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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (9 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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Al entrar por las puertas de cristal hice una prueba basada en mis escasos conocimientos de arcanos idiotas: busqué un espejo y lo encontré inmediatamente, cubriendo una de las paredes del vestíbulo. Me quedé helada de horror. Torgu era claramente visible en él. Por desgracia, yo también. Nada en ese hotel hubiera podido resultar tan impactante como ver mi propio rostro; me entraron ganas de llorar. No me había bañado y no me había cepillado el pelo, que había empezado a rizarse y a ponerse grasiento; mi maquillaje había desaparecido; tenía agujas de pino en la ropa y llevaba mal puesta la blusa. Torgu, por otro lado, mostraba una elegancia excéntrica en ese reflejo. Me puse furiosa conmigo misma por esa negligencia, y con Stim por sugestionarme con esas tonterías. Decidí volver a ser profesional. Saqué el anillo de compromiso del bolsillo y me lo puse en el dedo. Las decisiones brotaron. Torgu me garantizaría esa entrevista y nuestro programa conseguiría un Emmy, de modo que Lockyear se vería forzado a alabarme durante la cena de entrega de los premios.

Nueve

M
e lavé a conciencia y me cambié rápidamente de ropa en el lavabo del vestíbulo, frotándome bien el rostro para poder volver a maquillarme. No se podía hacer nada con el pelo excepto recogerlo detrás. La cena fue sorprendentemente apetitosa: pollo asado con
mamaliga,
una especie de polenta, y ensalada de tomate, pepino y cebolla con queso de cabra. Torgu abrió una botella de vino de su propia bodega, en este caso un caldo francés, muy viejo y sin duda excelente: un Chateau Margaux de 1963. Mi confianza creció. Ese hombre había empezado, por fin, a comportarse como un poderoso y exitoso jefe de un sindicato del crimen organizado. Me di cuenta de la ausencia de servicio, pero me imaginé que la tardanza de nuestra hora de llegada, así como la necesidad de Torgu de disponer de intimidad absoluta para nuestra conversación, habían hecho inútil su aparición. Los miembros del servicio habían cocinado la comida y se habían ido a la cama.

En una muestra de seducción de bienvenida, elogió el crucifijo que me había regalado Clemmie. Era una antigualla, pensé yo, pero él pareció complacido con él, así que le permití que lo mirara de cerca. Se puso un poco emotivo.

—Tamaña historia de sufrimiento humano provocada por este emblema. ¿Se da cuenta?

—¿Como la Inquisición española o las cruzadas, quiere decir?

Él suspiró.

—Quiero decir la suma total de horrible dolor y truculenta atrocidad que azotó a creyentes y a no creyentes por igual a la luz de este simple pictograma.

Yo no sabía en absoluto adónde quería ir a parar.

—Quiere decir que las religiones tienen detrás historias crueles.

Él hizo una breve pausa, al parecer tan perplejo por mis palabras como yo por las suyas.

—¿De verdad no lo ve? Las persecuciones del emperador romano Nerón, solamente, sus agresiones contra los primeros cristianos, podrían haber llenado el estuario del Danubio de sangre. Quince siglos más tarde, la guerra de los Treinta Años podría haber llenado un mar. Es conmovedor más allá de las palabras.

Uno de los típicos comentarios estrambóticos de ese hombre, pensé, pero que valdría la pena recordar para una posible pregunta de la entrevista. ¿Esos pensamientos indicaban un sentimiento de culpa por sus propios asesinatos? ¿O me estaba poniendo demasiado melodramática?

Después del primer plato de ensalada, me preguntó si querría ver su colección de arte y yo aproveché rápidamente la oportunidad. Tanto Trotta como Lockyear habían mencionado expresamente la importancia que tenía para nuestro programa conseguir signos claros de riqueza, y Austen incluso había destacado la posibilidad de que existiera una colección de piezas únicas conseguidas por medios dudosos.

—Coja su degustación -me dijo. Señaló mi copa de vino. No corregí su inglés.

Le seguí fuera del comedor vacío, atravesamos el vestíbulo y bajamos por un pasillo hasta una puerta que quedaba a la izquierda. Él entró primero. Tan pronto como yo atravesé la entrada olí a algo pasado, como el hedor de la basura abandonada demasiado tiempo al sol. Él prendió una serie de velas que había en las paredes. A medida que éstas se encendieron una a una, tuve el inquietante sentimiento de encontrarme en un cementerio que se había convertido en un basurero. El hedor se intensificó y pareció provenir de los objetos. El museo se extendía más allá de lo que yo esperaba. Desde donde nos encontrábamos hasta las paredes, se levantaban un par de tarimas de piedra rectangulares, elevadas unos cuantos metros del suelo por unas columnas de granito, bajas y gruesas. Encima de las tarimas se amontonaba una colección de basura.

—Aquí se encuentra la fuerza de mi vejez -dijo-, los únicos objetos en todo el mundo que de verdad aprecio. No voy a ninguna parte sin llevarme unos cuantos de ellos conmigo.

—Una curiosa colección -repuse yo, sin saber qué más decir.

—Sí. Puede usted quemar el resto de mis posesiones. Puede quemar la tierra y envenenar las aguas, a mí me da igual.

Su referencia a un incendio era, ciertamente, adecuada. Muchos de los objetos, me pareció, habían sido quemados, o habían sobrevivido a un incendio en cualquier caso. Había trozos de losas de cemento negras que podían haber sido pilares de algún edificio; segmentos de cruces y de iconos también quemados; tablas inscritas en diversos alfabetos: árabe, chino, hebreo, latín, cirílico, jeroglíficos egipcios, anglosajón y ugrofinés, fragmentos de alemán y de francés, lo que debió de haber sido romano y húngaro, baratijas procedentes de todas las ruinas y cementerios del mundo, me pareció. Había cascos de objetos de loza, apéndices de estatuas, platos rotos, cuberterías retorcidas, losas de tumbas y lo que debían de ser restos de momias, fardos de andrajos y de palos blancos. No todo era viejo. Vi un motor fundido y un trozo de pared surcado de circuitos eléctricos que tenía inscritas unas palabras en eslavo. Había una colección de muñecas de plástico sin rostro, y también otros objetos más recientes, pero no tuve estómago para investigar. La verdad, sentía repulsión y me sentía decepcionada. Esa no era exactamente la clase de colección de arte que Austen Trotta tenía en mente, y me pregunté si eso podría dar bien a cámara. ¿Vería la gente algo distinto a un montón de basura vieja y horrorosa? Empecé a sentir náuseas a causa del cada vez más intenso hedor, un hedor que recordaba un escape de gas. Tuve que salir.

Él vio mi turbación y empezó a apagar las velas de un soplido. Los ojos le refulgían.

—Lo llamo mi avenida de la paz eterna, los restos de todos los lugares arrasados que he visitado.

Volvimos a la mesa de la cena. Di un trago de vino. Él me observaba con cierta curiosidad.

—Es una… una visión fascinante -dije-. Perturbadora, de hecho.

—¿Ah, sí? — Se pasó una mano por los ojos-. Yo lo encuentro insoportablemente conmovedor. Lo encuentro más devastador que la poesía sublime de los persas, más desgarrador que las palabras de Shakespeare. Ésta es la verdadera sustancia de nuestro mundo, ¿no es verdad? Esta fractura.

—Yo prefiero el tipo de belleza más directa -dije-. Me temo que no soy tan sofisticada como usted. — Entonces hice un comentario desafortunado-: Usted parece ansiar algún tipo de horror en su entorno.

Él parpadeó, sorprendido.

—Lo cierto es que lo desprecio. ¿Dónde ve usted el horror?

La pregunta me dejó sin palabras. A él no se le había ocurrido pensar, quizá, que sus gustos rozaban lo morboso. Pero tampoco esa palabra debía de tener ningún sentido para un hombre cuya vida entera parecía haber estado dedicada a apreciar, a apreciar de una forma casi incomprensible, el lado más espantoso de nuestra especie. Se ablandó rápidamente. Se dio cuenta de mi honrado intento de atrapar el significado de sus amados objetos de arte, y eso le halagó. La verdad es que yo me estaba haciendo un poco la ingenua. Había visto otras muestras de lo grotesco en las galerías de arte del Soho. Lo feo era una de las caras modas estéticas que estaban en boga en el centro, tan aceptadas como los retratos. Pero el zoo de Torgu parecía un poco distinto. No indicaba una preocupación por el arte, para empezar, sino algo mucho más comprometido que eso.

—El horror -dijo él- está en la mirada de quien lo siente, por supuesto. Pero lo comprendo, de verdad. A pesar de todo, estamos en desacuerdo sólo en la superficie. El horror es la verdad, para mí, y la verdad es belleza. Así que tenemos un mismo impulso, que se manifiesta de forma distinta.

Yo no estaba de acuerdo, pero cambié de tema.

—Parece estar usted muy solo con su colección aquí arriba. ¿No se cansa nunca de la soledad?

—Oh, este lugar no siempre ha estado tan apartado como parece estarlo ahora. No me refiero al hotel, que es bastante reciente, sino al lugar en sí. Esta tierra fue una vez un cruce de caminos. Se encontraba a caballo de las grandes líneas de comunicación entre los mundos del este y del oeste. Recuerde, dos guerras mundiales se han luchado aquí. He visto más cuerpos tirados en cuevas de lo que pueda usted imaginar.

¿Era esto ya una confesión? ¿O era él simplemente un tipo viejo y burdo? Yo hubiera podido tirar de ese comentario, pero no quería que sospechara de mis intenciones. Para empezar, podía tratarse de una prueba. Quizá quería calcular mi interés por sus crímenes más sangrientos. Pero por otra parte, pensé, si él estaba dispuesto a ofrecer esos bocados sin que se lo pidiera en un estadio tan temprano, entonces no sería difícil de sacárselos con mayor detalle más tarde.

—Hábleme de su familia -dije.

—No tengo hijos.

—¿Padres?

Él soltó un leve gruñido, como si ese recuerdo fuera una carga.

—Ellos procedían de la estepa. Mi padre era lo que más tarde se llamaría un
kulak,
un granjero adinerado, aunque a pesar de toda su riqueza tuvo un entierro vergonzoso.

—¿Le importa si tomo notas?

El primer brillo de hostilidad volvió a sus ojos.

—¿Sobre mis padres? Es probable que esta entrevista sea mucho más interesante de lo que imagina.

Aplacé las notas. Corté el pollo.

—¿Podría decirme, de todas formas, qué quiere decir con que su padre tuvo un entierro vergonzoso?

Él señaló con la punta de su cuchillo la parte más curvada de la pechuga de pollo que yo tenía en el plato.

—Este es el mejor bocado, para mi gusto. — Cortó un trozo de su propio plato-. No había dinero. Como tantos de los muertos de esta parte del mundo, mi padre fue deshonrado y se vengó. Todavía se está vengando, a decir verdad.

De la misma forma que soy capaz de plantear una pregunta sin pronunciar una palabra, a través de una mirada expresiva o de la más etérea de las exhalaciones, también puedo mostrar la conmoción, la sorpresa o la incredulidad con mi silencio. «Para con la mímica», me dice Robert cuando le dirijo una mirada severa. Ésa es una de sus ocurrencias favoritas. Yo no había tenido intención de resultar desdeñosa, pero Torgu se había ofendido. No había parado la mímica a tiempo.

—Es muy grosero, señorita Harker, despreciar las creencias de los demás.

—Pero… yo no…

—Por no decir peligroso.

Tomó un sorbo de vino. Cortó otra porción de su pechuga de pollo y sus dientes oscuros mordieron la carne.

—Yo mismo realicé los preparativos del funeral, bajo el peso de unas deudas que no habíamos previsto. Mi madre lo había gastado todo, imagínese. Así que enterré a mi padre sin tener los recursos adecuados. Él se había ido, razonaba ella, y querría lo mejor para sus herederos. Lo enterramos sin su caballo, ni siquiera me permitió eso.

La mamá parecía sensata. No podía imaginarme que nadie hubiera enterrado un cuerpo con un caballo desde hacía mil años.

—Pero, para que yo lo comprenda, ¿ha dicho usted que él se vengó? ¿Después de su muerte?

El vino se le derramó por la barbilla. Tembló.

—Sin ninguna duda.

Pensé en Clemmie Spence. Ella no hubiera tenido ningún problema con esa conversación.

—¿Cómo supo usted que su padre deseaba vengarse? Si estaba muerto…

Torgu dejó el tenedor y el cuchillo. Se limpió sus viejas manos con la servilleta.

—Por mí mismo, querida.

—¿Qué quiere decir?

Dejó la servilleta.

—Míreme. Verdaderamente, soy el testamento de la furia interminable de ese hombre.

Noté que su dolor llenaba la habitación, como una ola, palpable como el calor. Había muy pocas probabilidades de que él repitiera lo que acababa de decirme delante de una cámara, pero me preocupaba que pudiera hacerlo. ¿Qué haríamos entonces? ¿No estaríamos obligados a mostrárselo a nuestra audiencia? En teoría, una historia acerca del poco apropiado entierro de su padre convertiría una historia normal sobre un señor del crimen en algo mucho más misterioso. Pero si esto tenía que ser un reportaje sobre el crimen organizado, esos cuentos tan macabros estarían fuera de lugar. La gente perdería el interés a causa de la confusión. No era bueno, en televisión, que ocurrieran demasiadas cosas a la vez. Pero quizá Torgu quería que yo conociera su procedencia por motivos personales.

—Pero ¿eso no fue culpa de su madre?

—Por supuesto. Ella es la fuente de toda infelicidad.

Antes de que yo pudiera seguir con el tema, averiguar más cosas acerca de esa mujer, él cambió de tema.

—¿Cuándo va usted a casarse?

Yo me mostré orgullosa y le enseñé el anillo.

—El próximo verano.

—Felicidades. ¿Ese hombre es de su edad?

—Es un poco mayor.

—¿Es enérgico?

No puede resistir una carcajada.

—Puede decirse así.

Él sonrió de verdad por primera vez.

—¿Rico?

—Recibirá una buena herencia.

Torgu asintió con la cabeza con expresión de aprobación.

—Entonces ha conquistado usted al primer dragón de esta vida.

Me pregunté cuáles serían el segundo y el tercer dragón.

—¿Está usted casado, señor Torgu?

Él negó con la cabeza.

—¿No lo ha estado nunca?

Él volvió a prestar atención a la comida, mascó un rato en silencio, bebió un poco más de vino. Mi pregunta provocó otra respuesta extraña, como la de la familia. Ésta fue peor, de hecho. A medida que pasaban los segundos, pareció que sentía un pánico de vergüenza; es la única manera en que puedo expresarlo. Levantó la vista y me miró con las mejillas sonrosadas. No había nadie del servicio del hotel. Estábamos solos en un comedor que daba a unos árboles iluminados con focos y que se alejaban del pórtico. Nada se movía en el bosque.

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