Tirano II. Tormenta de flechas (19 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Desde detrás de Diodoro, Safo sonrió. Iba montada en un caballo de combate, un animal que pocas mujeres serían capaces de manejar. Lo hacía bien.

—Eres un cabrón con suerte —observó Diodoro. Tras una pausa, agregó—: Deja que vaya contigo.

Kineas lo pensó un momento. Pocas cosas le gustarían más que cabalgar en compañía de sus dos últimos atenienses, dos de los tres hombres que más amaba en el mundo; pero negó con la cabeza, mirando hacia la columna.

—Te necesitan —repuso.

Diodoro hizo una mueca.

—Palabras más ciertas nunca fueron pronunciadas —soltó a regañadientes, y se encogió de hombros—. También te necesitan a ti —añadió.

Safo acercó a ellos su caballo.

—La razón, mi señor, puede morar dentro de un hombre —dijo, citando a Sófocles.

—Y, sin embargo, abandonarlo cuando surgen problemas —apostilló Diodoro, rematando la cita con delectación. Se miraron de hito en hito, y compartieron una sonrisa que asomó en las finas arrugas de los ojos de Safo.

Kineas los miró.

—¿Debo deducir que tengo vuestro permiso para irme? —preguntó.

Diodoro asintió, riendo.

Cabalgaron siguiendo el curso del río durante media jornada y Kineas no dijo nada aparte de algún comentario sobre los campos y el tiempo. Finalmente, al coronar una larga sierra para ver otra a lo lejos y tierras altas en todas direcciones, Kineas se volvió hacia Niceas.

—¿Alguna vez piensas en las malas acciones que has cometido? —preguntó.

Niceas miró hacia el río.

—Constantemente —respondió.

—¿Y? —preguntó Kineas.

Niceas lo miró y frunció el ceño.

—¿Y qué? Lo hecho, hecho está. No puedo deshacerlo. Sólo procurar no volver a caer en el mismo error.

Kineas se rascó la barba.

—Si alguna vez regresamos a Atenas, te voy a erigir en filósofo.

Niceas enarcó una ceja.

—Si alguna vez regresamos a Atenas —dijo—, vas a montarme un burdel. Quizás enseñe un poco de filosofía a los chicos y las chicas.

Kineas sonrió ante la idea y siguió cabalgando, guardándose sus pensamientos para sí. Después de cenar, se acurrucaron en sus mantos junto al fuego crepitante y, por primera vez en semanas, el sueño eludió a Kineas.

—Echaba de menos esto —dijo.

Niceas dio un resoplido.

—¿Cómo? ¿Cuatro semanas en Olbia y ya echabas de menos acostarte en el suelo?

Kineas se puso boca arriba y contempló la bóveda celeste.

—Desde hace más tiempo. ¿Recuerdas al barquero con el que cruzamos el Danubio?

—¿El que creía que todos moriríamos cuando aparecieran los getas? Jamás olvidaré aquella noche. ¿Por qué?

Kineas dijo:

—Esa noche pensé que una docena de hombres y un par de esclavos eran una responsabilidad que pesaba mucho sobre mis hombros. Me parecía curioso poder olvidar la carga que supone estar al mando.

Niceas gruñó.

—¿Y tú? —preguntó Kineas—. ¿Por qué la recuerdas?

Niceas se removió; intentaba cambiar de postura sin que se le escapara el calor atrapado bajo su manto.

—Fue la última noche que dormí con Graco —dijo. Niceas y Graco habían sido amigos y amantes durante años, y Graco, por supuesto, había muerto al día siguiente.

—Soy un idiota —dijo Kineas.

Niceas se acurrucó junto a su espalda.

—Sí —afirmó—. Y ahora, a dormir.

Cuando a la mañana siguiente montaron a lomos de sus caballos, vieron que el terreno se elevaba a ambos lados y que el río discurría deprisa por un estrecho cañón, de modo que ya no sería posible vadearlo ni cruzarlo. Kineas mató otro venado a caballo, un lanzamiento montado que le valió la sonrisa de Niceas.

—¡Fanfarrón! —Niceas meneó la cabeza—. ¡Podrías haber perdido tu mejor lanza!

Kineas correspondió a la sonrisa, descuartizaron la res y luego se bañaron en las gélidas aguas para lavarse la sangre.

Aquella noche fue la más fría hasta entonces. Kineas volvía a sentir el peso de sus responsabilidades y se preguntaba si podría largarse y olvidarlas sin más. De nuevo yació insomne; aún temía a sus sueños, con la complicación añadida de que estaba ahíto de dormir. Niceas ya roncaba a su lado, y hacía demasiado frío para salir del manto y de la pesada manta de lana que los cubría a los dos. Como el frío arreciaba, se arrimó más a Niceas y luego se preocupó por su ejército. La mayoría de los hoplitas que iban en la vanguardia no tendrían ni una manta de sobra. Pensó en los soldados de Jenofonte en la Anábasis y se preocupó; y, preocupado, se durmió.

Ajax lo empujó deprisa al árbol, y sus amigos muertos ya eran menos. Kleistenes había desaparecido. Kineas se sentía como un cobarde mientras se encaramaba al árbol y comenzaba a trepar. Le resultó fácil alcanzar la altura de antes, y entonces…

Corría por los campos situados al norte de la granja de su padre, a toda velocidad. Cazando conejos.

Se encontraba entre los últimos hombres del campo, pues todos los adultos y los entusiastas de la caza estaban desplegados delante formando un amplio círculo detrás de los perros. Podía oír a los perros, sus burdos aullidos, sus ansias animales de matar, y le daban asco, y las piernas se le ralentizaban, las pocas ganas de ver el resultado coincidían con su propia fatiga. Un poco más adelante se cayó, de modo que hasta los chicos más lentos lo adelantaron.

Los aullidos de los perros dieron paso a un coro de gruñidos y luego a feroces rugidos que le aterraron. Siempre le aterraban. Aflojó más el paso, esperando eludir el final, pero aun así lo percibía: el intenso olor a tierra y cobre de un animal desgarrado por una docena de mandíbulas.

—¡Eres una vergüenza! —lo regañó su padre—. ¿Qué te he dicho?

Kineas se encogió.

—Me has dicho que no debía llegar el último —contestó Kineas—. ¡Lo he intentado! —gimoteó.

El puño de su padre le alcanzó en la sien y lo derribó. Podía oler el conejo muerto y el sudor de su padre y de los demás hombres.

—¡Esfuérzate más! —dijo su padre.

Se despertó exhausto, con la vejiga a punto de reventar. Era demasiado temprano para la nueva luz del día, y el frío calaba tan hondo que tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para separarse del calor que le daba Niceas. De la fogata no quedaba más que el rescoldo, que apenas irradiaba calor, y ninguna luz; y a oscuras tropezó con las jabalinas antes de encontrar un sitio donde aliviarse. Toda una vida de disciplina de campaña lo obligó a echar lo que quedaba de leña al fuego, pero no encontró la leña y fue dando traspiés, maldiciendo el frío.

—Mea por mí, ya que estás de pie —murmuró Niceas.

Kineas encontró la leña cuando tropezó con ella. La recogió a ciegas y, mientras buscaba el último tronco decente, oyó un caballo. Dejó la leña junto al rescoldo y buscó una jabalina a tientas. Apenas podía sostenerse de pie con la fatiga del sueño.

—¿Has oído eso? —preguntó.

—Un caballo —respondió Niceas.

Oyó que Niceas apartaba las mantas y se levantaba. Reinaba un silencio sepulcral. Kineas alcanzó las mantas aún calientes y sacó su espada. Se echó el tahalí al hombro y buscó las sandalias a tientas. No estaba seguro de estar despierto; a duras penas podía centrar la atención.

Niceas chocó con él.

—Dos caballos —le susurró al oído.

Atentos y en guardia, los dos hombres se agacharon espalda contra espalda. Al cabo de unos minutos habían recobrado los mantos para envolverse con ellos.

El día comenzó a despuntar en el cielo; el primer atisbo de la cola del lobo.

—Si van a venir, lo harán ahora —dijo Kineas.

No lo hicieron.

Cuando hubo salido el sol, encontraron huellas en el lecho del torrente que corría a los pies del campamento. Un poco más al oeste, Niceas encontró la huella de un caballo herrado con una pesada herradura como las macedonias. Meneó la cabeza.

—Podría ser cualquier cosa —repuso—. Quizás uno de los nuestros que pasó ayer por aquí. Ataelo, tal vez.

Kineas no podía apartar de su mente la idea de que los estaban vigilando. Los montes se alzaban a ambos lados del río y cualquiera podía moverse en los bosques de allí arriba sin ser visto.

—En cuanto salimos del lecho del torrente, quedamos a la vista —señaló.

—¿Y qué? —preguntó Niceas.

—Está bien. Larguémonos de aquí.

Kineas regresó al campamento, se terminó la infusión y luego se ató la clámide.

Cabalgaron por el lecho del torrente hasta llegar al camino un par de estadios río abajo, y entonces cabalgaron deprisa siguiéndolo, alternando el trote con breves trechos a medio galope.

El Tanais iniciaba allí un gran meandro, y el valle se hizo más amplio y profundo. El río fluía casi hacia el norte. Cuando el terreno se elevó, Kineas buscó el sendero para desviarse hacia el este.

—Buena vista para descansar los ojos —dijo Niceas.

Kineas, atento al camino, levantó la mirada y vio a una chica sármata con el torso desnudo sentada en un poni a medio estadio de allí.

Ataelo los recibió en lo alto del desfiladero por donde el camino al este atravesaba la sierra para luego seguir hacia el Rha y el mar Caspio. Le acompañaban una docena de jinetes, dos de ellos heridos.

—¡Por hacer feliz! —proclamó Ataelo, y le agarró el brazo. Kineas abrazó al sakje. Luego señaló a una de las chicas sármatas, que hervía un cráneo humano en una olla.

—¿Qué demonios es eso?

—¡Regalo de boda! —exclamó Ataelo, y se rió, golpeándose la rodilla con la mano encallecida. Estaba tan contento con su réplica que la tradujo al sakje y la repitió. Todos sus prodromoi se pusieron a dar alaridos.

Kineas meneó la cabeza.

—¿Regalo de boda? —repitió con asombro.

—Chica sármata necesita matar hombre antes de boda —explicó Ataelo—. Limpia cráneo para menos peste, ¿sí? —Sonrió.

—¿A quién ha matado? —preguntó Kineas.

—Bandidos —dijo Ataelo—. Por encontrar bandidos en monte. Granjeros dicen «bandidos nos matan para robar nuestro grano».

Niceas torció el gesto y gruñó.

—¿Con herraduras macedonias? —inquirió el hipereta.

Ataelo lo miró sin comprender. El griego de Ataelo era bastante bueno, pero nada indicaba que alguna vez fuese a ser mejor que «bastante bueno» por más tiempo que pasara con ellos.

Niceas desmontó y levantó la pezuña de su caballo de combate macedonio.

Ataelo asintió con entusiasmo.

—Y persa. Y sakje.

Señaló hacia dos ponis de pelo gris plomizo manchados de sangre.

—¿Qué sabes de Filocles? —preguntó Kineas.

Ataelo se encogió de hombros.

—Ocho días por delante. ¿Más? Por montar duro —dijo Ataelo, señalando hacia el este. Kineas asintió.

—¿Y de Nihmu? —preguntó.

—¿Por niña? —preguntó Ataelo—. ¿Niña yátavu Nihmu? ¡En alguna parte! Por estar bajo pies de mi poni cuando lucho o por tirar piedras a los bandidos. ¿Quién sabe dónde está la niña por ir? —Sonrió—. Yo por tener sus caballos.

Saltaba a la vista: la docena de corceles reales descollaba entre las monturas de los escoltas como si los animales fueran de otro género.

Niceas explicó a Ataelo que Diodoro se encontraba uno o dos días por detrás, y Lot una semana detrás de él.

Ataelo vigilaba los montes que se alzaban a sus espaldas mientras Niceas hablaba. Cuando éste hubo terminado, Ataelo le tiró de la nariz y le guiñó un ojo.

—Hora de buscar bandidos —dijo—. Por tomar sus caballos, morder polvo. Cuando Diodoro por venir, bandidos dispersados. —Señaló al otro lado de la sierra, hacia el Caspio y la Hircania—. Bandidos como lluvia, por luchar. En las llanuras altas. Todo el camino hasta el Rha. Perdí dos hombres llevando espartano a la costa.

Kineas se rascó la barba.

—¿Cuántos bandidos, Ataelo?

—Muchos y muchos —contestó Ataelo—. Matar bandidos aquí, por hacer tener miedo a los otros. ¿Sí?

Kineas comprendió que Ataelo ya había trazado un plan, de modo que asintió.

Ataelo sonrió. Hizo señas a una de las chicas sármatas, que desmontó de su yegua, quitó la manta de la silla de lomos de su caballo y arrojó al fuego dos brazadas de helechos húmedos de rocío. Un humo gris azulado se elevó hacia el cielo. La chica sármata puso la manta encima del fuego con un grácil movimiento, cortando así la humareda. Acto seguido, la apartó y se elevó otra nube de humo. Repitió tres veces la operación.

Ataelo gruñó con satisfacción.

—¡Qué ingenioso! —exclamó Kineas.

—¿Hemos visto hacerlo alguna vez? —preguntó Niceas.

—No —contestó Kineas.

Ya había un oteador galopando cuesta arriba procedente del camino del este. Tiró de las riendas al llegar al campamento y Samahe de los Manos Crueles, la esposa de Ataelo, le dio una orden a gritos. El muchacho sonrió, desmontó, cogió otro poni de la manada, volvió a montar y se fue al galope.

Un par de chicas sármatas llegaron galopando desde otra dirección. Antes de que el sol hubiera ascendido tres dedos más, había doce jinetes reunidos que cabalgaban raudos por el lecho de un arroyo de los muchos que zigzagueaban entre los bosques de la sierra. Un hilo de agua corría sobre las rocas bajo los cascos de sus caballos, pero las riberas estaban despejadas de hojas y maleza a ambos lados del cauce hasta la altura de la cruz de sus monturas, cosa que indicaba lo crecidos que bajaban aquellos angostos valles cuando llovía.

Ataelo parecía saber hacia dónde cabalgaba. Kineas se alegraba de montar a su lado.

Las sombras se habían alargado cuando se detuvieron. Todos los sakje y los sármatas desmontaron y se aliviaron sin soltar las riendas. Kineas y Niceas los imitaron.

Un ligero olor a humo flotaba en el viento frío y se superponía al fuerte olor a orina. Una muchacha rubia de ojos claros le dio agua en una calabaza que Kineas levantó en señal de agradecimiento antes de beber. Aparentaba unos catorce o quince años. Llevaba dos calaveras en la ornamentada silla de su caballo.

Kineas le sonrió y fue correspondido.

—Nosotros por golpear a ellos de noche —dijo Ataelo—. ¿Entiendes por golpear? —preguntó, golpeándose la palma izquierda con el puño derecho.

—Lo entiendo —dijo Kineas.

—Por vigilar dos días, desde que las chicas pelean y Samahe por encontrar campamento. —Ataelo se encogió de hombros. Algo quedaba sin desvelar, una historia que hizo que Samahe arrugara la nariz y que una de las chicas se ruborizara y frunciera el ceño en su silla. Una historia que nunca llegaría a conocer, pensó Kineas.

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