En segundos, la punta desapareció de la vista.

—¡Vamos! —Maia llamó a los otros, y se adelantó, cojeando.

Llegaron a la espiral, pero fueron detenidos por una fuerza que no podían ver, y que resistía de manera palpable todos los esfuerzos por seguir aproximándose. El pelo se les erizó. Maia pudo ver entonces que el pozo caía vertiginosamente hasta profundidades insondables, espiral tras espiral.

Dentro de aquel tenso abrazo, la fina forma de jabalina continuaba su descenso.

—¡Espera! —gritó—. ¡Oh, espéranos!

Le era casi imposible oír su propia voz por encima del ruido. Alguien le tiró del brazo. Se resistió, y entonces parpadeó sorprendida al divisar un objeto extraño y diminuto. Un cilindro de metal, no más grande que su dedo meñique, había llegado por la izquierda, avanzado hacia el inexorable campo y perdido velocidad rápidamente. Se detuvo, invirtió el rumbo, acelerando velozmente por donde había venido, para ser expulsado con un estampido de aire hendido.

Volvió a suceder lo mismo. Esta vez, Maia reconoció una
.bala
antes de que también fuera expulsada hacia atrás, hacia su fuente. Dejó de luchar contra el tirón de su brazo. Acompañados por un rugido y una sensación de vértigo, los cuatro corrieron tangencialmente a la espiral y el impenetrable campo que la rodeaba. A su izquierda, Maia vio a las tiradoras arrodilladas que les disparaban, mientras otras mujeres, armadas con bastones y cuchillos, se acercaban cautelosamente, los rostros arrebolados encendidos con emociones en conflicto: ira y temeroso asombro.

—¡Ah! —gimió el marinero grande, y se desplomó, agarrándose el muslo. Maia y el grumete lo cogieron por los brazos y lo ayudaron a avanzar hacia otro conjunto de puertas situadas al fondo de la cámara. Mientras más balas picoteaban a su alrededor, pudieron sentir un horrible poder acumulándose cerca, intensificándose hacia algún titánico clímax.

Las puertas estaban aún a treinta metros de distancia cuando el gran marinero volvió a desplomarse.

—¡Seguid! —gritó roncamente—. ¡Sacadla de aquí! —urgió a los otros hombres. Pero las balas golpeaban ya las puertas de metal.

—¡Por allí! —señaló Maia.

Arrastraron al herido hacia lo que parecía ser un montón de basura. Una mezcla de cajas, embalajes y máquinas rotas y descartadas. Detritus de algún proyecto que había creado aquel increíble y misterioso edificio.

Cuando estaban a punto de zambullirse tras el montón de escombros más cercano, Maia dejó escapar un gemido.

Una punzada de dolor había arañado su pantorrilla derecha, como un atizador caliente.

El doctor la arrastró el resto del camino. Una bala le había rozado la piel, marcando sobre ella un largo sendero rojo.

—¡No tiene importancia! —instó al médico—. ¡Cuide de él! —El marinero estaba sin duda mucho peor.

Ignorando su propia herida, Maia buscó a su alrededor algún arma que poder emplear. Había trozos de metal, pero ninguno tenía una forma útil. A falta de otra cosa mejor, se sacó del bolsillo de la casaca el pequeño cuchillo que había encontrado a bordo del
.Manitú
. El grumete la ayudó a levantarse, y los dos se agazaparon bajo la pila de escombros. Oyeron gritos. Pasos acercándose.

De repente, el agudo ruido cesó. El rumor se había detenido momentos antes, cuando el arco iris del techo terminó de abrirse. El brusco silencio se cargó de expectación. Entonces, como si Maia lo hubiera sabido todo el tiempo, se produjo una combinación de sonido, visión y otras sensaciones que parecían las trompetas del Día del Juicio Final. El mundo se estremeció, mientras que poderes parecidos, pero mucho más potentes que los que había experimentado cerca de la espiral, intentaban llenar todo el espacio. Eso incluía el espacio que antes había ocupado ella sola, obligando a cada una de sus moléculas a luchar por el derecho a existir. El aire necesario para respirar voló como una presencia que pasa a terrible velocidad, en busca del cielo.

A su espalda, Maia apenas pudo ver cómo un estilizado objeto se lanzaba hacia las alturas, dejando una llamarada de aire encendido en su estela.

.Una flecha de fuego…, pensó, aturdida. Entonces, con apenas algo más de coherencia, le dirigió una silenciosa llamada.

.¡Renna!

El aire regresó, acompañado por un sonido similar a un trueno. La montaña de escombros se estremeció, y luego se desplomó, lanzando pesados y afilados fragmentos contra sus piernas. Sin embargo, pudo continuar mirando, de pie. Sin hacer caso a un lejano dolor, Maia tuvo una clara visión de la chispa que se perdía en el cielo, y deseó con todo su corazón formar parte de ella… que él hubiera esperado sólo un poquito más, y se la hubiese llevado consigo.

.¡Pero lo consiguió!, pensó, abrumada por la alegría.
.No lo capturarán. Ahora está fuera de su alcance. Vuelve a…

Su alegría se cortó en seco. Arriba, casi en los límites de la visión, la chispeante luz viró bruscamente a la izquierda, resplandeció, y explotó en medio de una orgía de caos, de fuego ardiente, lanzando ascuas por el oscuro firmamento azul de la estratosfera.

CUARTA PARTE

¿Es un veneno la ambición? ¿Es la búsqueda y la consecución de poder por parte de la sociedad del Phylum sinónimo de condena?

Las culturas antiguas advertían a su gente contra la soberbia: ese impulso innato de los seres humanos de perseguir el poder del propio Dios a cualquier precio. Los sabios pueblos tribales se abstenían de tan fervorosas búsquedas, excepto a través del espíritu y el arte, la aventura y la canción.

No forzaban y acosaban incesantemente la Naturaleza a su capricho.

Cierto, esos antepasados vivían apenas mejor que los animales, en los bosques primigenios de la Vieja Tierra. La vida era dura, sobre todo para las mujeres, aunque tenía sus recompensas: armonía, estabilidad, conocimiento seguro de quién eras, de dónde encajabas en el diseño del mundo.

Esos tesoros se perdieron cuando nos embarcamos en el «progres»..

¿Hay una relación inversa entre conocimiento y sabiduría? En ocasiones parece que cuanto más sabemos, menos comprendemos.

No soy la primera en advertir este conflicto. Un erudito escribió recientemente: «Lysos y sus seguidoras persiguen el canto de sirena del pastoralismo, como incontables románticos antes que ellas, idealizando una Era Dorada pasada que nunca existió, persiguiendo una serenidad posible sólo en la imaginación».

Comprendo su punto de vista. Sin embargo, ¿no deberíamos intentarlo?

No se me escapa la paradoja: pretendemos emplear avanzadas herramientas mecánicas para crear las condiciones de un mundo estable… un mundo que, a partir de entonces, no volverá a necesitar de esas herramientas.

Así que volvemos al tema en cuestión. ¿Están los seres humanos verdaderamente condenados al descontento?

Pillados entre ansias en conflicto, nos esforzamos por convertirnos en dioses aunque ansiamos seguir siendo los hijos amados de la Naturaleza.

Que el primer deseo sea la caótica condena de la frenética Phylum Civitas. Las que partimos en esta búsqueda hemos elegido una relación más amable con el Cosmos y menos contraria a él.

LYSOS,
.Mi vida

26

La pérdida de consciencia no fue el resultado de sus heridas, ni siquiera del gaseoso y punzante olor de la anestesia. Lo que la hizo dejarse llevar esta vez fue una moral agotada más allá del cansancio. Sensaciones distantes le decían que el mundo continuaba. Había ruidos: gritos ansiosos y los ecos reverberantes de los disparos. Cuando cesaron, fueron seguidos por fuertes gritos de triunfo y desesperación. Nuevos sonidos se interpusieron, rodeándola, asomándose a ventanas y puertas, pero ninguno consiguió que lo tuviera en cuenta.

Unos pasos resonaron. Unas manos tocaron su cuerpo, retirando objetos para que el dolor de una cura sustituyera el de las heridas aplastantes. Maia permaneció indiferente. Unas voces hablaron a su alrededor, tensas, argumentando. Se daba cuenta, sin que le importara, de que más de dos facciones se enzarzaban en un fiero debate, cada una demasiado débil o insegura para imponer su voluntad, ninguna de ellas lo bastante confiada para dejar a la otra actuar por su cuenta.

No había indicios de venganza en la forma en que la levantaron y la retiraron de la brillante cámara empapada de ozono. Agitándose en una camilla, gimiendo a cada sacudida, sabía en abstracto que no pretendían hacerle daño. La trataban bien. Eso debería significar algo.

Sólo deseó que se fueran y la dejaran morir.

La muerte no vino. En cambio, Maia fue tratada, atendida, drogada, cortada, cosida. Con el tiempo, fue la más elemental de las sensaciones la que le devolvió un deseo parcial de vivir.

.Tortitas
.

El olor de tortas frescas inundó su nariz. Las heridas y la anemia no fueron suficientes para contener el flujo que aquel leve aroma desató en su boca. Maia abrió los ojos.

La habitación era blanca. Un techo color marfil se unía a unas hermosas molduras blancas y a unas paredes pálidas de color nieve. A través del estupor producido por los soporíferos químicos, Maia tuvo dificultades para enfocar las llanas superficies. De forma inconsciente, su mente empezó a jugar con una extensión blanca, imaginando una capa de pautas granulosas, abstractas, rítmicas. Gimió y cerró los ojos.

No pudo cerrar la nariz. Los atractivos olores insistieron. Lo mismo hicieron los gruñidos de su estómago. Y el sonido de voces.

—Bien, ¿lista para unirte a los vivos por fin?

Maia volvió la cabeza a la izquierda, y entreabrió un ojo. Una pequeña figura morena apareció ante ella, con una sonrisa amarga.

—¿No te dije que dejaras de darte golpes, pequeña var? Al menos esta vez no te has ahogado.

Tras varios intentos, Maia recuperó la voz.

—Tendría… que haber sabido… que lo conseguirías.

Naroin asintió.

—Mm. Ésa soy yo. Una superviviente nata. Tú también, muchacha. Aunque te encanta demostrarlo a la tremenda.

Maia dejó escapar un suspiro involuntario. La presencia de la contramaestre-policía le evocaba sentimientos dolorosos, a pesar de la inmovilidad producida por las drogas.

—Supongo que… contactaste con tu jefa.

Naroin sacudió la cabeza.

—Cuando nos recogieron, decidí tomar la iniciativa. Pedí favores, hice tratos… Lástima que no pudiéramos llegar antes.

Los pensamientos de Maia se negaron a centrarse con claridad.

—Sí, lástima.

Naroin sirvió un vaso de agua y ayudó a Maia a alzar la cabeza para beber.

—Por si te lo estás preguntando, los médicos dicen que te pondrás bien. Tuvieron que cortar y remendar un poco. Tienes una ventosa agónica conectada a la cabeza, así que no te revuelvas ni te la golpees, ahora que estás despierta.

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