Tirano III. Juegos funerarios (64 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Se había vuelto para ocultar su emoción, y Abraham recogió y se llevó las tazas, dejando que Sátiro se las compusiera.

Él y el gigante hebreo levantaron el cajón, separándolo cuidadosamente del reluciente bronce que había dentro. Antes de haberlo sacado del todo, Sátiro intuyó lo que era.

—¡Una máquina! —exclamó, asombrado.

—Más que una máquina —repuso Ben Zion.

En efecto, parecían dos grandes placas de bronce, pero en la parte de atrás había cientos de engranajes y ruedas dentadas y varios tiradores de distinta factura. La complejidad del artefacto dejó atónito a Sátiro.

—¿Para qué sirve? —preguntó Sátiro.

Ben Zion meneó la cabeza.

—Calcula todos los festivales y días sagrados —dijo—. ¿Ves las estrellas? ¿Ves la luna? ¿Sabes astronomía?

—Suficiente para gobernar un barco —contestó Sátiro.

Ben Zion le dedicó el cumplido de una mirada respetuosa.

—Eso es todo un logro para un muchacho de tu edad. Vosotros los griegos no sois tan ignorantes como otros pueblos. Bien, ¿qué estrella es ésta?

—Supongo que es el Cinturón de Orión —dijo Sátiro, y de pronto estuvieron cambiando las posiciones de las estrellas y manejando palancas. Ben Zion pulsó un botón y la calculadora runruneó, engranajes girando dentro de engranajes, y luego los diales se movieron.

—Por Zeus y todos los dioses —dijo Sátiro entusiasmado—. No es sólo una calculadora de festivales, ¿verdad? Puede predecir dónde estarán las estrellas. Un gran oficial de derrota…

El semblante de Ben Zion se ensombreció.

—Por el dios único y verdadero —dijo en voz baja—. Estamos en un lugar sagrado.

Sátiro hizo una reverencia.

—No tenía intención de profanar, señor. Muchos griegos también piensan que existe un solo dios con muchos aspectos.

—Y muchos judíos piensan que su único dios tiene al menos dos o incluso tres aspectos —terció Abraham, sin dar tiempo a que su padre respondiera—. Creo que deberíamos ir a reclutar más soldados, Sátiro. Antes de que tú y mi padre os enemistéis.

En el patio, Ben Zion hizo una reverencia con fría formalidad.

—Espero no haber suscitado malos sentimientos —dijo.

Sátiro, todavía un poco asustado del anciano hebreo, se inclinó ante él con suma cortesía.

—En absoluto. Gracias por tu hospitalidad y por las puras maravillas de tu máquina. ¿Quién la construyó?

—Participaron muchos hombres y unas cuantas mujeres. Aristóteles de Atenas adivinó que las ruedas del calendario debían tener tantos piñones como días tiene el año. Y un pitagórico italiano trabajó en la rueda elíptica.

—¿Rueda elíptica?

Sátiro sabía geometría, pero ignoraba a qué se refería.

—En otra ocasión, Sátiro el curioso. Encuentro tu compañía sorprendentemente erudita para ser un joven bárbaro idólatra, y serás bienvenido cuando regreses.

Ben Zion hizo otra reverencia y el joven le correspondió.

—Todo el mundo es el bárbaro idólatra de alguien —dijo éste—. Y gracias por el
qua-veh
.

—Enviaré una bolsa a tu casa. Cuida de mi hijo. Es el mejor de todos —concluyó Ben Zion con otra reverencia.

Abraham se sonrojó mientras salían a la calle, acompañados por el inútil esclavo de Sátiro. Cuando hubieron pasado ante diez jardines de la avenida, Abraham se quitó la toga de lana y se la lanzó al esclavo. Sin ella parecía un heleno barbudo más.

—Ha sido lo mejor que mi padre ha dicho de mí en toda la vida —dijo, maravillado.

—¡Me ha caído muy bien! —dijo Sátiro.

—Le has hecho frente. Eso le gusta, hasta que la religión entra en escena. Entonces deja de gustarle. Pero lo has hecho muy bien. Siento lo de mi hermana. No tiene nada de fulana, pero sus ansias de vida son tantas como las de un ahogado por aire. Sostiene que se irá a servir como hetaira para escapar de mi madre y, a veces, con su ingenuidad, me temo que llegue a hacerlo. —Abraham miró en derredor—. ¿Adónde vamos?

—A casa de Cimon. —Sátiro se preguntó si podría hacer un favor a varias personas a la vez—. ¿Tu padre permitiría que Miriam visitara a mi hermana?

—Tu hermana no es precisamente un ejemplo de comportamiento digno —objetó el joven judío enarcando una ceja—. Pero tienen la misma edad, y seguro que ella y Miriam acaban montando su propia falange. —Asintió—. Probaré con mi madre. Tendría que habérseme ocurrido. ¿Te ha caído bien?

—Apenas la he visto —dijo Sátiro, aunque su respuesta no era del todo verdad. Rara vez había visto a alguien que le gustara tan de inmediato. Igual que Amastris.

«Reinas y judías —pensó Sátiro para sus adentros—. Realmente tengo que encontrar una buena chica griega en alguna parte.»

Con Abraham como guía, se detuvieron en otras tres casas hebreas donde el hebreo fue recibido de un modo que daba a entender que era un hombre de más valía que lo que Sátiro, un heleno, había supuesto. Los jóvenes se aprestaban a seguirlo, y sus padres garantizaban sus panoplias, de manera que cuando llegaron a Cimon llevaban a una veintena de hombres detrás y el portero los miró boquiabierto.

—¡No tengo sitio para todos! —exclamó, pero lo dijo con una sonrisa, anticipando una gran velada y un montón de plata.

—¿Puedo ver a Trasilio? —preguntó Sátiro al portero, y mandaron aviso al hombretón, que llegó acto seguido.

—¿Amo Sátiro? —preguntó éste.

—Trasilio, Antígono
el Tuerto
y su niño bonito vienen con un poderoso ejército para arrasar Alejandría —declamó Sátiro—. Tengo que dirigirme a tus clientes desde el escenario.

Trasilio hizo una reverencia.

—Tu tío ya nos ha dicho algo al respecto. El escenario te aguarda.

Sátiro entró, seguido por dos filas de jóvenes judíos, en su mayoría familiarizados con el local de Cimon. Fue derecho a los escalones que subían al escenario de madera donde solían actuar músicos y otros artistas. Cuando se irguió en medio del entarimado y desenvainó la espada, el silencio se instaló en la sala revestida de azulejos, puntuado por un rumor de cuchicheos.

—Demetrio
el Rubio
está a dos días de marcha de aquí —expuso—. Todos los hombres presentes en esta sala sois ciudadanos. Demetrio tiene intención de destruir cuanto tenemos, nuestros bienes más preciados. Nuestros templos, nuestras casas, nuestros hogares. Demetrio venderá a nuestras mujeres como esclavas y a nosotros nos enviará a países extranjeros, si es que preservamos nuestra libertad. —Sátiro había preparado con esmero su discurso, como el orador que deseaba ser—. Los judíos lucharán. Conocen la libertad tanto como la esclavitud. Miradlos; veinte de los jóvenes más ricos de esta ciudad, e irán a combatir en la primera fila de la nueva falange. —Sátiro alzó la espada—. ¿Griegos? ¿Macedonios? ¿Helenos? ¿Acaso somos peores? ¿Acaso más cobardes? ¡Yo iré! Lucharé con la nueva falange. ¿Y vosotros? ¿Quién se apunta?

Un muchacho tuvo el coraje de levantarse.

—¡Pero soy macedonio! —objetó. Era Amintas, hijo de Felipe Enedrión, oficial de la guardia real del palacio. Se refería a que si iba a combatir, su padre le buscaría un puesto con otros macedonios de pura raza—. Y tú… ¿no estabas exiliado?

Sátiro meneó la cabeza, sosteniendo todavía la espada en alto.

—Sandeces, Amintas. No eres más macedonio que Abraham. Tú, señor, eres alejandrino. Vamos, ¡levanta el culo y lucha por tu ciudad!

Mientras hablaba, penaba para sus adentros que ir a casa de Cimon quizá no fuese la mejor manera de cumplir la exigencia de Tolomeo: pasar desapercibido.

Teodoro compartía diván con una flautista, y de pronto se levantó, un poco bebido y congestionado.

—Mi padre me matará. ¿No tenemos un ejército para hacer estas cosas?

Sátiro seguía sosteniendo la espada en alto con firmeza, sin vacilación, como una encarnación masculina de Atenea. La espada decía, simbólicamente, que los estaba juzgando. Y ellos reaccionaban como si temieran su juicio.

—Defiéndete, Teo. Éste es tu momento. Ahora es cuando nos levantamos por la ciudad que nos ha hecho quienes somos. Yo sólo hace tres años que vivo aquí, pero éste es mi hogar, y cuando veo los cimientos del faro desde la cubierta del
Loto Dorado
, sé que éste es el lugar que defenderé. ¿Quién vendrá conmigo?

Teo adoptó un aire despectivo.

—¿Quién está al mando de esa falange? —preguntó Teo con aire despectivo—. ¿Es la falange extranjera de la que mi padre se burla cuando pasa por la muralla del mar?

Los jóvenes se estaban inquietando en sus divanes.

—¿Extranjera? —inquirió Sátiro—. Si tu padre macedonio quiere decir que la tropa ha nacido aquí, está en su derecho. Nosotros seremos la primera fila de la falange de Egipto. Estaremos a las órdenes de Filocles el Espartano, que nos dará instrucción. Pero vosotros, todos los que estáis aquí, os entrenaréis en el gimnasio. Podéis permitiros la panoplia más completa, mejor que la de cualquier mercenario, y tendréis mejor instrucción que cualquier hijo de campesinos que nunca ha luchado en la palestra. ¡Levantaos! ¡Flexionad esos músculos! ¡Demostrad a vuestros mayores que no somos unos blandengues!

Sátiro se dirigía a la concurrencia en general, pero no apartaba los ojos de Dionisio
el Hermoso
, que flirteaba con él y escribía versos sobre los pechos de su hermana.

Teo se levantó, tambaleándose un poco.

—Mi padre me matará —dijo—. ¿Puedo ir a vivir a tu casa? —Y cuando sus manos dejaron de temblar, añadió—: Me alisto.

—Mierda, yo también me alisto —decidió Amintas, y se levantó junto a su diván.

Dionisio, el muchacho más guapo de Alejandría y uno de los más ricos, sonrió… y se levantó.

—Si estoy dispuesto a poner mi cuerpo entre Demetrio y esta ciudad —dijo—, creo que el resto de vosotros debería venir conmigo. —Sonrió con picardía—. Tenéis mucho que perder.

Si hubiesen estado en una asamblea, el de Dionisio habría sido el voto decisivo. De pronto todos los jóvenes estuvieron de pie, y los de más edad, en su mayoría soldados, miraban en derredor, murmurando. Algunos aplaudieron, pero los demás parecían enojados. Sátiro hizo un rápido recuento y se encontró con que tenía ochenta y seis adeptos.

Se los llevó a la plaza de armas. Los más entusiastas intentaron marchar marcando el paso, pero fracasaron rotundamente. Los dejó en manos de Filocles, que mantuvo el semblante serio e hizo el saludo espartano.

—Necesito a Teo, a Dio y a Abraham —dijo Sátiro—. Para seguir reclutando.

—Adelante —dijo la voz de Ares. Luego Filocles le agarró el hombro—. Deduzco que todos los clientes de Cimon te han visto.

—Sí —contestó Sátiro, desafiante—. Ya te dije que iría.

—Ahora eres un hombre, no un niño. Pero si te vieron, comenzarán a atar cabos. ¿Lo entiendes?

Sátiro asintió.

—Lo entiendo. Estoy en peligro.

—Buen muchacho. Ten cuidado. Es probable que tus tíos teman a su propia sombra.

21

Teo conocía a los chicos más ricos. Dio conocía a los más guapos, a los atletas y a los músicos. Abraham conocía a los judíos, a algunos metecos nabateos y a otros árabes. Fueron en grupo de puerta en puerta, de pórtico en pórtico, de un palacio a un almacén.

Juntaron a ciento cuarenta reclutas más. Tardaron días, días valiosísimos, y todas las armerías de Alejandría recibieron pedidos de las mejores armaduras, los coseletes más ligeros con las mejores escamas de hierro y de bronce.

Era un trabajo curioso que dejaba a Sátiro exhausto al final de cada jornada, lleno de triunfos menores e igualmente menores desaires y rechazos; puertas que le cerraban cuando siempre había creído que las tenía abiertas, una buena ración de maldiciones… Pero, lo peor de todo, la desganada negativa de los ricos, hombres que se burlaban de su campaña de reclutamiento o que cuestionaban su cordura.

Croseo
el Megaro
, por ejemplo, en cuanto oyó la magnitud de la amenaza ordenó que empacaran sus bienes más valiosos y zarpó en uno de sus barcos rumbo a Corinto.

—No le debo nada a esta ciudad —dijo—. Y tú tampoco. Déjate de tonterías, y olvídate de que mi hijo sirva en la tropa. Eso es para esclavos e idiotas, desdichados que están obligados a hacer tales cosas. Los hombres como nosotros no combaten. Seguro que León no estará en tu querida falange.

—No, señor —admitió Sátiro.

—¿Lo ves? —siguió Croseo, meneando la cabeza—. Fantasías pueriles. Mitos. Como creer que Alejandro realmente era un dios.

—Porque el amo León combatirá con la caballería —añadió Sátiro.

—Coge tu estupidez y tu grosería y lárgate de mi almacén —respondió Croseo.

Una vez más, sus amigos macedonios desaparecían como gacelas durante una partida de caza en el Delta. No todos ellos; el padre de Teo estuvo encantado de tener a su hijo en la tropa. Pero otros, en voz baja o abiertamente, hablaban de la ciudad y de Tolomeo con desdén y burla. Fue uno de esos encuentros lo que demostró que la rivalidad entre las facciones había alcanzado proporciones explosivas.

Sitalkes era un muchacho al que Sátiro conocía de la palestra. Su padre era oficial de los Compañeros de Infantería, capitán de diez filas, y como casi todos los hombres de su generación se llamaba Alejandro. Sitalkes los recibió con los brazos abiertos, asintiendo con entusiasmo mientras Dionisio y Sátiro le largaban el discurso de reclutamiento… Y entonces su padre entró por las puertas del patio.

—Vaya, vaya —dijo, arrastrando las palabras—. Chico, ¿son amigos tuyos? Preséntanos, por favor, a no ser que las convenciones sociales que dicta la cortesía hayan caído en desuso.

Sitalkes hizo una reverencia.

—Padre, te presento a Abraham, hijo de Isaac Ben Zion. Y a Sátiro, hijo de Kineas de Atenas. Dionisio, hijo de Eteocles; y Teo, hijo de Apoleón. Todos ellos…

Lo que todos ellos hicieran o dejaran de hacer juntos no pareció interesar demasiado a Alejandro.

—¿Eres Sátiro? ¿El famoso Sátiro? —El oficial macedonio asintió. Hizo un gesto, se detuvo y tragó saliva—. ¡Bien! —Recorrió el patio con la vista—. Esperad un momento, chicos. Tengo muchas ganas de oír lo que Sátiro proponga, como todos los ciudadanos, estoy seguro. —La burla de aquel hombre olía, como su aliento, a vino y ajo. Chasqueó los dedos y sirvieron más vino.

Cuando despachó al esclavo que lo llevaba, Sátiro se fijó en que éste fue a decirle algo a uno de los soldados macedonios que mataban el rato junto a la puerta. El soldado apoyó el casco contra la pared y salió corriendo a la calle.

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