Tirano II. Tormenta de flechas (35 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—Pues claro —asintió Filocles con amargura—. Maté a unos cuantos. Seis o siete en combate; quizás al doble de hombres acobardados, indefensos. Al menos a una mujer. Y estoy muy orgulloso —agregó con sarcasmo.

Ataelo, inmune a su tono, lo aprobó.

—Bien. Veinte hombres; bien. ¿Y tú, Kineas?

Kineas se encogió de hombros.

—Lo mismo.

Ataelo meneó la cabeza.

—¡Por pensar mi amigo va al infierno solo! ¡Caras largas y lágrimas! ¡Muere como airyanám! ¡Mata dos, incluso por estar herido! ¿Y amigos que lo aman matan cuarenta hombres para que le sirvan en la muerte? ¿Por qué llorar?

Kineas lo agarró del brazo.

—Nos portamos como bestias —admitió. No sabía cómo explicarlo en sakje.

Pero Ataelo se zafó. Contempló las caras rubicundas iluminadas por la pira.

—La guerra para hacer todos los hombres bestias —dijo. Se encogió de hombros—. Cazar hombres, matar hombres, ser como bestia, matar como bestia. ¿Sí? —Meneó la cabeza—. Toda la guerra mala. Todo lo no guerra bueno. Pero cuando para hacer guerra, entonces para luchar como bestia. ¿Sí? —Se encogió de hombros—. Por amar a Niceas —dijo, y se golpeó el pecho. Luego abrazó a Filocles, que intentó eludir el abrazo pero se vio atrapado por el hombrecillo sakje.

Y uno tras otro, todos los viejos camaradas, los hombres que habían cabalgado hacia el norte desde Tomis casi dos años antes y los hombres que habían seguido a Alejandro desde Gránico hasta Ecbatana, y los hombres recién incorporados que habían detenido a Zoprionte en la estepa, se abrazaron como hermanos, y luego todos abrazaron a Filocles.

Aquella noche, por primera vez en meses, Kineas soñó con el árbol. Niceas aparecía entre la maraña de raíces con Ajax, y ambos le ofrecieron manos llenas de arena. Despertó llorando, pero empezó a entenderlo todo. Tuvo miedo.

Cario sobrevivió, al igual que Darío. Ambos tardaron casi todo el mes siguiente en recuperarse, y Kineas tenía tantas bajas del asalto a la ciudadela que no pudo poner en marcha a su pequeño ejército. Además resultó que el tiempo, tras haber prometido una primavera temprana, había empeorado, y no volvieron a ver el sol hasta una semana después del funeral de Niceas. El suelo comenzó a secarse.

Kineas dejó a Herón y Licurgo al mando, según el plan inicial de Diodoro, con órdenes de hacerles llegar parte del oro y usar el resto para pagar a la guarnición y cubrir las inversiones de León. La toma de la ciudadela les había reportado todo el tesoro de la reina, que no era el más rico del este, pero sí suficiente para satisfacer a un ejército de mil hombres durante unos meses y comprarles tantos caballos de refresco como pudieron encontrar.

—¿Estamos fundando un imperio? —preguntó Diodoro—. Primero el asentamiento en el Rha y ahora una ciudad en el mar Caspio.

Kineas lo observó.

—No exactamente —replicó—. El fuerte del Rha está en territorio sakje, y esto en la satrapía de Hircania. No los conservaremos mucho tiempo. Sólo el suficiente para asegurarnos la retirada.

Diodoro se rascó la barba. Ahora todos la llevaban: el invierno había eliminado al último hombre afeitado.

—Hoy han llegado otros cien mercenarios —informó Diodoro—. En su mayoría, griegos.

Kineas gruñó.

—Herón está intentando contratar a tu Leóstenes para ponerlo al mando de mil hoplitas —prosiguió Diodoro—. Y Leóstenes está dispuesto a abandonar la satrapía, el muy condenado.

—Siempre y cuando pagara con su propio dinero, le dije que no tenía inconveniente en que intentara hacerse con Pantecapaeum —dijo Kineas—. No tenemos amigos allí. También han exiliado a Demóstrates.

Diodoro silbó.

—Herón será un tirano peligroso —vaticinó.

Nicanor entró en el megaron.

—El príncipe Lot está listo para partir —anunció.

Kineas ya llevaba puesta la armadura. Salió al pálido sol de primavera, montó a lomos de Talasa y cabalgó hasta el frente de la formación, donde aguardaban todos los sármatas con sus dioses cargados en mulas y seis carros fuertes. Lady Bahareh le dedicó una inclinación de cabeza a su paso, y Gwair Caballo Negro alzó su lanza y profirió un grito exultante.

Lot cabalgó hasta el frente de su columna.

—Me alegra verme libre de este lugar —confesó en sakje.

Kineas lo rodeó con sus brazos y ambos se dieron un fuerte apretón, peto contra cota de escamas.

—Mantente a salvo. Y elígenos un buen campamento —le recordó.

—Date prisa, Kineas. ¡No te entretengas! —El príncipe sármata encabritó a su caballo por puro alardeo y acto seguido emprendieron la marcha, saliendo por la puerta del campamento.

—Ojalá cabalgáramos con ellos —susurró Diodoro junto a Kineas.

Kineas se encogió de hombros.

—Sí, a mí también me gustaría —admitió—. Ahora me toca hacer de malo.

Diodoro dio la vuelta a su caballo y alcanzó a Kineas.

—¿León? —inquirió.

Kineas asintió.

—Ve a buscarle, ¿quieres?

Cuando el joven nubio llegó, Kineas lo hizo aguardar en el porche del megaron mientras terminaba los informes de la jornada y una carta dirigida a Likeles, que se encontraba en Olbia. Luego pidió a Nicanor que hiciera pasar al muchacho.

—Te has convertido en un oficial muy importante —observó con frialdad—. Pero tu conducta en el funeral de Niceas fue propia de un esclavo. Permíteme hablar claro: cuando un caballero compite en unos juegos funerarios, lo hace en memoria del fallecido y no por un provecho personal o por la gloria. Deshonraste a Niceas con tu comportamiento.

A León le temblaban las rodillas, pero mantuvo el semblante inexpresivo. No lloró. Aguantó la reprimenda como lo hacían los esclavos, mostrando la menor emoción posible.

La ausencia de reacción enfureció a Kineas.

—¿Te da igual? Niceas siempre fue amable contigo. Niceas, que se prostituía incluso antes de ser un hombre… ¿Quién podía entenderte a ti y entender tu vida mejor que Niceas? ¿Y lo deshonras en sus juegos?

Nada. Aunque el cuerpo de León revelaba sus sentimientos, su rostro no transmitía nada en absoluto.

—Estoy tentado de mandarte a donde sea o abandonarte aquí. Habla. Dame un motivo para no tener que hacerlo.

León levantó los ojos.

—No lo hay —repuso con un tono desprovisto de esperanza.

—¿Aceptarás cualquier castigo que te imponga sin quejarte? —preguntó Kineas.

—¡Sí! —respondió León, con más emoción de la que había manifestado hasta entonces.

Kineas asintió.

—Espalarás nieve con los soldados rasos hasta que nos marchemos. Mañana por la mañana te disculparás en público ante Eumenes al frente de la formación y os daréis la mano. Ambos subiréis juntos al santuario de Apolo que hay en el monte y pasaréis la noche en observancia, ofreciendo un sacrificio por el bien de toda la expedición. Velaréis. Os disculparéis ante el fantasma de Niceas. No dormiréis. No llevaréis manto ni gorro. ¿Entendido?

León apartó la mirada.

—Sí —contestó con firmeza.

Los dos jóvenes subieron juntos al monte el día siguiente.

—¿Y si sólo regresa uno de los dos? —preguntó Safo. Estaba cogida del brazo de Diodoro, y su rostro se veía joven y lozano bajo los últimos rayos de sol, las mejillas coloradas por el frío, abrigada con un grueso manto de lana. Sus ojos iban sin cesar de un oficial a otro. Desde el incidente con Filocles, los vigilaba a todos atentamente.

Filocles cogió unas copas de vino a Nicanor y las repartió. Era agradable estar en el porche al calor de la tarde; un calor relativo. En cuestión de minutos, haría demasiado frío para estar fuera, y Kineas compadecía en secreto a los muchachos que trepaban al santuario.

—Regresarán los dos —afirmó.

—Kineas lleva razón —dijo Safo, levantando la mano para protegerse los ojos de los últimos rayos de sol—. Mi corazón acompaña a León.

Diodoro enarcó una ceja.

—¿León? Lo que hizo fue vergonzoso. Como hacer trampas en una competición funeraria.

Safo asintió.

—Cuando hayas sido esclavo, ya me dirás lo que piensas.

Filocles se volvió y sonrió a Safo.

—¡Bien dicho! —exclamó.

Safo se ruborizó y bajó la mirada.

—¿Elogios de un espartano? —se sorprendió—. Los elogios de tan gran soldado podrían subírseme a la cabeza.

Filocles inspiró bruscamente.

—¡Sí, claro! —replicó, mirando los posos de su copa de vino—. Soy un gran soldado. —Volviéndose hacia Kineas, le dijo—: Hablando de los grandes soldados, hoy tu persa me ha pedido que le enseñe las artes del gimnasio.

Kineas frunció el ceño.

—¿Por qué? —preguntó.

Filocles vació una copa de vino de un solo trago. Luego se limpió la boca con la mano.

—Está impresionado por cómo mataste a todos aquellos hombres —dijo. Señaló a Safo con el mentón—: Pero no acude a Kineas, no, acude a mí. —Se sirvió más vino de la jarra de Nicanor, derramando un poco en el suelo—. ¡Por todos los dioses! —exclamó arrastrando las palabras.

—No quería decir eso, Filocles —aclaró Safo, tocándole el brazo con suavidad—. En Tebas, ningún soldado se ofendió jamás…

Filocles dio un paso atrás como si su contacto le doliera.

—Tampoco en Esparta. No, allí los elogios de una mujer por la capacidad que uno tiene de matar siempre vienen antes de una propuesta de matrimonio.

Safo se soltó del brazo de Diodoro e hizo una seña a Temerix, el herrero. Se aproximaron a Filocles por ambos lados.

—¿Por qué no me cuentas cómo viven las espartanas, Filocles? —propuso Safo.

Filocles echó una mirada a los hombres que lo rodeaban.

—Todavía no estoy borracho —advirtió, vigilándolos como a contrincantes en la arena del gimnasio.

Temerix sonrió mirando al suelo, avergonzado.

—¡Sí, señor! —dijo, abriendo los brazos.

—No me llames señor —le espetó Filocles. Temerix retrocedió.

—¡Sí, señor! —repitió. Safo lo agarró del brazo.

—Las espartanas —insistió.

—Demasiado valientes para mí —abrevió Filocles—. Igual que tú. —Alargó su copa a Nicanor que, tras lanzar una mirada suplicante a Kineas, se la volvió a llenar. Filocles, sonriendo, echó un vistazo a Kineas. Apuró de nuevo la copa—. Quiere aprender a matar mejor. Y a quién si no a mí sería mejor preguntar, ¿eh? Y cuanto más al este vayamos, mejor lo haremos, hasta que seamos capaces de matar a quien nos dé la gana. ¿Quizás unos a otros al final?

Dio un traspié y recobró el equilibrio, tendiendo la copa otra vez. Safo le tiró del brazo.

—Estás siendo grosero, espartano. Háblame sobre las mujeres de Esparta.

Filocles se irguió.

—Tú no eres espartana —protestó—. Tú eres de Tebas, de ahí que sea indecoroso que estés en público, disertando con los hombres; por eso yo no tengo que disertar contigo y tú no tendrías que estar aquí.

Kineas intentó que se le ocurriera algo que decir.

—Ya no soy una mujer de Tebas, como tampoco tú no eres un hombre de Esparta —repuso Safo—. Somos olbianos, ¿no es así? O tal vez seamos el pueblo de Kineas.

Filocles se rió.

—¡Los kineanos! ¡Y entre los kineanos era costumbre que las mujeres debatieran con los hombres en el ágora!

Diodoro se plantó al lado del espartano.

—Y enseguida fue costumbre que las mujeres sobrias debatieran con hombres ebrios. ¡Vete a la cama, Filocles! ¡Estás dejando en mal lugar a los hombres!

En torno a ellos, la gente se rió; ante una situación difusa, una risa amistosa. Y, cuando Filocles volvió a tropezar, Temerix estaba a su lado para sujetarlo. El herrero no tuvo inconveniente en echarse al espartano al hombro, y tampoco rechistó cuando el hombretón vomitó vino y bilis en su espalda.

Más tarde, Kineas oyó a Filocles hablar sobre el papel de las mujeres en una polis bien ordenada, y Temerix, cuyo griego apenas era apto para dirigir a una cuadrilla de leñadores, gruñía en tono de asentimiento mientras lavaba al espartano. Sus voces parecían no tener fin y Kineas se durmió sin darse ni cuenta.

Los dos jóvenes regresaron del santuario a la mañana siguiente, y Kineas, que no había dormido bien, bebió vino con ellos y juntos rezaron a los dioses. Luego se volvió a acostar.

Cuando por fin se levantó, ya estaban concluyendo los preparativos del viaje. Con León y Eumenes a su lado, escogió a los mejores jinetes que había entre los hoplitas y los puso en la caballería. El resto se quedó como el núcleo de olbianos que, junto con los mercenarios, defenderían la ciudad. Dos docenas de hombres, demasiado malheridos para marchar pero que aún tenían esperanzas de recobrarse, se quedaron como colonos militares.

La columna tenía alimento y agua para diez días, y mejores carros y carromatos que cuando habían emprendido la expedición, que ya había superado la etapa de los montes hircanos y aguardaba en un campamento al borde de las estepas. Más carros y todos los sármatas ya habían cruzado el desierto. Estaban tan bien preparados como León había podido disponer.

El mismo tiempo que fue testigo de los preparativos de la columna de Kineas para marchar contra Alejandro trajo de Licia a los primeros comerciantes de la primavera. Así como las lluvias primaverales limpiaban los lechos de los torrentes y traían árboles viejos desde las laderas, lo mismo ocurría con hombres maltrechos que bajaban de los montes, y mercenarios en busca de empleo, y desdichados que huían de catástrofes remotas. Antes de que la columna arrancara, Kineas oyó rumores sobre una docena de naciones en tres idiomas. Un desertor macedonio de regreso a casa dijo que el viejo Antípatro estaba paralizado por la noticia del asesinato de Parmenio. Se decía que había reunido una escolta tracia y que tenía miedo de que Alejandro también ordenara su muerte.

Un judío sirio del Líbano dijo a Kineas que todos los sátrapas al oeste de Media estaban formando un ejército.

Un cretense que, casi con toda certeza, había pasado el invierno viviendo como un forajido dijo que Alejandro había marchado al norte de Kandahar antes del deshielo. Corrían rumores de que Besos estaba muerto y Espitamenes negociaba una satrapía. Se decía que había enviado a Alejandro una docena de amazonas como obsequio.

Y la mañana final, cuando la columna principal estaba ya montada y los últimos hombres besaban a sus esposas hircanas por última vez, un tratante de caballos comunicó a Kineas que la reina de los masagetas estaba aliando a los clanes al este de Samarcanda para combatir contra Alejandro. Kineas le compró toda la reata de caballos.

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