Tirano II. Tormenta de flechas (47 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—¿Nombres griegos o sakje? —preguntó Kineas, procurando que pareciera no dar importancia al detalle.

—Ambos, me parece —contestó Srayanka—. Sátiro, Satrax, para nuestro hijo. Y Melisa, Melita para ti, para nuestra hija.

Kineas hizo una reverencia.

—¡Buena elección! —exclamó—. Mejor para mí no haber intervenido. —Sonrió a su hija y le acarició la mejilla—. ¡Hola, abejita! —la saludó.

El bebé abrió los ojos de golpe y su diminuta mano le agarró el dedo.

—Ya te ha conquistado —rio Srayanka—. ¿Y qué ibas a saber tú de elegir nombres sakje? —le preguntó. Pero los ojos le brillaban. Se besaron.

—Tu vestido ya está casi terminado —comentó Samahe.

Srayanka se rió. Le encantaba vestir bien, y estaba contentísima con la idea de ponerse un vestido de seda.

—Me muero de ganas de verlo —confesó—. Tendré que vendarme los senos para no gotear leche.

Kineas entregó su hija a Samahe.

—Hay cosas que más vale que un hombre no oiga —dijo.

Al parecer, todo el mundo asistió a su banquete. Los sármatas, los sakje y los olbianos, y mercaderes persas e incluso uno del remoto reino de Kwin, que fue quien suministró la seda para confeccionar el vestido persa color crema de Srayanka, bordado en el dobladillo y todas las costuras con animales y otros motivos griegos y persas según la mujer que en cada momento había estado disponible para echar una mano en la labor. Srayanka lucía el pesado gorjal de oro propio de su rango y un peinado alto como el de una sacerdotisa, y a un costado llevaba la espada de Ciro con empuñadura verde en una vaina de oro. A Kineas le parecía una de las diosas antiguas que había visto en Ecbatana.

Kineas se despertó el día de su banquete para descubrir que él también tenía un magnífico regalo: en primer lugar, una túnica de lana del mejor paño sogdiano, hecha uniendo dos chales y decorada con tal derroche de imaginación que ningún caballero ateniense la habría juzgado apropiada como prenda de uso cotidiano. Sus amigos griegos le habían restaurado las sandalias y también le entregaron una corona de laurel de oro para que se la pusiera en la cabeza.

Pero el regalo más espléndido aguardaba delante del carromato, colgado en una percha de armadura para que todos lo admiraran: una loriga de estilo sármata con hileras alternas de escamas de bronce plateado y de esmalte dorado y azul, cuidadosamente dispuestas en docenas de tamaños distintos para cubrirle el torso y los hombros a la perfección, estando las escamas cosidas a un nuevo thorax de cuero. La coraza resultante era pesada, aunque no más que sus deteriorados peto y espaldarón atenienses, y resplandecía bajo el sol veraniego junto a las espinilleras griegas doradas y un guantelete a juego que Temerix había hecho en secreto. Su yelmo, recompuesto, tenía un nuevo penacho azul.

Diodoro acarició el guantelete como si fuera el brazo de una mujer.

—En Italia los usan —comentó.

—Cratero llevaba uno en Arbela —comentó Kineas—. Todos lo admiramos. —Se rió—. Me figuro que no quedaría bien que llevara armadura para casarme.

—Demasiado pronto —repuso Nihmu, haciendo la vertical.

Hubo juegos, juegos sakje y juegos griegos, con carreras de caballos y combates de lucha y torneos de tiro al arco, de distancia y puntería, y en cuanto el vino y la leche de yegua fermentada comenzaron a correr, las competiciones siguieron su curso y los contendientes se apresuraron en busca de sus raciones de bebida. Kineas y Srayanka entregaron premios a los vencedores, sentados juntos de la mano en un montón de pieles bajo el rojo atardecer, con sus hijos en canastas a sus pies.

—¿Te acuerdas? —preguntó Kineas—. ¿En el mar de hierba, cabalgando para ir a ver a Satrax?

Srayanka se rió con él.

—Yo no sabía ni diez palabras de griego —confesó—. Pero ¡ay, cuánto te deseaba! —Lo miró a través de las pestañas, una mirada tanto más bella por lo poco que la prodigaba, siendo más a menudo generala de caballería que amante—. Nos dimos las manos, me parece.

Bailaron y comieron y bebieron vino hasta la puesta de sol, y entonces bailaron y cantaron y bebieron más vino tinto de Quíos que sabía a frambuesas, y comieron carne de venado sazonada con pimienta, que era muy fuerte para algunos de los griegos pero que hizo las delicias de otros. Tenían pan, sabroso y recio pan griego, porque Coeno había traído harina de Olbia a través de todo el mar de hierba. Y los olbianos tuvieron la salsa de pescado de los meotes, que tanto les gustaba, para sazonar su pan, y aceite de oliva por primera vez en tres meses, mientras que los sármatas y los sakje probaron la comida griega y ofrecieron su plato de cordero y potro especiado con tortas y miel.

—Yo compré sidra —recordó Coeno—, pero ya se empezaba a picar cuando alcancé a Crax en el viaje de regreso, y nos la bebimos para que no se echara a perder. —Sonreía y hablaba despacio, el perfecto aristócrata aún borracho como una cuba—. Brindamos a vuestra salud, por supuesto.

Habían preparado una hoguera del tamaño de tres hombres de buena estatura, con tamarisco y sauce en lo alto, y el fuego prendió en un periquete tras la bendición de un sacerdote persa que había acudido con los mercaderes, y cobró vida rugiendo de tal modo que notabas el calor en la espalda incluso a una distancia de tres largos de caballo. El olor a cedro quemado del tamarisco se mezclaba con la madreselva tardía y el rosal silvestre que crecían en cada matorral del valle del río.

Les ofrecieron brindis y obsequios, y bautizaron a sus hijos bajo los últimos rayos de sol en la cima del kurgán de Irene y Bain, de modo que las espadas de los dos héroes caídos captaron la luz y parecieron ungir las cabezas de los dos infantes.

Ajenos a toda aquella gloria espiritual, los bebés rugieron contra el duro destino que les aguardaba y recibieron el aplauso de la multitud pese a sus malos modales. Al fin y al cabo, sólo contaban un mes.

Y luego muchos de los hombres griegos aparecieron, borrachos, cantando canciones obscenas cuyo significado Srayanka sólo podía adivinar; tampoco es que fuese una adivinanza complicada, dado que la mayoría de ellos llevaba gigantescos falos erectos sujetos a la entrepierna, y habían convencido a unas cuantas chicas sakje para que se mostraran lascivas. Aporreando sartenes y ollas, besuqueándose con buenas intenciones, esta escandalosa escolta los acompañó a su carromato. La serenata se prolongó hasta que Srayanka dijo que iban a despertar a los niños.

—¡Esto no se oye cada día en una boda ateniense! —gritó Diodoro, y enseguida se marcharon.

—Habrá más vino que leche en estos pechos —comentó Srayanka cuando por fin se quedaron a solas.

—No hay motivo para que los niños no compartan el banquete con nosotros —repuso Kineas—. En casa, habrías tenido un ama de cría.

—¿En Grecia, te refieres? Un ama de cría, y esclavos, y una vida en unas cuantas habitaciones. —Frunció el ceño—. Me temo que te has casado con una bárbara.

—Y bien, reina bárbara, ¿qué vas a querer como regalo de boda? —preguntó Kineas, besándole el cuello debajo de la oreja.

—¡Hum! —exclamó Srayanka—. ¿Mmmm? —murmuró. Se rió de él y lo apartó—. ¿Recuerdas lo que ocurrió la última vez?

—¿Los asesinos que atacaron el carromato? Por Zeus, eso parece de otra época.

Se rió y se acurrucó a su lado.

—Incluso entonces, lo que quería era llevar a mi pueblo a la guerra contra Alejandro —confesó Srayanka—. Y lo sigo queriendo. Cuando hayamos combatido con él, ganemos o perdamos, podremos regresar a las tierras altas del Tanais. Seremos el rey y la reina de un pueblo unido. Nuestros hijos gobernarán después de nosotros. —Le besó la mano—. Quiero que lleves a tu pueblo a la asamblea de tropas, rey Kineas. Eso es lo que quiero.

Kineas sabía cuánto le iba a costar cumplir aquella promesa. Soñaba con el árbol y el río casi cada noche. Pero la miró a los ojos y pensó que algunos destinos no eran tan funestos como parecían.

—¡Pues a por Alejandro! —dijo.

Parte V
La elección de Aquiles
23

—¿Acaso estoy rodeado de idiotas? —preguntó Alejandro a los oficiales reunidos. Silencio.

—Este país no está sometido —respondió Alejandro con detenimiento—. Estamos en guerra con cada roca y cada árbol. No hay lugar para la vacilación ni la duda, ni para descuidos militares.

Los oficiales macedonios estaban rojos de ira y vergüenza. El cuadro de oficiales persas y sogdianos allí presentes agravaba su humillación.

Alejandro no era muy dado al panhelenismo, pero éste tenía sus usos.

—Dos mil helenos han muerto a manos de bárbaros. Ni siquiera los superaban en número. Simplemente fueron poco cuidadosos.

Cratero, un oficial de los Compañeros, y Tolomeo, el jefe más joven de las falanges, intercambiaron una mirada. Alejandro los vio. Parecía que fueran a manifestar alguna discrepancia. Él estaba dispuesto a aplastarlos. Sin embargo, tras intercambiar la mirada, se calmaron.

Alejandro levantó un brazo.

—Caballeros, si tenéis la bondad de dirigir la atención al lecho del río…

Justo al norte, un afluente bajaba de los montes sogdianos hacia el Jaxartes. El lecho del río estaba prácticamente seco en pleno verano, y sucesivas incursiones habían arrasado con todas las ramas de maleza aptas para quemar y con todas las hojas verdes utilizables como forraje, de modo que el cauce parecía una mina a cielo abierto. En ese barranco se hacinaban seis mil prisioneros con la expresión perdida, atados con cuerdas cortas a estacas clavadas en el suelo arenoso. Alineados en ambos lados del cauce había soldados, veteranos macedonios y algunos de los reclutas sogdianos más recientes. Los sogdianos, en su mayoría, tenían vínculos familiares con los presos.

Alejandro dio la señal convenida y todos los hombres, macedonios y bactrianos, iniciaron la masacre de los seis mil prisioneros. Por lo general, las víctimas sucumbían a la fatalidad, aunque de vez en cuando algún hombre oponía resistencia, forcejeando inducido por el pánico o por ser demasiado testarudo para caer sin haber luchado. Los verdugos se acercaban a ellos con las espadas chorreantes de sangre y los liquidaban. Quienes plantaban cara tardaban más en morir y quienes agachaban la cabeza ante el filo acortaban su sufrimiento.

Alejandro asistió al macabro espectáculo el tiempo que tardaron en morir mil hombres.

—No quiero ni una equivocación más —declaró—. Y tampoco deseo ver ninguna muestra de indulgencia. —El aire del atardecer apestaba a sangre, como si el ejército estuviera descuartizando bueyes para proveerse de carne—. Os quedaréis todos vigilando hasta que estos rebeldes hayan muerto. Luego podéis retiraros.

Dio media vuelta y se marchó, seguido por Hefestión y Crátera. Ninguno de ellos caminaba con su acostumbrado aire arrogante.

Alejandro se volvió antes de haber dado diez pasos.

—¡Eumenes! —llamó, y el único griego de su Estado Mayor acudió de inmediato.

Una vez en su tienda, chasqueó los dedos para que le sirvieran vino.

—Me preocupa que estemos enseñando a los rebeldes a no rendirse —dijo Eumenes.

Alejandro se sentó pesadamente en su diván e hizo girar el vino en la copa.

—A mí me preocupa lo mismo, pero había que dar un castigo ejemplar.

—¿Por Espitamenes? —preguntó Hefestión, y Alejandro negó con la cabeza al tiempo que entrecerraba los ojos.

—No —contestó—. Por esa reina escita, Zarina. Y por mis propios macedonios. —Se volvió hacia Eumenes—. ¿Tienes aislados a todos los supervivientes de la columna de Farnuques?

—¡Sí, majestad!

Eumenes percibía la furia del león desde la otra punta de la estancia como el calor de una hoguera.

—Había pensado ejecutarlos junto con los rebeldes —comentó Alejandro—. Pero me pareció que eso daría un mensaje erróneo. Aún le estoy dando vueltas. Diles de mi parte que, si llega a mis oídos un solo comentario del ejército sobre este desastre, haré matar a un hombre de cada fila. Y, si oigo más, los mataré a todos. —Inspiró profundamente—. ¿Queda claro? —preguntó al cabo de un momento—. Es una orden. —Miró a Eumenes—. También hemos perdido a nuestras amazonas. Espitamenes se estará riendo con ganas a nuestra costa.

Eumenes eludió sus ojos.

—No creo que Espitamenes tendiera la emboscada a Farnuques.

Hefestión resopló sobre su copa de vino.

—¿Qué? —le espetó—. No seas idiota. Yo mismo interrogué a unos cuantos supervivientes.

Eumenes estaba hasta la coronilla de Hefestión, por eso no fue tan cauto como debía.

—¿En serio? ¿Y ninguno de ellos mencionó que el enemigo tenía caballería griega?

—¿Qué significa esto? —preguntó Alejandro, tajante como la espada de un verdugo.

Hefestión se encogió de hombros.

—Diomedes, el Compañero superviviente, dijo que había luchado contra un griego. Me parece que ha perdido el juicio.

Eumenes negó con la cabeza. Hefestión lo fulminó con la mirada, y el otro hizo caso omiso del favorito y miró al rey.

—Diomedes sostiene que toda la operación se montó para rescatar a las amazonas y que la llevaron a cabo dahae y griegos. —Envalentonado, agregó—: Pedí a Kleistenes que me asistiera en los interrogatorios. En su opinión, los soldados de la caballería enemiga que mejores corazas llevaban eran sármatas, con quienes no nos habíamos topado hasta el momento.

—¡Por el trueno de mi padre! —maldijo Alejandro—. ¡El rey de los sármatas duerme en mi campamento y come de mi comida, y sus guerreros sirven a Espitamenes! ¡Haced venir a Farasmenes! —A Eumenes, le dijo—: Maldigo la pérdida de las amazonas. Eran algo tangible. Una prueba visible de nuestras conquistas, como los elefantes. Algo para mostrar.

Hefestión se sonrojó.

Alejandro esbozó una sonrisa.

—Quiero recuperarlas. O reemplazarlas con otras igual de hermosas. Si tengo que cruzar el Jaxartes con el ejército, lo haré.

—Creo que no es el mejor uso que quepa dar a nuestro activo —murmuró Eumenes.

—Tú no eres indispensable, griego. ¡Aquí mando yo! He aplastado a los rebeldes y recuperado todos nuestros fuertes —dijo Alejandro con la mirada perdida en la distancia—. Cuando derrote a esa reina Zarina, habrá amazonas para cada hombre del ejército.

Eumenes sabía que se avecinaba la tormenta. Levantó la cabeza y miró a Alejandro directamente a los ojos.

—Te resultará casi imposible reclutar a más mercenarios —advirtió.

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