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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (57 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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Las chicas de la mesa de al lado salieron del bar después de pagar la cuenta. Una de ellas iba distraída y chocó con Buck, que estuvo a punto de caerse, pero recuperó el equilibrio. La muchacha se disculpó. Acto seguido se la llevaron sus amigas, a quienes Eleanor vio reír y burlarse de su compañera.

Buck se detuvo en la entrada, calándose el sombrero y observando a la clientela. Eleanor le llamó la atención con la mano.

—Perdona que llegue tarde —dijo él al aproximarse—. Hay tantas entradas que me he hecho un lío.

Eleanor sonrió.

—No pasa nada.

Viendo sentarse a Buck, la camarera acudió a la mesa a tomar nota. Él pidió café y preguntó a Eleanor qué quería, pero ella dijo que ya tenía suficiente con el refresco. Como ninguno de los dos sabía de qué hablar, guardaron silencio.

—¿Y bien? —dijo Buck al cabo de un rato—. Te vas mañana, ¿no?

—El lunes.

—Ah, sí, el lunes. A Londres.

—Pasando por Chicago.

—Ya. ¿Y luego?

—Pasaremos una semana en Irlanda. De ahí a París y Roma. Después unos días más en Londres, y otra vez a casa.

—¡Menudo viajecito!

Eleanor sonrió.

—Ya sabes que siempre me ha gustado viajar.

—Así es.

—Creo que a Lane le hace ilusión.

—Sí, me lo ha dicho. Está muy bien que podáis pasar unos días juntas.

—Sí.

La camarera trajo el café de Buck, que se lo quedó mirando y lo removió con la cucharilla, a pesar de que no hacía falta porque siempre lo tomaba solo y sin azúcar. Eleanor tuvo ocasión de observarlo con detenimiento. Estaba casi demacrado y tenía la barbilla mal afeitada, con un resto de pelos grises. Su camisa no parecía planchada.

—Lane me ha dicho que la casa que te estás comprando en Bozeman está muy bien.

—Sí, es preciosa. Un poco pequeña, pero no necesito más.

—Claro.

—¿Te has enterado de que Ruth se va a Santa Fe?

—Sí. —Él asintió con la cabeza—. Sí me he enterado.

Guardaron silencio. El hilo musical del centro dio paso a un comunicado sobre un niño perdido. La locutora decía a los padres dónde podían recogerlo.

—Oye, Eleanor, lo de Ruth y yo nunca fue nada...

—No sigas, Buck. Es inútil.

—Ya, pero...

—Ya no tiene remedio.

Él asintió con la cabeza, mirando fijamente el café. Volvió a removerlo con la cucharilla.

—En fin —dijo.

—¿Y el rancho?

—Bien, muy bien. He dejado que Kathy se encargue de muchas cosas.

—Sí, ya me lo ha dicho.

—Es tremenda. Clyde nunca llegará a ser ni la mitad de buen ranchero que ella.

—Ya aprenderá.

—Puede ser.

—El bebé está creciendo muy rápido.

Buck se echó a reír.

—Se está poniendo precioso. Ya verás cómo en un par de años está al frente de todo.

Tomó su primer sorbo de café. Eleanor le preguntó si sabía algo sobre el juicio.

—Parece que será en septiembre. ¿Kathy te ha contado lo de Clyde?

Ella asintió. Habían encontrado sus huellas dactilares en aquella cosa horrible de alambre; aun así acababan de retirarse todas las acusaciones contra él, sin duda porque Buck se había declarado culpable de todo.

—¿Tienes idea de por dónde puede ir la sentencia?

—Nueve meses, un año... Puede que más. La verdad, me da igual que sea mucho o poco.

—Buck...

Eleanor tuvo ganas de cogerle la mano, pero no lo hizo. Vio que apretaba la boca, esforzándose por no llorar. Como si no tuviera suficiente castigo, pensó. Buck respiró hondo y esperó un poco antes de vaciar los pulmones. Lo hizo poco a poco, entrecortadamente. Al cabo de un rato se despejó la nariz y miró alrededor. Soltó una risa forzada.

—Pero bueno, los hijos de Abe dicen que es como tomarse unas vacaciones. Parece que el viejo está pasándoselo en grande.

Eleanor sonrió. La pareja de los gemelos se estaba marchando. Observó la cara de Buck al ver pasar el carrito con los dos bebés. Uno de ellos le dirigió una sonrisa encantadora que hizo rebrotar sus lágrimas. Estaba con los nervios de punta. Eleanor esperó en silencio a que se le pasara. Al final, Buck se atrevió a mirarla a los ojos.

—Sólo quería decirte que... lo siento. Lo siento.

Siguieron subiendo por las montañas, y al llegar al punto más alto accesible en camioneta vieron al este una franja de cielo rosa. Dos horas antes, Hope les había parecido un pueblo fantasma. Al cruzar el río, Helen se había vuelto para mirar la iglesia, recordando el día en que Dan le había contado lo del camino de calaveras Hacía casi un año.

A diferencia de entonces, Dan y Helen no se dijeron nada. Los únicos ojos que los vieron recorrer la calle mayor pertenecían a un gato negro que se detuvo un momento a la luz de los faros, y que después de observarlos siguió cruzando la calle a toda prisa.

La camioneta que habían alquilado era verde oscura, sin distintivos de ningún tipo a excepción de las salpicaduras de barro que le habían infligido sus correrías nocturnas. En cuanto hubieran acabado tenían intención de llevarla a la cabaña, donde Dan la utilizaría para trasladar lo que no quisiera Helen. Cuando se hiciera de noche, la cabaña estaría igual de vacía que cuando ella había empezado a instalarse. Que volvieran a quedársela los ratones

El camino estaba haciéndose difícil. La camioneta traqueteaba al pasar por los baches. Helen oyó vibrar las jaulas que llevaban en la parte trasera. No había vuelto a subir tan alto desde que Luke le había enseñado el primer cubil de los lobos. Recordó la mirada que tenía al salir, cubierto de polvo, y su comentario sobre lo bien que habría estado morirse ahí abajo.

—Supongo que no se puede seguir —dijo Dan.

—Parece buen sitio.

—Ya.

El camino se estaba cubriendo cada vez más de flores y hierbajos, hasta difuminarse en una pequeña plataforma de roca. Al este se convertía en un pasillo estrecho y empinado que descendía por el bosque. Helen miró hacia abajo. La luz del alba le permitió ver un prado cubierto de flores incoloras, y más allá una cresta cubierta de nieve a medio derretir.

Dan dio la vuelta a la camioneta hasta quedar con la parte de atrás tocando al principio de la cuesta. Paró el motor y miró a Helen.

—¿Estás bien?

—Sí.

—Igual que en los viejos tiempos, ¿eh? Prior y Ross. No hay lobo que se les resista.

Ella sonrió.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó.

—¿En general? No lo sé. Supongo que conseguir un trabajo como Dios manda. Mi madre siempre me aconsejaba «trabajar con gente», y yo le decía que qué tal director de una funeraria.

—O sea que de joven ya hacías chistes malos.

—Es verdad.

Dan había presentado la dimisión el día después de que le pegaran un tiro a Luke. Sus jefes le habían pedido que se quedara, insistiendo en que no tenía ninguna responsabilidad en lo sucedido; pero Dan dijo que estaba harto, agotado. De todos modos, convino en quedarse hasta que le encontrasen sustituto. El nuevo tenía que empezar el mes siguiente.

—Imagino que me quedaré por aquí hasta que Ginny haya salido del colegio, y que después me iré. —Se produjo un silencio. Dan levantó la vista al cielo—. Está amaneciendo. ¿Ponemos manos a la obra?

—Vamos.

Bajaron de la camioneta y fueron a la parte trasera. Helen sostuvo la linterna mientras Dan quitaba el candado de la puerta y la abría de par en par.

Sacaron las lonas. La linterna hizo brillar dos jaulas de aluminio que casi se tocaban. Se parecían a las utilizadas para trasladar lobos de Canadá a Yellowstone: una especie de cajón agujereado, de metro veinte de ancho por noventa centímetros de alto, con puerta corredera. En cada esquina había una barra extraíble que servía para trasladarlas.

—Espero que alguien les haya contado qué les hacen a los lobos por aquí —dijo Dan.

—¿No decías que eran lobos vegetarianos?

—Sí, pero igual se les pasa. Nunca se sabe.

Helen no pensaba preguntar de dónde procedían; eso era cosa de Dan, que se había ocupado de todo. Sólo sabía una cosa: que se trataba de una pareja reproductora sin etiqueta ni collar, ilocalizable. Había ido a buscarlos justo antes de medianoche, a un lugar apartado que distaba quince kilómetros de la frontera canadiense. No habían visto a nadie; sólo los cajones, tapados con lonas y alguna que otra rama.

Helen se colocó detrás del primer cajón y extrajo las dos barras.

—¿Listo?

—Sí.

—Uno, dos, tres y... ¡arriba!

La dejaron en lo alto de la cuesta y repitieron la operación con la otra jaula. Después quitaron los pestillos y levantaron ambas puertas correderas. Detrás había otra puerta de barras cuadradas verticales, y más atrás dos pares de ojos amarillos que los observaban con recelo.

—¡Buenos días! —dijo Dan—. Servicio de despertador. Son las cuatro de la mañana.

—¿Separados, o los dos a la vez? —preguntó Helen.

—Juntos. A la de tres. Uno, dos, tres...

Abrieron la puerta interior. Al principio no pasó nada. Después los lobos saltaron de las jaulas como dos misiles Tomahawk y aterrizaron en un pedregal, pero siguieron cuesta abajo sin tropezar ni caerse. Eran del mismo color, un gris que se confundía con las rocas.

—¡Vaya! ¡Parece que se les han pasado los efectos del sedante!

Se detuvieron a medio camino de la estrecha bajada, y aunque la luz del alba aún no permitía ver con claridad, pareció que se volvían para mirar la camioneta. Helen sollozó.

Dan la abrazó.

—¡Oye, que no pasa nada! Tranquila.

—Ya, ya. Perdona.

Volvió a mirar hacia abajo en cuanto se lo permitieron las lágrimas, pero los lobos ya no estaban.

Aparcaron delante de la cabaña bajo un cielo luminoso y azul, sin ninguna nube. El sol evaporaba el rocío de las flores primaverales que cubrían la cuesta que llevaba al lago.
Buzz
se puso a correr por el prado, y como no reconocía la camioneta ladró hasta que Helen se apeó del vehículo. Entonces se acercó a ella meneando la cola para pedir disculpas. De camino a la cabaña, Helen y Dan notaron que olía a comida.

Luke estaba en la puerta.

Les sonreía, entrecerrando el ojo sano para que no lo deslumbrara el sol. Helen no acababa de acostumbrarse al parche negro que cubría el otro. Seguro que con el tiempo lo encontraría muy atractivo.

Advirtiendo que ella había estado llorando, Luke fue a su encuentro y los abrazó a los dos. Permanecieron unidos sin decir nada, bajando la cabeza en tácita comunión, mientras
Buzz
brincaba a sus pies preguntándose qué estaría sucediendo.

La bala había atravesado el cuello por el lado y se había alojado en el ojo izquierdo. Habían trasladado a Luke en helicóptero al hospital, donde había ingresado con hemorragia grave. Casi era un milagro que siguiera vivo.

La herida del cuello no revestía importancia. En cuanto a la operación del ojo, había durado varias horas, pero los médicos habían conseguido salvárselo (aunque sólo recuperaría una parte ínfima de visión). Al volver en sí, lo primero que quiso saber Luke fue qué les había pasado a los cachorros.

Sólo había muerto el que cayó en la trampa. Los demás fueron trasladados a Yellowstone e integrados con éxito en otra camada. El padre de Luke había informado a la policía de dónde estaba la caravana del lobero. Después, un guarda forestal había descubierto su motonieve en un claro, por encima de Wrong Creek. Del propio Lovelace no volvió a saberse nada.

Luke quiso ir con Dan y Helen a buscar y soltar a los lobos, pero Dan le dijo que era mejor que se quedara al margen, por si surgía algún problema.

—¿Qué, ha ido bien?

—Perfecto.

—Ojalá pudiéramos quedarnos y oírlos aullar.

—A lo mejor un día puedes —dijo Dan.

—Espero que vengáis con hambre.

—¡No te lo imaginas!

Se sentaron en la hierba, delante de la cabaña. El desayuno consistió en huevos con beicon, patatas doradas en la sartén, café y zumo de naranja recién exprimido. Hablaron de Alaska y los lugares que Helen y Luke pensaban visitar en el transcurso de los dos meses siguientes, antes del inicio de las clases. Más allá de eso no habían hecho planes.

Luke quería que ella fuera a vivir con él a Minnesota. Propuso buscar un piso para que pudiera seguir investigando y acabar la tesis mientras él iba a clases. Los fines de semana podía hacerle de guía en las montañas.

Quizá lo hiciera. Tenía tiempo para decidirse.

Por primera vez en su vida, Helen tenía la curiosa sensación de que el futuro no le importaba. Era como si lo sucedido durante aquel último año la hubiera librado de una parte de sí, la parte ansiosa, descontenta, siempre preocupada. Ninguna preocupación podía cambiar el curso de los acontecimientos para bien. Quizá fuera cierto lo que había insinuado Celia en su última carta: que Helen había acabado por aprender a ser, al igual que el aprendiz de budista en que se había convertido su padre. Sólo importaba el presente, y estar con la persona amada.

Después del desayuno Dan no quiso que lo ayudaran a sacar las cosas de la cabaña, alegando que les esperaba un viaje muy largo. Así pues, Helen y Luke cargaron las últimas cosas en el jeep de éste, y también a
Buzz
, cómo no. Helen dio a Dan las llaves de su vieja camioneta.

—¿Lo ves? —dijo Dan—. Ha durado todo un año.

—Yo también.

Como ninguno de los tres tenía ganas de despedirse con grandes aspavientos, se limitaron a abrazarse y desearse buena suerte. Dan bromeó sobre que lo dejaran plantado con el trabajo a medias. Mientras Helen y Luke subían al jeep y se abrochaban los cinturones, Dan se quedó al lado del vehículo con el sol detrás.

—Angeles sobre tu cuerpo —dijo.

—Y sobre el tuyo, Prior.

Pasaron al lado del río, bajo las copas verdes y plateadas de los álamos de Virginia, cuyas ramas oscilaban con el viento. La casa abandonada donde había vivido el viejo lobero tenía un cartel de vendida clavado a un árbol de la entrada.

Atravesaron el pueblo sin ver a nadie. Después se dirigieron al este, hacia los llanos. Al cruzar el río, Helen frenó a mitad del puente. Se volvieron para echar un último vistazo a la iglesia.

—Mira —dijo Luke.

Señalaba el cartel del otro lado de la carretera, el que rezaba: «HOPE (819 HABITANTES).» Por los agujeros de bala pasaban tres finos rayos de sol.

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