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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (11 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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Más que nada, yo quería tener línea de teléfono móvil. Si podía hablar con Robert, o con alguien, me sentiría bien. Tuve que decirlo.

—¿Mañana me llevará a algún lugar donde pueda tener una cobertura decente para el móvil, por favor? Necesito llamar a casa. — Le dije una rápida mentira-. Mi padre está en el hospital esperando una operación. Estaba.

Él gruñó con gesto de dudosa compasión.

—Pero llegamos al acuerdo de que sería una negociación en secreto hasta que ambas partes estuvieran satisfechas.

—Estoy hablando de una llamada personal, señor Torgu.

Sus ojos ardieron con cierto resentimiento. Se limpió los labios con una servilleta.

—Pero sus seres queridos podrían contactar con sus colegas profesionales y ofrecer alguna información que pudiera ser perjudicial para mi bienestar, ¿no?

—Lo dudo. ¿Puede, por favor, ser razonable?

Él cambió de táctica.

—No sé nada de esas nuevas tecnologías.

Yo miré hacia el milagro tecnológico que era la cámara y le miré a él, que diseccionaba su trozo de carne. Masticó. Yo señalé la cámara.

—¿Por casualidad eso le pertenece?

Él dejó sus herramientas encima de la mesa con un golpe seco. Suspiró, dirigió la mirada hacia mí con alguna intención, como si hubiera llegado a algún tipo de conclusión.

—Eso es cosa del señor Olestru. Él me ha informado de que funciona. Creí que la podría ayudar en su trabajo.

Olestru, el mismo que había desaparecido con algún periodista noruego, el mismo que me había atraído a este lío para empezar y que, probablemente, no existía. Dejé la servilleta encima de la mesa, al lado de mi plato.

—Me gustaría tener una charla con él.

Torgu me miró con una frialdad que iba en aumento.

—No está disponible.

—¡Por supuesto que no está disponible! — estallé-. ¡No es real!

Inmediatamente lamenté ese arrebato de ira, no por él, sino por mí misma. Me daba cuenta que empezaba a caer en la desesperación.

—Por supuesto que es real. Me dio lo que quería en cuanto se lo pedí. — Dio una palmada y yo di un respingo en la silla. Empecé a sentir el pulso latiéndome en las orejas-. Esta cámara.

—Está obsoleta -tartamudeé.

—Las espadas son obsoletas -repuso él-. Y funcionan.

¿Era eso una amenaza? No lo pregunté. Apreté las manos sobre el regazo y le miré directamente a los ojos.

—Creo que debo ser sincera, señor Torgu. Usted no es un personaje adecuado para mi programa.

Él me dirigió una sonrisa horriblemente antipática.

—¿Puedo preguntarle el motivo?

Sentí que las mejillas se me encendían. Se me tensaron los músculos de los brazos y del pecho. Despacio, pero sin tregua, el pelo me había ido cayendo sobre el rostro. Me aparté unos rizos de los ojos. Tomé un sorbo de vino para tapar la creciente agitación que sentía. A partir de ahí había varias opciones, algunas de ellas extremadamente femeninas. Conozco a algunas colegas que hubieran llorado, como último recurso, para conseguir lo que querían. Sé de una mujer, una periodista de prensa escrita, que preparó un plato de galletas para todo un grupo de mujeres, unas profesoras de guardería de la Alemania del Este, y luego se deshizo en lágrimas adrede al darse cuenta de que las galletas no habían funcionado. Consiguió tener acceso a sus archivos. Otras utilizan el escote, o la seducción directa, o el chantaje emocional. Yo tengo tendencia a mostrarme desagradable.

—Nuestro programa ha funcionado durante tres décadas, señor Torgu. Tenemos un sexto sentido para nuestras historias… qué funcionará y qué no funcionará.

Él se burló de mí.

—Tres décadas. Vaya, vaya. Cuánto tiempo.

Volvió a centrarse en su comida. Sus manos enormes agarraban unos cubiertos de plata que debían de haber sido fabricados a medida: un tenedor de tres púas y un gran cuchillo con sierra adaptados a sus necesidades. Cubiertos de plata es una mala definición: el metal tenía un tono oscuro, de alguna forma, oxidado. El cuchillo, en especial, parecía antiguo. Nunca había visto un utensilio de mesa como ése, nunca había visto a ningún ser humano utilizar una cosa así para comer. Incapaz de apartar la mirada, seguí el proceso de ingesta, desde el cuchillo al tenedor y a los dedos, que se enroscaban alrededor de los cubiertos como una vid. Torgu tragó, y yo pensé, mirándole, que parecía ligeramente más joven que antes, la frente se le veía menos arrugada, el pelo plateado tenía unas mechas negras. Pero los dientes, que no me habían parecido tan negros hacia el final de la noche anterior, ahora brillaban como si hubieran sido pintados con una capa nueva de negrura.

Me obligué a acallar mi alarma. Me comportaría como una arpía. Se lo sacaría todo.

—Usted se define como un hombre de negocios. ¿Qué negocios, exactamente, ha emprendido hoy?

Él no respondió.

—¿Dónde nació?

Él continuó en silencio, comiendo y comiendo.

—¿Cuánto tiempo estuvo usted encarcelado por el gobierno?

—Cuarenta años.

Eso me pareció una mentira; en el mejor de los casos, una exageración. Parecía demasiado joven y, además, si había estado tanto tiempo en prisión, ¿cómo había tenido tiempo de convertirse en el jefe de una expansiva empresa criminal? A no ser, por supuesto, que ésa fuera una mentira aún más grande.

—Descríbame su trabajo. ¿Vende usted armamento? ¿Roba petroleros? ¿Blanquea dinero para los terroristas? ¿Trabaja, en realidad, para algún gobierno?

Detrás de él, una luz ocre inundaba el bosque. Me pareció ver el parachoques frontal de su Porsche, un trozo de metal brillante entre las columnas de dos pinos. ¿Cuánto tiempo necesitaría para llegar hasta allí? ¿Estaba cerrado? ¿Y dónde estaban las llaves? Me dirigió una mirada que me hizo comprender el error que había cometido al haber ido allí. Ese hombre nunca me daría una respuesta que yo pudiera utilizar en televisión.

—Antes de que me vaya -dije de repente-, ¿admitirá usted, por lo menos, que lleva a cabo una actividad criminal?

—Si quebranto la ley. ¿Sí? — Yo meneé la cabeza. Quería echar sal sobre mis heridas. Se repitió-: Por favor, señorita Harker. Un criminal es alguien que quebranta la ley. ¿Podemos estar de acuerdo en ese punto?

Yo me negué a seguirle el juego, y su ánimo cambió al extremo opuesto. Sus palabras adoptaron un tono de agravio personal.

—Sí, he quebrantado la ley. Pero ¿cómo llama usted a una persona que rompe una promesa?

Mi bolso estaba en el suelo, al lado de una de las patas de mi silla. Alargué la mano para coger la tira sin bajar el cuerpo, pero no pude tocarlo con los dedos. Le contesté.

—Un mentiroso.

—¿Y a quien rompe un cuello?

—Si es el suyo propio, un imbécil. — Fingí un estornudo, me doblegué hacia delante, agarré el bolso y me lo coloqué en el regazo-. Si es el de otra persona, un asesino.

—Un imbécil. — Le gustó eso. Me dirigió una de sus más desagradables sonrisas de dientes brillantes-. ¿Y cómo llamaría a alguien que falsea el tiempo?

Miré hacia la izquierda, tomando nota del lugar exacto de la entrada del vestíbulo. Coloqué la servilleta encima del cuchillo con la idea de meterlo en el bolso.

—No le sigo.

De su garganta surgió un sonido rasposo que podría haber sido causado por la risa. Dejó caer la mano izquierda encima de su cuchillo.

—¿Un productor de televisión no falsea el tiempo? ¿No lo divide en trocitos muy pequeños? ¿No es usted una criminal también? ¿De una clase distinta?

—No es usted gracioso en absoluto -le dije.

Él persistió en ese tonto intento humorístico.

—Pero ¿no estaría de acuerdo en que falsear el tiempo es un crimen mucho mayor que quebrantar la ley? Después de todo, las leyes cambian de cultura en cultura. Pero el tiempo es el mismo en todas partes.

—Está usted haciéndome perder el mío.

—Gracias, querida mía. Sí, exactamente. Y yo confiaré en una criminal devota como usted para que dirija esta entrevista mucho más de lo que confiaría en un ciudadano honrado. ¿Más vino?

Nuestra conversación había vuelto a adoptar una falsa civilidad. Él se ocupó de descorchar otra botella.

—Me ha convencido usted, señorita Harker. He decidido hacer la entrevista. ¿Qué le parece?

Fue como si la conversación anterior nunca hubiera tenido lugar, como si yo no le hubiera dicho que habíamos terminado.

Volvió a llenar las copas.

—Hablemos primero sobre la localización. ¿Dónde realizaremos la entrevista? Yo propongo la ciudad de Nueva York.
Chez vous.

Yo estaba demasiado sorprendida ante la absurdidad de la idea de seguir el juego.

—Debe de estar bromeando.

No lo estaba. Incluso en circunstancias normales, yo hubiera rechazado la idea pero hubiera sido más diplomática. Hubiera explicado que resultaba casi imposible conseguir el visado estadounidense para alguien como él, un criminal buscado. Hubiera aducido la falta de una seguridad adecuada. Hubiera subrayado la importancia temática que tenía para nuestro programa el mantener al jefe del crimen organizado de Europa del Este en sus propios dominios. Finalmente, hubiera cedido y hubiera dicho que ya hablaríamos de esa posibilidad. Pero no servía de nada.

Él no me dio la oportunidad de enumerar las objeciones. No le importaban.

—Yo me ocuparé de la mayoría de preparativos -continuó-, pero debe usted hacer dos cosas por mí. Deberá firmar con su nombre mi solicitud de visado.

—Ni hablar.

De la silla, a su derecha, sacó un gran sobre cuadrado repleto de papeles. Rebuscó entre ellos, buscando algo en especial. Vi el sello estadounidense en un documento del consulado.

—Debemos acordar las fechas, y estoy impaciente por llegar a América antes de que acabe el año.

Incapaz de hablar, le observé y comprendí. Quería que le ayudara a salir de Rumania y llegar a Estados Unidos. Me había embaucado. Una vez yo hubiera firmado los papeles, él ya no me necesitaría, y entonces, ¿qué? La garganta se me secó. Él depositó los papeles encima de la mesa: billetes de avión, itinerarios, un pasaporte.

—Exijo que se me lleve de vuelta a Brasov inmediatamente -dije.

—Por supuesto, necesito que se quede aquí conmigo hasta que me marche, en calidad de consejera. — Sacó una postal del sobre, una fotografía banal y mala de una montaña verde-. Necesitaré sus direcciones de correo electrónico, contraseña y número de cuenta, naturalmente, para que podamos establecer una correspondencia entre mi lugar de trabajo y su actividad. Y por favor, por fin, mande esta postal a su lugar de trabajo, y ésta… -sacó otra postal del sobre que mostraba unas profundidades interminables- a su amado.

Tenía intención de hacerme daño.

—No haré nada de eso. Bájeme en coche de estas montañas, señor.

—Quizás uno de los hermanos Vourkulaki pueda hacerlo -dijo él. Dirigí la mirada hacia el
paternoster
y él lo vio-. Creo que tienen permiso de conducir.

Todo cambió en ese instante. Una realidad se convirtió en otra. En la vida, así es como sucede. Un cambio terrible y hermoso nos alcanza al final de su largo viaje desde una distancia inimaginable. En un instante nos damos cuenta de que un nuevo estado de la situación se ha ido formando a nuestro alrededor, se ha ido levantando como una casa nueva por encima de nuestra cabeza… y de repente, las paredes contactan con el techo y ahí está: el cielo ha desaparecido. Me incliné hacia delante y coloqué las dos manos encima de la mesa; sentí náuseas.

—Voy a encender los aparatos de grabación ahora -dijo. Vino a mi lado de la mesa y colocó las postales al lado de la cubertería-. Usted me da su información ahora.

Miré mis dedos encima de la mesa. Fijé la vista en el diamante que se encontraba en mi dedo anular izquierdo y una verdadera dureza, de una naturaleza terrible, de diamante, me golpeó en ese momento. Había emergido del fuego desde la blanda tierra; se había congelado formando mi destino. Y mi destino se encontraba allí.

Torgu se cernió por encima de mí. Olía a vino, a cerdo y a cosas más lejanas: un hedor agrio de ropa sucia, del fuego apagado hacía tiempo en los pisos superiores y de algo incluso más lejano, más definitivo, un hedor a podredumbre que me imaginé que procedía de la destrucción de otros seres humanos. No iba a firmar los papeles ni a escribir las postales, pero le di la información del correo electrónico. No sabía de qué forma iba a utilizarla, pero en ese momento me pareció una preocupación secundaria. Con un lápiz y un trozo de papel que se sacó del abrigo, Torgu garabateó los detalles.

Dirigió la atención a la cámara. Se entretuvo con el equipo, sacando el tapón de la lente, volviéndolo a colocar, deslizando las manos arriba y abajo de las patas del trípode, jugando con la máquina, como si sus patas tuvieran alguna clave. Me pareció que no tenía ni la más mínima idea de lo que hacía. Me había atraído hasta Transilvania en parte a causa de este conocimiento y, probablemente, en esos momentos estaba pensando cómo conseguir que le echara una mano. Pero sabía muy poco.

—Déjeme que le ayude -dije.

Él consideró mi oferta, sin dejar de mirarme, y yo noté una mezcla de interés y de preocupación. Los ojos le brillaban con fuerza entre los párpados entrecerrados. Él debía de saber que yo haría cualquier cosa para ganar tiempo además de su favor.

—Si me permite -le dije.

Al igual que la mayoría de productores asociados, yo no tenía ni idea de cámaras. Siempre dejamos eso a los miembros del equipo técnico. Pero sabía más que él.

—¿Por qué no me dice exactamente qué es lo que quiere conseguir?

—Simplemente desearía colocar la cámara -respondió él. Entonces dudó, y en su rostro apareció, visible, el engaño.

—¿Y?

Me explicó que quería mirar directamente a cámara y hablar durante, aproximadamente, una hora. Le gustaría sentarse en una silla que había elegido. La silla se colocaría contra la pared. Una vez yo hubiera instalado el equipo y encendido la cámara, quería que yo me sentara a su lado.

—¿Desea que aparezca en la grabación?

—No.

Asentí a todo. Me miró con expresión calculadora, pero pareció aliviado de aceptar mi juicio profesional.

—Siéntese -le dije- y comprobaré la iluminación y el sonido.

Él volvió a la mesa y cogió el cuchillo. Se me quedó mirando, pero yo me puse a inspeccionar la mirilla de la cámara como si no me hubiera dado cuenta. Puse las manos alrededor de la base del trípode y le di un rápido tirón hacia arriba, moviéndola un poco hacia la izquierda y colocando el encuadre para obtener una mejor imagen. El equipo no era tan pesado. Torgu arrastró la silla hasta la pared y se sentó.

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