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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (68 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Resulta difícil no ser susceptible cuando eres mestizo —adujo el sacerdote—. Escucha, también les ha dicho que Filocles es el avatar del dios de la guerra, al menos por ahora.

—¿Mi preceptor? —Sátiro se rio, pero enseguida se puso serio. En un momento pasaron muchas escenas ante sus ojos—. Es bastante acertado —concedió.

Namastis miró por encima del hombro de Sátiro hacia donde un grupo de muchachos elegantes aguardaba a su amigo, siendo demasiado educados para interrumpir su conversación, o demasiado desdeñosos de los egipcios.

—Vosotros, los helenos, no entendéis nada —dijo Namastis—. No lo ha dicho a modo de alegoría, Sátiro. Les ha dado a entender que Filocles es el auténtico avatar del dios de la guerra. Aquí y ahora.

El sacerdote empuñó su pica y la puso vertical con cuidado. La longitud del arma volvía peligroso cualquier movimiento.

Sátiro notó un cosquilleo en la espalda y acto seguido el olor a piel de león mojada, y luego nada; una especie de ausencia de percepción.

—Eres un elegido de los dioses —dijo Namastis con reverencia—. He olvidado que no todos los helenos son tontos. Mis disculpas, señor.

—Sátiro, nada de señor —replicó el joven, ofreciéndole la mano.

Namastis se la estrechó con demasiada fuerza, pero fue un buen intento.

—Unos hombres te están dando caza —dijo inopinadamente.

—Ya lo sé —respondió Sátiro, que sonrió como el héroe de un poema épico, aunque lo hizo más por burlarse de sí mismo que por desdeñar el peligro.

—Ningún egipcio los ayudará —dijo Namastis—. Eso te lo garantizo. Pero la facción macedonia quiere verte muerto. Han contratado a unos hombres. Es cuanto sabemos.

Sátiro se estuvo frotando la mano durante todo el regreso a la villa de León por la orilla del mar.

No recibió más conchas de ostra ni discutió con su hermana, que había ido a ver a Amastris, o al menos eso sostenía Dorcus. Sátiro fue a acostarse pensando en la sesión de instrucción.

Y por la mañana, apareció la formación en pleno. Dos mil egipcios, mestizos y helenos formaron juntos. Su armamento era todo un mosaico de lanzas y sarisas de cuatro longitudes distintas, y casi ningún hombre llevaba armadura ni clámide, pero las filas estaban al completo.

Filocles pidió al sacerdote de Osiris y al sacerdote de Zeus que arengaran a los hombres. Cada uno ofreció una plegaria. Y luego, cuando el sacerdote de Zeus había entonado el himno del saludo al sol, Filocles hizo una seña a Abraham.

—No tenemos sacerdote de tu dios, hijo de Ben Zion —dijo Filocles—. ¿Eres capaz de cantar un himno o algo parecido? Este
taxeis
agradecerá cualquier pizca de divinidad que se le ofrezca.

Abraham asintió. Estaba en la primera fila detrás de Dionisio, cuya belleza incluía una forma física que incitó a Filocles a ponerlo en el frente. Se abrió paso apartando a Dionisio, tarea nada fácil con un
aspis
, y se situó al frente de la formación. Con voz grave comenzó a cantar un himno; hebreo, por supuesto. Cincuenta voces se le sumaron. Algunos cantaban a media voz, como avergonzados, y otros con cautela, como buscando la letra en su memoria. Pero sonaban bastante bien, y al acabar sonrieron con timidez, tal como lo habían hecho los egipcios y los helenos.

—¡Si todos los dioses están satisfechos, tenemos mucho trabajo por hacer! —gritó Filocles.

Por primera vez, sus palabras fueron recibidas con la clase de ovación espontánea que cabía esperar de unos buenos soldados.

—Estábamos hundidos —dijo Filocles durante la cena en casa de León—. ¿Y ahora? Ahora veo un atisbo de esa voluble criatura, la esperanza.

—¿Cuándo partimos? —preguntó Terón, sirviéndose otra ración de codorniz—. ¿Y llevaremos nosotros el equipaje?

Filocles se encogió de hombros.

—Esta demora es increíble. Tolomeo ni siquiera ha decidido qué estrategia seguir. Titubea, según me han dicho, entre la ofensiva y la defensiva, y tiene a doce mil esclavos reconstruyendo los fuertes de la costa. Y está reuniendo a otros seis mil para que presten apoyo al ejército. No llevaremos el equipaje, pero si emprendemos una campaña a la defensiva, estos hombres se esfumarán, sean o no sacerdotes. Y si la campaña estalla en una batalla repentina antes de que la marcha los endurezca, de nuevo me temo lo peor. —Sin embargo, después de estas palabras se animó—. Aunque oíd lo que os digo, caballeros, filósofo como soy: algo ha cambiado hoy. Lo he notado. Yo también cumpliré con mi cometido de mejor humor. —Filocles miró a Diodoro—. ¿Cuándo marchamos,
strategos
?

Diodoro estaba tendido junto a Safo. Levantó la vista.

—Cuando Tolomeo esté listo. Cuando estalle la tormenta. Cuando la facción macedonia dé el primer paso. —Abrió las palmas de las manos—. O pasado mañana. ¿Tu
taxeis
está a la altura de las circunstancias?

—No —admitió Filocles—. Pero dame veinte días de marcha y quizá te conteste otra cosa.

Diodoro meneó la cabeza.

—Tolomeo prácticamente ha renunciado. Si León regresara, quizá podríamos actuar. Panion y los macedonios de su calaña se pasan todo el día envenenando sus oídos. No tengo claro que estemos mejor porque Estratocles esté fuera de juego.

—Si es que está fuera de juego —repuso Filocles—. El ataque contra Sátiro…

—Es más que plausible que haya sido obra de los macedonios —dijo Diodoro.

—Demasiado bien planeado. Asaltantes de caminos. Estratocles. —Filocles flexionaba los músculos, asegurándose de estar recuperándolos—. Créeme, Diodoro. Sé cómo opera ese hombre. Yo hice lo mismo una vez.

—Por mi parte —dijo Sátiro—, preferiría ir a luchar contra Demetrio que tener miedo de salir de esta casa.

—Tolomeo tiene miedo de que lo vendan —dijo Diodoro—. Igual que a Eumenes. —Se terminó el vino y se recostó al lado de Safo, meneando la cabeza—. Macedonios.

Un esclavo entró y le dijo algo al oído a Safo.

—Coeno manda recado de que nuestro huésped está despierto —dijo la esposa de Diodoro.

Fue precisa una pausa para que la información penetrara la penumbra del comedor.

—Dioses —dijo Filocles. Y se dirigió hacia la puerta.

Leóstenes recobró la plena conciencia sin transición. Apolo le había concedido la vida, o eso le pareció a Sátiro. Estaba postrado en el camastro libre de Coeno y sonreía a los hombres presentes en la habitación.

—Amigos —dijo.

Coeno le estrechó la mano.

—¿Cómo has acabado sirviendo a esa escoria?

Leóstenes meneó la cabeza.

—¿Te refieres a Estratocles? Pese a todos sus defectos, es un ateniense patriota. Y yo soy ateniense.

Filocles negó con la cabeza.

—No es de extrañar que los macedonios sean los amos de todos nosotros, Leóstenes, si un hombre como tú sirve a un hombre como Estratocles porque es un patriota. Es un traidor redomado. Y está intentando matar a Sátiro, el hijo de Kineas.

—Ahórrate tus discursos —replicó Leóstenes—. No le defenderé a él ni a Casandro. Me alegra que me hayan apresado amigos. Y yo mismo intenté matar a Sátiro una vez; no intentes usar ese argumento conmigo. Y tampoco delataré a los hombres que sirvieron conmigo. —Esbozó una sonrisa y meneó la cabeza—. Estratocles piensa que es el hombre más listo del mundo.

Leóstenes se estaba viniendo abajo otra vez. Diodoro se acercó a él.

—Escucha, Leóstenes, tu querido Estratocles se dispone a traicionar a Casandro, me lo huelo. ¿En qué lo convierte eso? ¡Tenemos que saber dónde está!

—Me alegra que me hayan apresado amigos —insistió él, antes de sumirse de nuevo en la inconsciencia.

—¡Apolo! —renegó Diodoro—. Con la de locos que hay a quienes seguir… ¡Y que lo haga un hombre como Leóstenes!

—Los hombres como Estratocles son peligrosos porque saben atraer a hombres como Leóstenes. Coeno, hay que vigilarlo. No podemos permitir que regrese con Estratocles.

Filocles suspiró profundamente y miró de hito en hito a Diodoro.

—Si regresara, podríamos seguirlo —dijo éste.

—Existe un límite a la duplicidad que un hombre puede ejercer sin mancillarse —observó Filocles—. Yo traspasé ese límite una vez y no pienso traspasarlo otra vez.

—Ya suponía que dirías algo así —asintió Diodoro—. Quiera Atenea que no tardemos en iniciar la marcha. Cuanto antes salgamos de esta ciudad y luchemos como es debido, mejor será para todos.

Por la mañana, León regresó y la casa se llenó de marineros. Sátiro descubrió que, a pesar de los problemas de su hermana, no tenía el menor problema en abrazar a Jeno como a un hermano que llevara tiempo sin ver.

—Demetrio tiene su ejército estacionado en Siria —dijo León—. Se está aprovisionando en Palestina y luego vendrá a por nosotros. Si su caballería no hubiese sido derrotada en Nabatea, ya lo tendríamos aquí y nos habría vencido. Tal como están las cosas, aún cabe abrigar esperanzas.

En susurros, Jeno refirió cómo el
Loto
había subido sigilosamente por la costa palestina y apresado un barco mensajero.

—Me voy a palacio —dijo León—. ¿Diodoro?

El hiparco apuró su cerveza matutina.

—Voy contigo, hermano. Oye, deduzco que viene por tierra, ¿no?

—Que yo sepa, sí —afirmó León—. ¿Cómo está Tolorneo?

—Muy nervioso. Se deja llevar por el pánico —contestó Diodoro, y sus voces se desvanecieron en el patio.

Cien infantes de marina profesionales tuvieron un notable efecto sobre la falange de Egipto, dado que aportaron oficiales de flanco a todas las filas y la instrucción mejoró de inmediato. Y cuarenta marineros se les sumaron, en su mayoría profesionales de cubierta que poseían algo de armamento.

Uno de los marineros era Diocles. Se asignó a sí mismo a Sátiro en cuanto llegó a la plaza de armas, desplazando al muchacho griego que ocupaba la segunda fila detrás de Sátiro con una educada inclinación de cabeza y un bronco «lárgate». El griego, que era demasiado tímido para reclamar su puesto, pareció alegrarse de verse relegado a un lugar donde pasaría más desapercibido.

Sátiro clavó su contera en la arena y se volvió.

—¡Qué alegría verte, por todos los dioses! —dijo. Le sorprendió lo calurosa que fue su propia reacción.

Lo mismo le sucedió a Diocles, aunque quedó sumamente complacido. Su apretón de manos fue firme.

—Pensé que podía probar a ser un caballero —explicó, sonriendo—. Tu tío León me ha pedido que cuide de ti —agregó.

—¡Vaya! —dijo Sátiro.

—En lo que atañe al combate —aclaró Diocles—. ¿Qué creías?

—¡Callad y escuchad! —bramó Filocles, y reanudaron el entrenamiento.

Se volvieron hacia el lado de la lanza y se volvieron hacia el lado del escudo, cambiaron la lanza de mano y levantaron y bajaron el escudo, marcharon al son de las gaitas y se detuvieron con los estridentes pitidos de un silbato. Por la tarde, un hombre murió mientras practicaban una carga, al clavársele en el rostro la contera de una lanza mal bajada. Si alguien no sentó la cabeza con esa muerte, no pudo dejar de sentirse afectado cuando Filocles los hizo desfilar a todos junto al cadáver mientras se ponía el sol.

Incluso Sátiro, cuyo cuerpo estaba en plena forma, estuvo a punto de desfallecer.

—¡Partimos pasado mañana! —rugió Filocles. Su voz llegaba lejos; ésa era la finalidad de los hombres que estudiaban el arte de la retórica—. Los filarcos atenderán a mis instrucciones sobre el equipo que necesitan vuestros hombres. ¡Cantimploras! Que sean de cuero, de arcilla o de bronce, me importa un comino, pero cada hombre debe tener una cantimplora. ¡Clámide de repuesto! ¿Entendido? Los macedonios tendrán escuderos que lleven su equipo. La mayoría de nosotros, no. Eso significa que debemos viajar ligeros de equipaje. Una vez más, los filarcos me atenderán. Muy bien, romped filas por columnas y apilad las sarisas. ¡Andando!

Terón, que hacía las veces de segundo de Filocles, se encargó de la operación. Este sistema evitaba que los hombres engarbullaran las largas picas y resultaran heridos cuando les daban permiso para retirarse, una auténtica dificultad. Filocles reunió a los trescientos jefes de fila y les recitó la lista del equipo básico que todo soldado debía tener: medias de lana, sandalias recias, una cantimplora, una clámide de repuesto, bolsas de malla para el rancho y un macuto o petate para el equipo, entre otras cosas.

Sátiro, Abraham y muchos de los demás filarcos llevaban tablillas con bisagras para tomar notas, y sacaron sus estilos para copiar las listas, pero no todos los filarcos sabían escribir.

—Fijaré carteles en todos los templos —dijo Sátiro.

Terón, que había supervisado la operación de romper filas, le sonrió agradecido.

—Eso nos ahorrará un montón de faena, Sátiro. Asegúrate de que los sacerdotes también se enteren, así los hombres podrán preguntarles.

Abraham asintió.

—Llevaré una copia a mi padre. Puede encargarse de hacer circular una docena de copias en el mercado.

—Algunos hombres de mi fila quizá sean demasiado pobres para comprar todo esto —comentó uno de los infantes de marina—. Parecen buenos chicos, pero la mitad no tiene ni sandalias.

Filocles se encogió de hombros.

—Tengo que intentarlo —dijo.

Abraham levantó la mano.

—Señor, creo que muchos mercaderes ayudarían a equipar a los hombres, por orgullo, si se les pidiera.

Filocles se rio.

—Bueno, chaval, me parece que acabas de ofrecerte voluntario. Arréglatelas para saber qué hombres no tienen dinero y consígueles equipo. Coge a cuatro hombres para que te ayuden.

Abraham meneó la cabeza mirando a Sátiro.

—Mi bocaza y yo —dijo, pero parecía más contento que disgustado—. ¿Estás ocupado?

—Tengo que ocuparme de los templos —dijo Sátiro.

Dionisio levantó las manos con impostada resignación. Luego sonrió pícaramente.

—¡La casa de Cimon debería hacer un donativo! —observó—. Quizá podríamos bordar «La casa de las mil mamadas» en nuestra armadura.

Abraham dio un codazo amistoso a Dio y lo agarró.

—Ya te vale. Supongo que sabes escribir, ¿no? Que no eres sólo una cara bonita.

—Toda mi vida he deseado ser una cara bonita —dijo Dionisio con un mohín.

En realidad, tenía el rostro colorado por el sol y la extraña quemadura de un hombre que había estado en formación todo el día con un yelmo.

Sátiro se llevó a Diocles porque lo tenía a mano y, además, parecía resuelto a no separarse de él.

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