Read Tirano III. Juegos funerarios Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (59 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
13.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Señor! —dijo Melita con una sonrisa al llegar a su lado.

—Tú y Dorcus sois lo más parecido que tengo a un médico. Mirad qué podéis hacer con la flecha clavada en los pulmones de Peleo… y con los demás heridos. —En voz baja, agregó—: Lita, encárgate de que se vaya sin sufrir, si es preciso.

Melita arrugaba la nariz de un modo insólito en ella, tenía un moco pegado en la mejilla y sangre en la frente. Se sirvió de la manga para limpiarse.

—Lo haré —dijo, y se volvió, llamando a Dorcus.

Sátiro todavía disponía de tiempo y se volvió para ver qué hacían los macedonios.

El quinquerreme cabeceaba en el rompiente con sus remeros a bordo, y dos trirremes zarpaban de la playa, pero el viento del suroeste estaba refrescando y los timoneles debían poner mucho cuidado. Sátiro calculó que todavía le quedaba un poco de tiempo. Por la amura de babor, el creciente oleaje bamboleaba la galera ateniense, y sus remeros daban paladas infructuosamente.

—Oficial Kalos, dejad el trinquete aparejado antes de marcharos —dijo—. Afloja el ritmo, jefe de remeros. —Se sentía en pleno control de su nave. Miró al cielo, y de nuevo a la playa.

Los marineros aparejaron el trinquete, y la mancha de la sangre de Kyros apareció como una flor en medio de la vela izada. En cuanto se hinchó, el
Loto Dorado
cobró arrancada como un caballo de batalla que se echara a galopar, una suave aceleración que hizo que algunos marineros sonrieran de gusto, mientras a bordo del trirreme ateniense los hombres señalaban hacia ellos con miedo.

Sátiro llamó a un marinero para que le ayudara a gobernar, pues a tanta velocidad la nave podía virar bruscamente, y retuvo a cuatro marineros del grupo de asalto para que manejaran la vela.

—¡Remos dentro! —bramó Sátiro.

El barco ateniense dio media vuelta, haciendo una amplia guiñada en el último momento, pero Sátiro se había percatado de la maniobra de su timonel y estaba alcanzando su popa. El espolón estaría debajo del costado de babor del ateniense enseguida, y sus remeros fueron presa del pánico. Aprovechando la confusión, Jenofonte saltó solo a la cubierta enemiga antes de que las naves se tocaran. Al ponerse de pie asestó un golpe al timonel para dejarlo inconsciente y acto seguido se enfrentó al trierarca enemigo. Los anclotes volaron desde toda la cubierta del
Loto
y los marineros saltaron las bordas, inundando la cubierta de remeros enemiga.

A poca distancia, el trierarca enemigo y Jenofonte se enfrentaron hombre a hombre. Jenofonte hizo una simple finta y asestó un mandoble alto contra el borde superior del escudo del ateniense. Su adversario paró el golpe con el escudo y embistió, derribando a Jenofonte sin esfuerzo. El ateniense se irguió encima del joven postrado y levantó su lanza.

Melita disparó. Su flecha se elevó en la brisa, un tiro que tuvo que cruzar la eslora de los barcos, pasar entre sogas, jarcias, cascos y bordas, y caer desde su apogeo, como guiada por la mano de Atenea, para clavarse en el muslo del ateniense, un palmo por encima de su greba. El hombre hincó una rodilla en cubierta y Jeno se levantó.

El mercenario paraba un golpe tras otro, usando su lanza con desesperada destreza. Intentó ponerse de pie sin lograrlo, cayó sobre su propia sangre y aun así fue capaz de parar el golpe mortal de Jenofonte. Rodó por el suelo, con la hermosa coraza de bronce chorreando sangre roja de la herida del muslo, y se irguió sobre una rodilla. Jenofonte dio un paso atrás y lo saludó, y el mercenario se rio y correspondió al saludo, convirtiendo el movimiento del brazo en un mandoble.

Jenofonte lo paró, pero ahora tenía una larga línea roja en el brazo derecho.

Durante la pausa, Kalos había subido a bordo por detrás del ateniense con un martillo de mango largo. Después del intercambio de saludos, Kalos le asestó un golpe en la sien que lo dejó inconsciente.

Sátiro pudo volver a respirar, y musitó una plegaria a Atenea y a Heracles para que salvaran a Jenofonte, quien, pese a toda su destreza, estaba claramente superado.

Una vez abatido el trierarca ateniense, el resto de la tripulación dejó de presentar batalla. El oleaje iba en aumento, incluso lejos de la playa, y lo único que podían hacer sus remeros era mantener la nave aproada a las olas, que ya eran el doble de altas que poco antes.

Sátiro se demoró y clavó su espolón debajo de la popa de la galera ateniense con un golpe mucho más amenazador de lo que se había propuesto, pero logró hacerlo, y el resto de los infantes y marineros la abordaron en medio del estrépito atronador.

—¡Seguidme, y quiera Poseidón que lo consigamos! —gritó Kalos—. ¡Intentad coger vivo al navarco!

Kalos hacía señas y Sátiro le oía gritar órdenes. También vio que estaban desarmando a los infantes atenienses en la proa, y a Jeno sin yelmo, echándose agua en una herida. Se abarloó con el viento en la vela de trinquete bien cazada y sus arqueros abarcaron las cubiertas. No hubo más resistencia.

Kalos levantó el palo trinquete de la galera ateniense antes de que las crestas de olas rompieran, y enseguida arrancó empujado por el viento. El trirreme ateniense estaba deteriorado, pero al navegar de empopada se comportaba bastante bien, y Kalos tuvo tiempo de reorganizar a los remeros, ahora cautivos.

Sátiro advirtió que el quinquerreme zarpaba de la playa y comenzaba a adentrarse en las olas.

Dos remeros llevaron a Peleo y lo sentaron en la popa. Estaba pálido como un pergamino recién raspado y le salía un hilo de sangre por la boca, pero estaba vivo. Melita y Dorcus lo habían lavado y cortado el astil de la flecha a ras de la herida para que pudiera apoyarse. El hecho de que no le hubiesen sacado el astil hablaba por sí mismo del estado en que se hallaba.

—Maestro Peleo.

Sátiro se sentó en cuclillas, sujetando el remo, tratando de oír al timonel, que movía los labios. Peleo levantó la cabeza.

—Ha sido hermoso —dijo. Luego agregó—: Hay que ir a la playa enseguida.

—Si estuvieras en forma, maestro, podríamos haber intentado apresar el barco grande. —Sátiro se encontró con que tenía las mejillas húmedas de lágrimas—. ¿Qué quieres decir, con lo de ir a la playa?

—Tormenta —murmuró Peleo.

Sátiro miró hacia el mar y comprendió que el timonel llevaba razón.

—Puñeteramente hermoso —insistió Peleo. Se apoyaba en un codo y alcanzaba a ver por encima de la popa—. Dos contra uno, ¡y a la vista del enemigo! —Se rio, y la risa se convirtió en un gorgoteo y una rociada de sangre. Los ojos de Peleo se cruzaron con los de Sátiro y el muchacho comprendió que su maestro estaba agonizando; incluso llegó a ver cómo su sombra se liberaba de su cuerpo—. Viene tormenta —prosiguió Peleo. Acto seguido, añadió con gran esfuerzo—: ¡Avisa a Rodas!

Entonces se desplomó, y Sátiro pensó que había fallecido. Se volvió a mirar hacia popa. La tormenta venía desde el mar, avanzando tan deprisa que se veía la forma de proa del frente de la borrasca, al tiempo que se notaba el descenso de la temperatura. En el mar abierto había una línea brumosa, pero Sátiro sabía que era la del turbión.

Hacia tierra, el quinquerreme ya había abandonado la persecución. Retrocedía hacia el fuerte oleaje mientras ellos doblaban la punta de Laodicea y la playa llena de macedonios desaparecía de su vista.

Navegaban deprisa, tanto que un momento de descuido provocó que el casco temblara como un perro en una correa y se balanceara. Ahora que llevaban la vela bien reglada, adelantaban decididos al trirreme ateniense capturado.

Pasaron a un remo de distancia de él y siguieron singlando hacia el norte. El frente de la tormenta los llevaba tan aprisa como podía navegar una galera. Salvaron las rocas al norte de la punta de Laodicea y la bahía siguiente en un abrir y cerrar de ojos.

—Voy a intentarlo —dijo Sátiro. Le hablaba a Peleo, cuyos ojos todavía tenían una chispa de vida. No había nadie más a quien hablar. Kleitos estaba atareado con sus nuevas responsabilidades y Melita se encontraba en la proa con los arqueros—. Intentaré varar el
Loto
aquí mismo para pasar la noche.

Se sorprendió al descubrir que Peleo asentía.

—Buen chico —dijo éste.

Sátiro no había pasado toda su vida en el mar, pero había visto tormentas. Rezó para que aquélla siguiera la pauta habitual, con un período de calma justo antes de la llegada del frente.

—¡Oficial Kleitos! —gritó. El hombre acudió a la llamada—. Voy a varar de popa en la próxima playa. ¿La ves? —Sátiro señaló hacia la amura de estribor y Kleitos le miró perplejo—. Cuando ordene arriar el trinquete, debes tener a todos los remeros preparados. Viraje de un cuarto de círculo a babor y luego a ciar como posesos.

Sátiro reprodujo la maniobra con las manos.

Kleitos asintió, pero sus ojos no mostraban ni un atisbo de comprensión.

—¡Repítemelo! —urgió el joven navarco.

—Cuando arríes el trinquete, un cuarto de vuelta hacia el mar y retroceder hacia el rompiente —dijo Kleitos con cierto aire de incredulidad.

—Pon al corriente a todos los hombres. No confíes en las órdenes dadas en el último momento. ¿Entendido?

—¡A la orden, navarco!

Kleitos tenía los ojos sin brillo, ya estaba exhausto por el esfuerzo de mandar.

Sátiro llamó a un marinero.

—¿Cómo te llamas?

—Diocles, señor.

Sátiro se sorprendió al reconocerlo de la noche en Alejandría.

—Diocles, ¿puedes coger el remo de gobierno?

Sátiro había visto a ese hombre con Peleo a menudo; si eran amigos, tenía que ser competente. Había estado a cargo de las guardias.

Diocles alargó el brazo y agarró el pesado remo.

—Tengo el timón —dijo con voz sorda y áspera. Bajó la vista a Peleo, que asintió.

Faltaban apenas unos instantes para llegar al rompiente. ¡Y había tanto que hacer!

—¡Tienes el timón! —dijo Sátiro, y salió disparado hacia proa, buscando a los cuatro marineros.

»A mi orden, arriad la vela de trinquete. Que caiga a plomo, ¿entendido? Que el viento no la hinche ni un instante de más.

Demasiada información; lo veía en sus semblantes.

—Conocemos nuestro oficio, navarco —dijo el de más edad, con una sonrisa torcida—. No te preocupes, chaval —susurró con voz ronca.

Sátiro regresó a la popa y descubrió que Diocles había logrado dirigir la proa hacia la playa; un buen trabajo de gobierno.

Llevaban mucha velocidad. De hecho, Sátiro estaba casi seguro de que en toda su vida no había navegado tan deprisa. Observó la costa, tan cercana, y respiró profundamente. Echó un vistazo a la galera ateniense. ¿Tendrían ocasión de imitar su maniobra?

Ambas naves iban hacia la playa. Poco antes de las grandes olas del rompiente, cada vez más embravecidas, Sátiro ordenó que pusieran el
Loto Dorado
paralelo a la playa para aguardar la calma. Rezó por que ésta llegara. La línea de la borrasca estaba a diez estadios y se aproximaba como una carga de caballería.

El viento amainó, la vela restalló y se puso a ondear.

—¡Arriad el trinquete! —gritó Sátiro. Se volvió para observar a Diocles mientras éste apoyaba todo su peso en el remo de gobierno, sin moverse de en medio del barco, rogando que la proa virase hacia el mar para quedar de cara al oleaje.

«¡Poseidón, déjanos vivir! ¡Detén el viento!»

La respuesta de los remeros fue todo lo vigorosa que podía ser. Efectuaron el giro de un cuarto de círculo en el tiempo que tardaron dos olas en romper debajo de su popa, imprimiendo tanta presión en los remos que Sátiro vio cómo se torcían; y acto seguido comenzaron a ciar a toda prisa, con los remos clavándose en la grava de la playa, y la popa se elevó y cayó con un pesado golpazo.

La maniobra había salido casi perfecta, pero ahora se notaban las penalidades de la jornada. El
Loto
casi no tenía tripulantes de cubierta que saltaran a tierra y sujetaran la popa, y el mar batía la proa implacablemente. Kleitos ordenó una estrepada por iniciativa propia, de modo que los remos de proa que aún podían manejarse afianzaran el barco. A popel los remeros comenzaron a saltar por las bordas, cosa que aligeró la nave y permitió que se adentrara un poco más en la playa, y una ola rompió contra la proa y casi la desvió, pero había suficientes remos en el agua y suficientes espaldas fuertes en el rompiente para arrastrar el casco un poco más arriba. El barco estaba en diagonal a la playa, pero ahora estaba vacío, y antes de que la siguiente ola alcanzara el espolón y lo empujara con riesgo de romperle la quilla, doscientos hombres y dos mujeres tiraron a la vez y el casco negro de brea saltó playa arriba casi hasta la mitad de su eslora. No fue bonito. De hecho, toda la maniobra se había llevado a cabo al borde de la confusión, el caos y el fracaso, pero el
Loto
estaba varado en la playa y vertical, y se oyó una sonora ovación.

El trirreme ateniense no fue tan afortunado. Aunque efectuó el viraje con estilo y sus remeros, que Kalos había redistribuido en ambas bandas, sabían que sus vidas dependían de sus estrepadas, su retroceso fue torpe y el casco llegó sobre la cresta de una gran ola que rompió en cuanto la tormenta alcanzó la orilla. La ola siguiente golpeó la proa, empujándolo playa arriba, fuera de control. El agotamiento y el desánimo les costaron un tiempo precioso cuando los remeros perdieron el ritmo y la parte central del barco se inundó.

Pero Kalos tenía amigos en tierra. Tenía a los tripulantes de cubierta. Estos lanzaron sogas por encima del costado antes de que el trirreme reventara, y los doscientos hombres de tierra no estaban dispuestos a perder la presa a manos de Poseidón cuando estaban tan cerca de conseguirla, así que tiraron, y volvieron a tirar, para subir el barco siniestrado a la playa, alejándolo de las garras de la tormenta. El trirreme cayó de costado, vertiendo el agua que le había entrado y arrojando remeros al rompiente, pero el viento huracanado dio un empujón a la popa y la ola siguiente levantó la proa al tiempo que Kalos rugía «tirad» como Poseidón redivivo, y el equilibrio cambió. El casco ateniense crujió, pero subió playa arriba un largo de caballo, y lo hizo de nuevo con la ola siguiente mientras desembarcaban los últimos remeros. Y todavía una vez más, sacando el espolón de las olas, mientras trescientos hombres tiraban juntos, empapados por el azote de la lluvia.

Y entonces se dejaron caer en la arena mojada. Estaban en tierra, y vivos.

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
13.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fire in the Blood by George McCartney
Tight Lines by William G. Tapply
Shalia's Diary by Tracy St. John
The Wedding Gift by Marlen Suyapa Bodden
Under the Midnight Stars by Shawna Gautier
La biblia bastarda by Fernando Tascón, Mario Tascón