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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (28 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—El médico tiene más miedo que yo —declaró Sátiro.

—Hummm —contestó Filocles.

Sátiro le puso la armadura a Filocles mientras Calisto se quejaba de los muslos, los caballos y el mundo. Sátiro no pensó que estuviera fingiendo. El galeno, montado en su castrado, miraba de un lado para otro como si todas las rocas fueran a vomitar bandidos.

En ese momento Terón llamó a Melita, gritándole que era una cagona. La chica salió de detrás de la roca y reanudaron la marcha.

Sátiro apenas podía respirar. Tenía que contenerse para que la mano derecha no aferrara el puño de la espada y que la izquierda no sacara el arco del
gorytos
. El sendero se volvió más empinado y los recodos eran tan cerrados que no alcanzaban a ver un estadio después de cada curva. No había árboles, sólo matorral, rocas, hierba de verano y más rocas.

—Será de un momento a otro —dijo Felipe apenas unos instantes antes de que una flecha alcanzara a Filocles entre los hombros.

La punta no penetró las escamas de bronce, y el espartano soltó un grito y se puso a galopar.

Detrás de Sátiro, el caballo del médico fue presa del pánico y el ateniense intentó que la bestia girase en el estrecho sendero, bloqueando el paso.

Sátiro miró en derredor, vio una flecha que surcaba el aire hacia él y se agachó, al tiempo que cogía su arco. Su caballo saltó hacia delante y Sátiro le dio rienda suelta. La bestia arremetió adelantando a Filocles y de pronto el joven príncipe se encontró en la vanguardia, una posición que no deseaba. El caballo recibió dos flechas y las patas le fallaron, lanzando a su jinete al pedregal por el que discurría el sendero con tanta fuerza que el muchacho rodó por el suelo apartándose de la bestia agonizante y se precipitó por el borde del camino. Cayó cuan largo era y el golpe le vació los pulmones. La cabeza le retumbó.

Tardó un rato en recobrar la vista. Oyó gritos en el sendero, y luego el sonido metálico del hierro o el bronce al chocar. Al cabo recuperó el control de sus pulmones; y luego, instantes después, pudo mover los miembros. Estaba tendido en una plataforma de piedra un poco más ancha que su cuerpo. Se puso de pie y comenzó a recoger flechas, que habían quedado desperdigadas a su alrededor después de la caída. Recogió diez o doce y volvió a meterlas en el
gorytos
, sintiendo la presión de la lucha que se libraba encima de él.

Melita gritó algo y Sátiro oyó el zumbido de una flecha.

Fue hasta el final de la plataforma y apoyó un pie sobre una roca lisa que sobresalía. Le iba a estallar la cabeza. En cuanto logró asomarse al sendero, vio a Terón de pie, con la clámide en el brazo y la espada en el puño, junto a Filocles, que estaba en la grava agarrándose la rodilla. Había otro hombre tendido en el sendero. Draco y Felipe se encontraban un poco más atrás, rodeados por un grupo de hombres, y Melita se hallaba entre ellos, todavía montada, disparando flechas.

Sátiro se dio cuenta de que nadie le había visto. Se encaramó al borde del sendero y se puso de pie, tan sólo a unos pocos largos de caballo de Terón. Después cargó una flecha, obligándose a hacerlo despacio para tensar bien la cuerda. Respiró profundamente, alzó el arco y sólo entonces se permitió mirar el desesperado enfrentamiento que se libraba a pocos metros de él.

Eligió a uno de los adversarios de Terón. Los bandidos llevaban armadura, pero Sátiro disponía de todo el tiempo del mundo para apuntar a la parte trasera del muslo; un disparo fácil a tan corta distancia. La pierna flaqueó, y el salteador se desplomó.

«Todos llevan armadura.» Sátiro estaba asimilándolo cuando Terón, libre de su oponente, hizo una finta con la espada y arreó una patada al escudo del otro bandido, que cayó hacia atrás. Terón le dio una patada entre las piernas y lo liquidó de una estocada en el cuello, mirando ya en derredor.

El otro adversario de Terón cometió el error de pensar que Filocles estaba fuera de combate. Cuando pasó por encima del espartano para atacar al atleta por detrás, Filocles le sujetó el tobillo con la mano izquierda, hizo una llave de tijera con las piernas, agarró al hombre por la cintura y lo derribó. Terón se volvió de nuevo hacia el espartano como si hubiesen planeado el movimiento como un paso de baile y degolló al bandido.

Sátiro tenía otra flecha en la cuerda. Su hermana disparó contra un arquero que estaba ladera arriba y falló. El arquero se agachó, pero no había visto a Sátiro, que seguía mirándolo. El muchacho disparó instintivamente, un poco alto, un poco a la derecha para compensar el efecto de la brisa.

Observó el vuelo de su flecha, excitándose al ver cómo trazaba un arco y desaparecía en el costado del bandido. Sátiro vio todo eso, pero no así al arquero que disparó contra él. Recibió un doloroso impacto, como si cayera en agua helada, y perdió el sentido.

Había un mercado de esclavos en Krateai, aunque no era gran cosa, sólo un barracón de adobe rojo con una pesada puerta de madera. El pueblo sólo existía porque allí se bifurcaban los caminos de las montañas: el del norte bajaba hacia los valles de Gordia, mientras que el del sur pasaba por Manteneón y luego torcía a través del gran puerto hacia las llanuras de Anatolia, achicharradas en aquella época del año. Un pequeño lote de esclavos, probablemente robados por ladrones y reclamados nada más y nada menos que por el tirano de Heráclea, o como mínimo eso sostenía el factor macedonio, iba a salir con destino a Gordia.

Sátiro tenía una magulladura tan grande como su cabeza en el costado, con el centro amoratado y supurando pus a causa de la herida de la punta de flecha que la armadura de escamas no había desviado del todo. Los oídos aún le pitaban de vez en cuando, y en dos ocasiones soltó su pesada carga para vomitar. Cada vez los guardias lo golpearon con sus varas y se rieron de su debilidad.

Melita deseaba matarlos, a los dos. En su vida no había llevado una carga tan pesada, un canasto lleno de grano adquirido con amenazas en un pueblo de más abajo. En realidad era la mitad de la comida que tenía su pequeña caravana. Y el agua se estaba acabando. Los manantiales se custodiaban con celo en aquellos empinados desfiladeros, y los caudillos y reyezuelos que gobernaban desde sus aguileras cobraban muy caro cada vaso de agua.

Según parecía, no obstante, su nuevo dueño era clemente. Se detuvo para conseguirles agua y para que durmieran una noche, y compró comida. Luego puso en venta el lote entero: a Sátiro y Melita, hermano y hermana, ambos casi adultos, asombrosamente atractivos y vírgenes, a un par de griegos. También ofreció a la otra chica, asimismo una belleza pese a su palidez y a sus constantes lamentos. Sátiro iba desnudo y las chicas vestidas, y los hombres del público gritaron para que se desnudaran. Un soldado de la escolta de la caravana usó el mango de su fusta para dejar inconsciente a uno de los alborotadores, y así acalló las voces lascivas.

Los hombres pujaron por los gemelos; algunos ofrecieron sumas muy altas, pero los mercaderes griegos tenían dinero en efectivo y un sello de una gran potencia del valle, y los hombres miraron lujuriosamente a las chicas, y también al chico, mientras les ponían grilletes y se los llevaban.

A juzgar por la manera de hablar, uno de los mercaderes era espartano. Iba ya borracho de vino pese a la altura del sol, y probablemente pagó más de la cuenta por los gemelos, dado que su socio, un beocio, lo miró con mala cara hasta que su pequeño desfile salió de la ciudad por el camino del sur. A nadie se le ocurrió preguntar por qué tenían tantos caballos los griegos ni por qué los acompañaban los guardias de la caravana del mercader.

—¿Era necesario todo esto? —preguntó Melita a Terón cuando estuvieron fuera de posibles miradas.

El corintio todavía procuraba calmar a Calisto. La esclava había pasado a ser su amante, y habían compartido las mantas casi cada noche desde el encuentro con los bandidos. Parecía tan encaprichada con él como consigo misma, pero incluso una subasta de esclavos fingida la había llevado a un estado rayano en la locura.

—Terón no te está escuchando —dijo Sátiro. Tenía la piel quemada, de un marrón oscuro, por los días que llevaba cabalgando y caminando desnudo en una partida de esclavos. Los pies se le habían endurecido como nunca antes, aunque el primer día había sido un suplicio para él, y todavía tenía una fea señal roja en el brazo izquierdo, allí donde una flecha le había atravesado el bíceps, además de la herida en el costado, que, si bien no suponía una amenaza para su vida, le dolía cuando respiraba profundamente.

Los soldados habían cooperado en hacer que el viaje resultase lo más llevadero posible, pero la farsa de ser esclavos había sido necesaria para cruzar la ciudad. Había tenido que cargar con un bulto como un esclavo, y eso le había inflamado el costado además de causarle dolorosas contracturas en la espalda. La carga había sido lo más ligera posible, pero no podían ir con las manos vacías sin llamar la atención y desbaratar todo el disfraz.

Descubrió que en los hombros había músculos que nunca había ejercitado en el gimnasio, y el pecho se le había ensanchado.

—No me ha gustado lo más mínimo hacerme pasar por esclava —dijo Melita—. En fin, somos libres. ¿Te preocupaba que no volviéramos a ser libres, hermano?

—De un tiempo a esta parte me preocupa todo —contestó el joven—. Pero sí, me preguntaba qué sucedería si los bandidos volvían a cogernos. Habríamos sido esclavos para siempre.

—En cierta medida, todos somos esclavos —dijo Filocles, balanceándose sobre su caballo.

En la refriega le habían hecho un corte en la pierna y Terón le había dado vino para aliviar el dolor, y ahora bebía tanto o más que antes de pelearse con el corintio. Sátiro estaba indignado.

—No te he visto caminar desnudo bajo el sol, preceptor. ¡Aunque sí te he visto beber vino a la sombra!

El médico ateniense se rio a carcajadas, de un modo desagradable.

—Deshazte de él —dijo—. Es un borracho.

Tal comentario no suscitó respuesta alguna, y cabalgaron en silencio mientras el sol se ponía.

Había un antiguo puesto persa en el camino justo al sur de Geza, una minúscula aldea que probablemente existía para satisfacer las necesidades de los mensajeros del Gran Rey. Un veterano macedonio y su esposa lugareña conservaban el puesto. La partida acampó en el patio y la mujer les sirvió una cena a base de alubias y pan.

—Deberíamos luchar —dijo Terón después de cenar. Bebió un poco de agua del pozo y le pasó el cazo a Sátiro—. Ahora eres más alto y más fuerte.

—Lo que tú digas —dijo el muchacho, encogiéndose de hombros.

Terón le dio un golpe. No muy fuerte, pero si lo suficiente para que le doliera.

—Eso ha sido una respuesta propia de un niño —dijo—. Yo soy tu entrenador de deportes. Tú eres Sátiro de Tanais, no un esclavo ni un idiota. Compórtate como corresponde.

Sátiro de Tanais se sentó un momento en el barro junto al pozo. Se le ocurrieron mil respuestas: amargas, sarcásticas, mordaces, ofensivas.

—Tienes razón, por supuesto —contestó, después de una pausa.

—Bien dicho. Andando.

Caminaron más allá de unos matorrales donde estaban los corrales hasta un prado donde pastaban las cabras. Melita fue tras ellos.

Sátiro no había luchado desde que tenía el brazo herido. Se puso en guardia concienzudamente, y el corintio comenzó a dar vueltas alrededor de él. El muchacho se sorprendió al considerar la lucha desde una perspectiva muy diferente de la que había tenido la primera vez que ambos se enfrentaron en la arena de la palestra de Tanais. Ante todo, ya no lo veía como un juego. Los combates podían ser a muerte, como bien sabía.

Los brazos de Terón tenían mucho alcance, y se acercó y lo agarró con ambas manos. Sátiro paró golpes y dio patadas, y tras un par de intercambios se encontró tumbado en la hierba, con una reciente contribución caliente y pastosa de las cabras en el muslo y con el costado y el hombro izquierdos gritando de dolor.

—No seas tan cauto —dijo Terón—. Sé más confiado.

—Para ti es fácil decirlo —gruñó Sátiro al tiempo que retorcía una de las largas piernas del corintio.

Terón lo derribó mientras intentaba esquivar todas aquellas patadas.

Sátiro se levantó y lo intentó de nuevo. Esta vez se acercó más, procurando entrar en el radio de acción del entrenador. Intentó ser confiado y a cambio del esfuerzo terminó con la boca en la hierba.

Se puso en pie y comenzaron a dar vueltas otra vez. Decidió hacerle una llave.

Aquello acabó deprisa.

Hicieron diez asaltos. Los nuevos músculos de Sátiro eran una baza a su favor que le permitía resistir y, prácticamente, igualar al corintio. Pero la experiencia se hacía notar, así como el peso y el alcance. Y el dolor. La herida del hombro le atormentaba constantemente.

—Practiquemos unas cuantas llaves —dijo Terón tras el último asalto—. Te estás cansando y aburrimos a tu hermana.

Los gemelos se pusieron lado a lado y practicaron defensas. Terón se aproximaba y alejaba de ellos, efectuando ataques sencillos de modo que sus manos y pies pudieran ser interceptados. Cuando los tres empezaron a respirar pesadamente, el instructor sacó su cantimplora y se la ofreció a sus pupilos.

—No tenía intención de que permanecierais tanto tiempo en el camino —explicó—. Pero Draco estaba convencido de que nos seguían hasta que cruzamos las montañas. Tendríamos que haber virado al sur, hacia Bitinia.

Sátiro se encogió de hombros.

—Viviremos —dijo, y su corazón comenzó a alegrarse. Se volvió hacia su hermana—. ¡Viviremos!

Durante días apenas habían hablado. Se abrazaron. Melita le besó la nariz y se volvió hacia Terón.

—Hay que impedir que Filocles siga bebiendo —declaró—. Para siempre.

Terón inclinó la cabeza.

—Él… él y yo… es difícil decirle esto a un niño. Considera que os ha fallado, y además… cree que lo he desdeñado por Calisto. —Miró a los gemelos—. Y en todo esto hay más de lo que se ve. Confiad en mí… y en Filocles.

—Yo confío en él —aseguró Sátiro.

—Sé que tienes un plan —dijo Melita.

Terón se secó el sudor de la frente con el antebrazo.

—Es posible —contestó el atleta tras una pausa.

Melita se volvió hacia su hermano.

—Calisto no era para ti, de todos modos. ¿Por qué no para Terón? Y Filocles bebe porque está maldito, no por una chica boba con grandes ojos verdes.

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