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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (8 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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—¿De dónde es usted, entonces? ¿Cuál es su nacionalidad?

Volvió a reírse de esa forma que parecía que secaba la tierra.

—Oh, vaya, esa respuesta sería muy larga.

—Algo, por favor. Necesito algo.

Se aclaró la garganta.

—En cuanto a la raza, no soy de ninguna en particular. Si quiere saberlo, llevo la sangre de la gente que emigró de Asia Central a través del Cáucaso hasta Europa. Soy escita y kazaco, oseto y georgiano, moldavo y mongol.

Le confesé que tenía dudas sobre ese pedigrí tan confuso.

—¿Qué puedo hacer? Los doscientos idiomas del Cáucaso resuenan dentro de mí cada noche. Los bizantinos todavía combaten contra los pechenegos. Los búlgaros están en guerra perpetua contra Novgorod. Mi persona es un camino por el cual toda esa gente ha viajado. Esa es la triste realidad. Ojalá pudiera ser un nacionalista rumano, sería muy fácil. Vestir de verde, matar a algunos húngaros, quizás a un judío.

Dio una palmada.

—Esa es mi respuesta.

—Pero su nombre es rumano -insistí.

—¿Mi nombre? — Levantó las manos en un gesto desesperanzado-. Quizá deberíamos abandonar este proyecto, después de todo.

Vi que tenía que creerle. O mejor, que quería hacerlo. Quizás estuviera loco, y desde luego era un hombre difícil, pero también era posible que fuera quien afirmaba ser. En todo caso, yo me enorgullecía de ser tan tenaz como mi padre: si ahí había una historia, sería mía.

Llegamos a un acuerdo. Hacía falta una hora para ir en coche a Poiana Brasov, y Torgu dijo que debíamos partir inmediatamente. Dijo que yo debía llamar a Nueva York y decirle a mi gente que se estaban llevando a cabo las negociaciones. Que no había ninguna promesa, pero sí espacio como para llegar a un acuerdo. Las conversaciones requerirían una cierta cantidad de tiempo y tenían que llevarse a cabo en secreto, en un lugar no revelado de los Alpes transilvanos. No sería posible que se comunicaran conmigo hasta que esas negociaciones hubieran finalizado.

Torgu era el propietario del hotel en Poiana Brasov, y me explicó que me ofrecería una habitación lo bastante lujosa para compensarme por lo avanzado de la hora. También me estaría esperando una deliciosa comida caliente, dijo, la mejor comida que se podía saborear en toda Rumania. Se excusó para ir al lavabo, y yo fui a mi habitación para recoger mis cosas y hacer la llamada. Dejé un mensaje de voz en el contestador de Lockyear y me dispuse a abandonar la habitación. Mientras giraba la llave me di cuenta de que el teléfono estaba sonando; cuando llegué a él, ya habían colgado. Yo había tomado demasiado vino, y tenía una sensación de mareo y de ofuscación a causa del ambiente cargado del lugar. No debería haber aceptado sus condiciones. Pensé en Clemmie y en sus demonios africanos. Di unas vueltas en la oscuridad de la habitación durante unos momentos, porque no podía encontrar el interruptor de la luz. Puse las manos en la fría superficie de un espejo y me sobresalté. El teléfono empezó a sonar otra vez, pero lo ignoré. Llamaría a Lockyear tan pronto tuviera algo que decirle.

Descubrí que mis cosas no estaban en mi habitación. En un momento de pánico, rasgué las sábanas de la cama. Todo había salido mal.

Llamé al recepcionista del vestíbulo y éste me informó de que mis pertenencias ya habían sido trasladadas desde mi habitación hasta el coche que esperaba fuera. Abajo, al pasar por delante de su oficina, el recepcionista me llamó.

—Amigo ha dejado cosa para usted.

—¿El señor Torgu?

—Señora.

Puso un sobre en mi mano. Era de Clemmie. Lo abrí y encontré una diminuta cruz de metal con una cadena. Era su cruz. Tenía valor: había estado intentando captarme todo el tiempo. Era una de esas personas que juzgan, que creen en la pureza del alma. Pero el anillo de diamantes triunfa sobre la cruz, como yo digo. El amor humano vence al amor divino. El amor humano significa piel, y yo soy piel. Yo soy de este mundo, mi reino está aquí. El alcohol me hacía hablar así, me dije, pero qué caramba; ella me sacaba de quicio. El conserje me miraba expectante, con los ojos llenos de preocupación y buscando una propina. Saqué el collar del sobre y me lo colgué del cuello. Dejé cinco dólares americanos para el conserje. Robert me hubiera dicho que eso era de una generosidad excesiva. Pero yo soy una mujer excesivamente generosa, y espero que este hecho sea recordado.

Ocho

L
a carretera serpenteaba a través de un campo oscuro y ondulante. Torgu no habló. Miré su rostro varias veces, iluminado por la luz verde del salpicadero, y me pareció frágil y lastimoso. El coche era un viejo Porsche con el interior de piel, bastante silencioso. No me parecía normal que él condujera por estos caminos tan difíciles y oscuros, debería tener un chófer. ¿Por qué no lo tenía? ¿Sería eso un signo que me advertía de que ese hombre no era un importante criminal? De momento, no tenía nada que perder si le creía, y consideré las opciones.

Sabía que sería un hombre difícil de entrevistar. Tendríamos que regatear con todo, y ese tipo de negociaciones requieren tiempo. Supongamos que aceptara; tendríamos que hablar de su rostro. ¿Podríamos mostrar su cara o insistiría en un retrato robot? ¿Habría que hacer borrosa su imagen hasta que no fuera visible? ¿O se mostraría como una sombra oscura, un perfil negro contra el resplandor de una luz blanca? El anonimato podría ser una razón para romper el acuerdo para Lockyear. ¿Seguiría el público un programa entero acerca de un hombre a quien no podían ver con sus propios ojos? En cambio, si conseguíamos que se sentara y mostrara el rostro durante una larga y comprensible entrevista, podríamos desentrañar toda la historia oculta de esta parte del mundo. Es decir, si hablaba de verdad. Era posible que se cerrara y no dijera nada, o que utilizara la entrevista para negar cualquier relación con el crimen, o intentara dar una imagen de mártir político y nada más. Pero valía la pena jugársela. Esa era mi opinión profesional.

Al final llegamos a un pueblo, una especie de estación de esquí, donde unas luces brillaban en algunos establecimientos. Me pareció ver unas cuantas casas grandes desperdigadas a lo largo de un camino entre unos hoteles de estilo alpino. No era temporada de esquí, y la actividad en esos hoteles no iba más allá de los primeros pisos. Sólo podía haber unos pocos clientes. A pesar de ello, deseé que entráramos en una de las calles.

—Poiana Brasov -murmuró él, percibiendo mi interés-. Ese es el nombre de este lugar.

—Lo recuerdo. Su hotel está aquí.

—Un poco más arriba. Esto era la estación del dictador. Me gusta atravesarla en coche y pensar en la violencia de su derrocamiento.

—Si hay un teléfono -dije-, me gustaría llamar a mi prometido.

—Por supuesto que hay teléfonos -repuso él-, pero vamos con retraso, y nuestra cena ya ha sido preparada.

Mientras nos dirigíamos hacia las afueras del pueblo, no lejos de la entrada del último hotel de la calle principal, aminoró la velocidad y se detuvo. Recuperé mis esperanzas y tomé el bolso. Él sacó la cabeza por la ventanilla y escupió sonoramente a la calle, luego volvió a subirla y arrancó. Yo recordé que el teléfono había estado sonando en la habitación del hotel mientras cerraba la puerta y yo había decidido no contestar. Como diría mi madre, cada uno hace sus elecciones.

—Seguramente se habrá dado cuenta de que no soy un educado y viejo caballero. La culpa la tiene ese monstruo. Convirtió mi vida en un infierno, y yo me tomo mi propia justicia al detenerme siempre en su pueblo.

¿Cómo podía nadie discutir con un superviviente de un campo de concentración? La calle estaba pavimentada sólo hasta la mitad, por lo que llegados a cierto punto nos hundimos en la tierra. Él conducía demasiado deprisa en ese vehículo tan poco apropiado, de modo que piedras y terrones de tierra salían volando a nuestro paso. Bajamos una cuesta y aumentó la velocidad. Los pinos se cernían sobre nosotros. Qué ridículos habían sido mis temores en el coche con Clemmie. Habíamos visto un ataúd, ¿y qué? Eso no era nada.

Al cabo de un rato la carretera mejoró y vimos unos mojones a la luz de la luna. Atravesamos un ondulante prado de hierba, donde vi un pequeño cementerio y un bosquecillo de cruces blancas. Más adelante dejamos atrás una pequeña iglesia de piedra y lo que parecían ser unas cuantas granjas. Pero no había luces. Me pareció ver las siluetas negras de las vacas. Torgu me miró mientras atravesábamos esa isla de civilización.

Finalmente, Torgu empezó a aminorar la velocidad. Se detuvo en un espacio oscuro que debió de haber sido un aparcamiento, aunque no pude ver ningún edificio. Las luces del coche se apagaron antes de que pudiera echar un vistazo a mi alrededor. Él abrió la puerta del coche y salió con una agilidad sorprendente. Yo me quedé sola un instante. La puerta del copiloto se abrió y cogió mi maleta.

—Por favor.

—No me gusta esta situación.

Unos perros u otros animales empezaron a ladrar y a aullar en la distancia.

—Yo me adelantaré y alumbraré el camino -dijo. Sacó la maleta-. Se sentirá más tranquila. En cualquier caso, el hotel le parecerá preferible a los lobos de este bosque.

Salí del coche y, dejando la puerta abierta, caminé enérgicamente detrás de él. La luz del interior del coche proporcionaba una iluminación muy débil. Yo caminaba hacia un agujero en la noche, entre los pinos. Olía los árboles. Los había olido desde que llegamos a Brasov, al pie de la montaña, pero allí se percibía una agradable y distante fragancia, como el aroma de la sal en el aire cuando uno está todavía a kilómetros de la playa. Aquí arriba, abandonados a sí mismos, los árboles eran una masa sofocante. La savia rezumaba de las grietas en la corteza y se deslizaba hasta el suelo. Las agujas habían caído formando grandes montones, y un líquido supurante se esparcía debajo de ellos. Esta cercanía de la vegetación en filas inmóviles, como animales, como si los pinos fueran unos altos y desnudos seres humanos atentos a nosotros, me atacaba los nervios.

Pero había algo más que los árboles, en verdad. Tengo que ser sincera. La gente, cuando está sola en un bosque oscuro, se asusta. Le puede suceder a cualquiera. Había una diferencia en este sitio: justo en medio de los árboles, también invisible al principio, se levantaba un objeto hecho por manos humanas, una gran estructura que emanaba su propio olor, un aroma que otorgaba al olor de los pinos un toque fúnebre. Esa es la única manera en que puedo describirlo. Ese olor provenía de la mezcla del edificio y de los árboles. Eran una misma cosa. Por unos segundos no fui capaz de ver ni mis manos ni mis piernas. Me noté la piel y casi salté del susto, como si hubiera salido de mi propio cuerpo. La rama de un árbol me rasguñó el brazo y experimenté un dolor insoportable que me hizo gritar.

Torgu no iluminó el camino. Se había adelantado deprisa y había desaparecido. «Podrían asesinarme aquí», pensé. Así es como se sienten esas personas a quienes conducen hasta un lugar y esperan llegar a un acuerdo u obtener cierta compasión, y. entonces oyen el crujido de una ramita detrás de ellos, y nosotros vemos la expresión horrorizada de sus ojos antes de que el arma estalle y la pantalla se oscurezca. ¿Es esto a lo que se refiere la gente cuando habla de enfrentarse a la propia mortalidad?

En otras circunstancias, hubiera corrido hasta un árbol y hubiera intentado trepar. Pero no lo hice. No confiaba más en los árboles de lo que confiaba en Torgu. Me detuve, me agaché y me rodeé con los brazos. Uno hace eso cuando no hay otra opción, y las cosas se aclaran. Es una sensación bonita, en cierto sentido. Todas esas decisiones con que se enfrenta uno en otros momentos se disuelven y sólo se hace lo que la existencia le ofrece. Me había sentido de esa manera la noche en que Robert me propuso matrimonio. Ese fue otro instante de absoluta claridad, aunque muy distinto; entonces quise llorar cuando él me dio el anillo, y lo hice. Quería llorar en el bosque también, pero no me lo permití. Si se me caían las lágrimas de los ojos, pensé, entonces nunca abandonaría ese lugar. Esa fue la prueba que me impuse, y la pasé. Conseguí que las lágrimas se me quedaran en los ojos.

Las luces se encendieron. Estallaron en un color amarillo, como si se hubieran encendido unas antorchas, y vi que me encontraba en la linde de un camino cubierto, un pórtico que apestaba a moho, a troncos cortados y a gasolina. Los troncos habían sido amontonados detrás de las columnas, un muro de leña.

El olor a gasolina provenía de lo que parecía ser un generador que se encontraba dentro de una casucha de cemento, justo a mi izquierda. El pórtico se desviaba a la derecha y llegaba hasta una entrada envuelta en las sombras. Unas lámparas colgaban de los aleros del pórtico, justo en el punto donde las columnas llegaban al techo, y continuaban hasta las puertas, que eran de cristal biselado y ofrecían un reflejo borroso. Me volví y miré hacia el bosque y el coche. El Porsche no era visible.

—Uno de los últimos rincones de Urwald, el antiguo bosque europeo. ¿Le gusta? — De alguna forma, Torgu había acabado detrás de mí.

Fui honesta.

—No.

—Estamos de acuerdo, entonces.

—No se parece a ningún otro bosque donde yo haya estado. ¿Vive usted aquí?

Él sonrió.

—Habito aquí.

Parecía haberse vuelto más frágil, incluso menos saludable. Como si hubiera encogido.

—Si hubiera usted visto cómo paso los días, comprendería por qué prefiero la compañía humana a la compañía vegetal. Las personas tienen una existencia sensacional y una vida impresionante después de la muerte. Sus muertes son incluso más interesantes que sus vidas. Pero un árbol… -Hizo una pausa y levantó la mirada con expresión de desdén-. Hace así, así y así hasta que cae y las pequeñas criaturas del bosque se cagan encima de él. ¿Tiene hambre?

Me di cuenta de que estaba hambrienta. De repente me sentí segura y, al mismo tiempo, tonta por haber tenido ese ataque. Así lo denominé, en ese momento. Había tenido un ataque, como una crisis. Haría una llamada al terapeuta tan pronto volviera a Nueva York. Seguiría un nuevo régimen físico: yoga, comida sustanciosa y carreras por el parque.

Ahora, por supuesto, no puedo explicar ni intentar justificar esta ignorancia. Para alguien como Stim, quizá, ya habría habido evidentes signos de advertencia. Él conoce las películas. Ha leído el libro una docena de veces, hasta puede citar algunas frases. Pero yo nunca he sido una fan, nunca he tenido ningún interés en este tipo de cosas y, por supuesto, nunca pensé que me encontraría un argumento similar en mi propia vida. Es más, incluso cuando supe que iba a ir a Transilvania, aun teniendo el conocimiento preciso para pillar la alusión, incluso cuando Stim me dijo que leyera el libro y que viera unas cuantas películas, casi no presté atención. Miré las tapas del libro y lo descarté, por la misma razón que descartaba esos rollos sobre elfos y trasgos. Nunca fui una chica Narnia, ni una muchacha
hobbit.
Soy realista. Creo en las cosas que puedo palpar. Siempre he preferido a los hombres macizos, la ropa diseñada por un genio y la comida elaborada por profesionales; aquellas cosas que el dinero puede comprar. Quizá sea una frívola, pero ésa es la verdad, y nunca he sentido la necesidad de disculparme por ello. Creo que la mayoría de las personas son como yo. La mayoría de nosotros, aunque seamos pobres, o religiosos, o suscribamos los más extraños credos, queremos lo mejor de la vida. Queremos sentir la suavidad de la cama, no el filo de la cuchilla. Y cuando tenemos hijos, como espero tener muy pronto, queremos que descansen rodeados del confort que nosotros mismos hemos disfrutado. No importaba lo extraño, lo criminal que fuera: Torgu debía de sentir lo mismo.

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