Tirano II. Tormenta de flechas (22 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—Doscientos caballos cada vez —dijo—. Es lo mejor que he podido conseguir.

Kineas asintió disculpándose.

—No quería decir que no te hubieses esforzado —aclaró—. Bastante has hecho con esperarnos aquí, y además con comida y un buen transporte. ¿Cuántos días?

—Dos días en cada dirección, con suerte y viento favorable. Es un mar muy pequeño.

Kineas se protegió los ojos del sol con la mano, echándose el sombrero de paja hacia atrás para apartar el ala de su campo visual.

—Hemos capturado unos cuantos caballos de camino hacia aquí —informó—. Organicemos sacrificios a Poseidón y unos juegos; las carreras de caballos son lo que más valora el Portador del Tridente. Celebremos su poder esta noche. Y luego empecemos a cargar. El otoño toca a su fin y el invierno se nos echa encima.

Kineas se contó entre los últimos hombres que zarparon rumbo al campamento de invierno en Hircania. Se quedó en la playa de Errymi para organizar el traslado por mar de la tropa, mantener alta la moral en la playa, prevenir incidentes con los lugareños… y aguardar a Niceas.

Con el transcurso de las semanas, mientras las tormentas retrasaban a los transbordadores, las reservas de alimentos menguaban y las condiciones de vida en el campamento costero empeoraban, se encontró con que su presencia daba ánimos a sus hombres y con que tenía que echar mano de todas sus dotes de mando para impedir malas artes e incluso homicidios. Puso a la caballería a cavar terraplenes, insólita exigencia que sirvió para levantar una barrera contra el viento constante y, más importante si cabe, contra el aburrimiento, al menos hasta que las murallas estuvieran terminadas.

Los caballeros del príncipe Lot fueron más reacios a cavar que los aristócratas griegos, pero el tiempo y el ejemplo del propio príncipe Lot puso manos a la obra a la mayoría de ellos, y Kineas era demasiado ducho en liderazgo militar como para pensar que todos los sármatas tuvieran que ponerse a cavar. Algunos salían de caza, en busca de comida y de bandidos. La muerte de la hija mayor de Lot fue un error por el que los forajidos de los altiplanos pagaron durante tres meses, y el agresivo luto de los sármatas sólo cesaría cuando las últimas naves metieran los remos en el agua para dejar el campamento vacío. No obstante, Kineas no tenía intención de quemar las chozas que habían construido. En lugar de eso, entregó la obra terminada a un grupo de granjeros meotes, hombres desposeídos que habían huido al pantanal para buscarse la vida después de que sus familias hubieran sido quemadas por los bandidos. Con el campamento convertido en un asentamiento fortificado, sería mucho más probable que salieran adelante. Una docena de celtas, demasiado malheridos en las refriegas del otoño para emprender la travesía, se quedarían como milicia de la colonia.

Kineas descubrió que era a Niceas a quien esperaba cuando vio la inconfundible silueta de anchas espaldas de Coeno descender de los montes del oeste. Más de cerca, saltaba a la vista que aquella docena de soldados no era una patrulla de regreso, y más cerca aún, Kineas llegó a ver a Niceas, envuelto en vestiduras de pieles a lomos de un gran poni.

Kineas envió a un chico a por su caballo de montar y salió a su encuentro con un nudo en la garganta. El nudo todavía le apretaba cuando abrazó a Niceas, que hizo una mueca y soltó una maldición, y a Coeno, y a Crax y Sitalkes y Antígono. Niceas parecía veinte años más viejo, y a Coeno se le veía considerablemente más flaco, pero los demás sonreían mucho y se atribularon cuando Kineas los ensalzó.

En privado, Coeno fue menos optimista.

—No es el mismo —dijo. Niceas estaba sentado, arrimado a la lumbre, absorbiendo visiblemente el calor—. No tengo claro que vuelva a combatir. Pero está vivo, y es duro como la sandalia de un esclavo.

Coeno apuró su vino, su tercera copa, y engulló un puñado de aceitunas.

—¿Habéis tenido un viaje difícil? —preguntó Kineas.

—En absoluto —contestó Coeno—. La mejor cacería de mi vida. Como la idea que tenía Jenofonte del Elíseo. Cuando llegó Lot, montamos una expedición para recolectar grano, y luego los granjeros venían a nosotros. No ha sido nada aburrido, y esos hombres que me diste son muy buenos. —Sonrió con cierta timidez—. Me lo he pasado en grande. —Y entornó los ojos—. Niceas dice que deberíamos establecer un reino en estas tierras.

Coeno, por lo general tan meticuloso, lucía una barba espesa y se la mesaba sin cesar como si se avergonzara.

—Yo me apunto —agregó—. Levantaré un santuario a Artemisa en ese valle; sé el lugar exacto. Cazaré hasta que sea demasiado viejo para montar y entonces me pasaré el día sentado perdiendo los dientes y contando mentiras. —De pronto, dejó de sonreír y señaló a Niceas con el mentón—. Lo único difícil ha sido verlo —concluyó.

Niceas tenía la piel cenicienta por el cansancio y se acostó pronto.

Kineas se tumbó al lado de Niceas en la tienda. Este dormía más profundamente que antes de sufrir la herida y permanecía muy quieto, como si estuviera muerto, de modo que Kineas a menudo lo escuchaba como haría un padre con un niño enfermo, inclinándose sobre el cuerpo del hombre mayor para oír su queda respiración. Aquella noche, Kineas tenía a Filocles al otro lado; la noche era fría y húmeda, en el aire flotaba la amenaza de una gélida lluvia, y todos los hombres del ejército se arrimaban a sus compañeros de tienda.

Kineas estaba agotado por la preocupación y el alivio, pero no lograba conciliar el sueño y se quedó tendido escuchando los ruidos que hacía la guardia nocturna: los doscientos caballos que dormían al raso, los pocos soldados que se demoraban hasta tarde en torno a sus fogatas. Ellos también se sentían aliviados sabiendo que les aguardaban las naves.

Y entonces, tan sutilmente como los primeros copos de nieve, se encontró… de pie en medio de los huesos a los pies del árbol, rodeado por el silencioso combate de amigos muertos contra enemigos muertos. Alcanzó una rama y se encaramó hasta que el combate que se libraba debajo de él hubo cesado, y miró hacia arriba. El árbol se encumbraba hasta tocar el cielo. Reparó en que no presentaba el aspecto neblinoso de sus primeros sueños; ahora era tan palpable y sólido como cualquier árbol de fuera del mundo de los sueños.

El búho bajó en picado, se posó con aparatosa fanfarronería en una rama más alta que la suya y ululó. Kineas le sonrió.

—Sé por qué estoy aquí —le dijo al búho. En lugar de trepar lentamente, alcanzó una rama más alta, plantó los pies en ella y saltó para agarrar la siguiente.

Quedó colgado de ella un momento, la tensión en los brazos era tan real como cualquier cosa en el mundo exterior, y fijó la concentración de todos los años pasados en la pista de diversos gimnasios para subirse a la rama, donde se tendió, jadeando durante un minuto entero antes de incorporarse y ponerse en pie…

En el ágora de su juventud con una saca de pergaminos colgada del brazo, con catorce años, demasiado joven para ser un hombre y lo bastante mayor para desear serlo. Diodoro y Graco caminaban a su lado, atentos a posibles problemas. Demóstenes se había pronunciado en la asamblea contra Filipo de Macedonia, y toda el ágora lo comentaba. Kineas y sus dos mejores amigos deambulaban de un corrillo a otro, abandonando la seguridad de su propio grupo de niños ricos para escuchar las conversaciones de los mayores.

Había un nutrido círculo de hombres reunidos en torno a Apolión, y Kineas lo rodeó. Apolión, el alto, guapo y rubio Apolión, a quien la asamblea amaba y que luchaba en la primera fila de la falange, había hecho insinuaciones, justo el día anterior, dejando claro que podía impulsar la carrera de Kineas como orador si Kineas le chupaba la polla durante unos cuantos años. Lo había expresado de manera menos grosera, pero la ira de Kineas, y su miedo, pues Apolión era un hombre grande, peligroso en combate y en la asamblea, le impidieron comportarse racionalmente. Había pegado a Apolión delante de todos los presentes en el gimnasio, y huido después.

El susodicho levantó la vista de la multitud a la que arengaba y dedicó a Kineas una sonrisa rapaz.

Kineas se quedó paralizado, atrapado entre las ganas de desafiarlo y el impulso de huir.

Diodoro no titubeó.

—Es como encontrar a Sócrates hablando en el ágora —dijo, levantando la voz.

Muchos de los hombres de más edad rieron con ganas. Apolión gustaba de citar a Sócrates con bastante frecuencia, sólo que Sócrates tenía fama de haber sido muy feo. Era una espada de doble filo.

Sonriendo como el astuto zorro que era, Diodoro dio un empujón a Kineas para que siguiera caminando.

—Pareces un venado deslumbrado por las antorchas —murmuró Diodoro entre dientes—. Pensará que estás prendado de él.

Graco, que admiraba a Apolión, meneó la cabeza.

—Yo me lo haría con él ahora mismo. —Sonrió; era dado a sonreír—. ¡No entiendo que ve en ti!

Le pegó un manotazo en la pierna a Kineas.

—Se reserva para Focionte —repuso Diodoro, y Kineas, que finalmente se dio por aludido, le dio una bofetada en la oreja. Focionte, el mejor soldado de Atenas, los entrenaba en el manejo de la espada y en el uso de la lanza. Eso los distanciaba de los demás niños ricos, muchos de los cuales desdeñaban el servicio militar por considerar que era para los necios que no sabían ganar dinero.

Kineas los llamaba idiotai, siguiendo el ejemplo de Tucídides.

En el mundo de los sueños, Kineas sabía lo que se avecinaba, y una parte de su mente se resistía a ello, incluso mientras lo revivía…

Habían cruzado el ágora y bajado un buen trecho de la avenida que conducía a las puertas, lejos de los lugares que frecuentaban, y seguían escuchando a los hombres contar chismes y disertar. Se encontraban en una zona mala de Atenas, adonde los hombres iban en busca de vino malo y sexo barato.

—Deberíamos irnos de aquí —dijo Graco en voz baja.

Diodoro miró alrededor.

—¡Esos de ahí son burdeles! —exclamó. Parecía interesado—. Algún día me compraré una hetaira y me la follaré cada minuto del día.

—¿Eso viene antes o después de que hayas navegado más allá de las Columnas de Hércules? —bromeó Kineas. Pero entonces un alboroto en el umbral del lupanar más cercano atrajo su atención.

—He pagado por una jodida hora, y quiero hasta el último jodido grano de arena del reloj —gritó un hombre. Parecía extranjero, corintio o tebano. Tenía a un chico agarrado del cuello.

El chico era bajo, fuerte, con profundas ojeras. Estaba desnudo y le corría sangre por las piernas.

No lloraba. Tenía los hombros en tensión. De repente reaccionó, zafándose del extranjero. Pero el hombre fue demasiado rápido: hizo una zancadilla al chico y acto seguido, mientras éste se caía, le propinó una patada brutal en el estómago, de modo que el chico tuvo una arcada y vomitó. El extranjero se apartó. Luego se volvió hacia el encargado del burdel.

—¡Me lo follaré en la calle si me da la gana! —protestó, su voz estaba tan desprovista de tono o inflexión que a Kineas se le erizó el pelo del cogote.

—Tenemos que largarnos de aquí —dijo Graco.

Kineas sintió algo en su fuero interno, una extraña mezcla de sus propias ideas sobre lo que era correcto, del deseo de Apolión de obligarlo a mantener relaciones sexuales con él y de su enojo por no haberle plantado cara.

El encargado del burdel negó con la cabeza.

—Respetado señor, no debes abusar de él; y si te rechaza, tienes que marcharte. —El encargado del burdel no era un hombre menudo y no se dejó acobardar. No habría mantenido su posición si la violencia lo intimidara—. El chico no es un esclavo. Tú eres extranjero. Si armas un escándalo, haré que te arresten.

De pronto el extranjero se movió, agarrando al encargado del burdel por las orejas y estampándole la cabeza contra la jamba de la puerta. Acto seguido, le dio un rodillazo en el mentón.

—¿Alguien más quiere recibir? —preguntó a la calle. Se agachó y recogió al chico. Más de cerca, Kineas vio que el chico no era tan joven como había creído; de hecho, sería unos cuantos años mayor que Kineas, sólo que estaba escuálido y desnutrido.

Diodoro alargó el brazo, pero llegó tarde. Kineas se escabulló y se plantó ante el extranjero, cuyos ojos destellaban con algo que Kineas no había visto nunca hasta entonces.

—¡Suéltalo! —gritó Kineas.

El extranjero era soldado; su cuerpo presentaba las marcas de quien viste armadura, y en el cinturón llevaba un puñal de los que usaban los soldados cuando no tenían espada.

—¿Y si no, qué? —repuso el hombre. No sonrió ni frunció el ceño. Era como si su rostro estuviera muerto. La voz de Kineas se quebró a causa del miedo, pero se mantuvo firme.

—¡Suéltalo! —insistió Kineas—. Y ni se te ocurra hacerme daño a mí… —El «mí» le salió como una nota chillona, y el hombre dejó caer al chico en la inmundicia de la calle—. Mi padre es…

—¡Tu padre me importa un carajo, culo-coño! —interrumpió el hombre. Era rápido, y asestó un puñetazo a Kineas en la sien que lo pilló desprevenido. La cabeza le estalló de dolor y, al dar un traspié, chocó contra la pared del burdel y rebotó, cayendo casi en brazos del extranjero.

Guiado por los dioses.

El movimiento pilló desprevenido al extranjero, y Kineas le dio un empujón al tiempo que su mano derecha, de motu propio, agarraba su puñal. El hombre lo apartó, enojado, y Kineas trastabilló hacia atrás con el puñal en la mano.

—Suelta eso si no quieres que te arranque la carne de la cara —advirtió el hombre.

Graco no tenía un pelo de tonto, llamó a la guardia a voz en cuello, y corrió de regreso al ágora porque la guardia no solía rondar aquel vecindario.

Una piedra golpeó la cabeza del hombre. Fue un buen lanzamiento, un irregular trozo de argamasa desprendido de los sórdidos edificios, que cuando dio en el blanco hizo un ruido como el de un melón al caer. El hombre se volvió hacia Diodoro.

—Date por muerto —dijo, sin cambiar la expresión de su rostro. Avanzó un paso en pos de Kineas.

El chico, que no era tan chico, le agarró una pierna. El hombre tropezó, dio un traspié y Kineas paró parte del golpe con el brazo izquierdo y clavó con fuerza el puñal, empujando con todo el peso de su fornido cuerpo. Pero apuntó demasiado alto y el puñal alcanzó el esternón del hombre y resbaló hacia arriba, cortándole el tendón, abriéndole un tajo hasta el hombro.

El extranjero gritaba y pegaba puñetazos, izquierda-derecha-izquierda, y uno alcanzó a Kineas, desplazándolo hacia atrás con la mandíbula rota y la nariz ensangrentada. Se le saltaron las lágrimas.

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