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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (25 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Antes de que lo tuvieran todo ordenado, se oyó el ruido de unos soldados en el pórtico. Néstor entró, apartando la cortina, seguido por una figura envuelta en mantos de la cabeza a los pies.

—El tirano tiene otros compromisos —expuso el capitán.

—Me envía para demostrar que está de vuestra parte —dijo Amastris, retirándose el embozo. Sonrió vacilante—. Y también porque quería despedirme. Néstor os escoltará hasta las cuadras. Padre quiere que os marchéis de inmediato, mientras el palacio está cerrado y nadie puede hablar de vuestra huida. Luego ha resuelto vender a todos los esclavos del palacio. Ese chico, el que te sirvió, era uno de los nuestros. —Sus ojos buscaron los de Sátiro, y le sonrió. El chico tuvo que apoyarse contra la pared—. Ni siquiera tendría que haber estado en el comedor. No es camarero, tan sólo pinche de cocina. Pero ninguno de los esclavos parece saber gran cosa. —Se encogió de hombros de manera harto elocuente—. De modo que padre los venderá a todos por la mañana.

—¡Ares! —dijo Filocles—. ¿Todos los esclavos del palacio?

El semblante de Néstor se endureció.

—Encontraré al responsable. Y no atosigaremos a los esclavos mientras sean parte del personal.

—El responsable es el ateniense, Estratocles —dijo Sátiro—. Y su agente, el esclavo Tenedos.

Néstor negó con la cabeza.

—Estratocles ha huido de la ciudad y es ciudadano de Atenas. La casa está bajo vigilancia, pero no puedo hacer mucho más. Ahora todo indica que el mayordomo, Tenedos, tal vez haya actuado como su mensajero para dar instrucciones a alguien de dentro del palacio.

—¡Seguro que podéis hacer algo contra él! ¡Arrestadlo! —espetó Sátiro.

—Atenas, joven príncipe, no suele tomarse bien que se enjuicie a sus embajadores. —Chascó los dedos y una pareja de soldados llevó un caldero de estofado—. Ni que los asesinen. He comido de esta olla. El vino es mío. Comed, por favor.

Sátiro no vaciló. Aceptó la hogaza de pan que le ofrecía un guardia, cogió un cuenco y comenzó a comer. Melita hizo lo propio. Filocles y Terón se les unieron.

Amastris también cogió un cuenco y se sirvió. Compartió la única silla de la habitación con Melita, como si fueran hermanas.

—Mi padre dice: «Huelo a Olimpia y a Casandro, su niño mimado.» Olimpia sirve a poderes oscuros. Le encanta el veneno. —Miró a Melita—. Todos tememos a Olimpia. A mí me ha dado miedo desde que nací.

—Muchos de vuestros soldados son macedonios —observó Melita.

—Los investigaremos —aseguró Néstor—. Tenéis que marcharos de aquí antes de que alguien os ataque otra vez. —Miró a Filocles—. ¿Cuánto tiempo llevas tú con los gemelos?

—Toda nuestra vida —contestó Sátiro—. Era amigo de mi padre. No puedo creer que lo acuses.

—Mi señor, no acuso a nadie —aseguró el capitán—, pero debo interrogar a todo el mundo. ¿Eso significa que eres el mismo Filocles que aparece en los relatos sobre las hazañas de Kineas? Bien. —Néstor asintió a Filocles y se volvió hacia Sátiro—. Creo que si bebiera menos sería más digno de confianza; aunque parece un hombre serio y responsable.

El espartano se sonrojó y acto seguido se puso pálido. Inmune a su ira, Néstor miró a Terón y preguntó:

—¿Qué sabéis sobre este atleta, Terón? ¿Cuánto hace que lo conocéis?

—Ha estado con nosotros desde el ataque contra Tanais —dijo Sátiro en voz muy baja. Miró a Melita.

—Nunca nos traicionaría —dijo ella—. Ha tenido un sinfín de ocasiones para matarnos.

—Néstor, ¿por qué está sucediendo todo esto? —preguntó Amastris en voz baja, casi ronca.

—¿Por qué, mi señora? —El capitán se encogió de hombros—. La gente maniobra por el poder. Olimpia y su amigo Casandro lo hacen por mera diversión. Ella es como un gato, le gusta jugar con su presa. Y quieren adueñarse de nosotros, así como de Sinope, en la costa norte. —Apretó los labios—. La última vez que Olimpia alargó sus garras hacia el norte, tu padre se las cortó —le dijo a Sátiro—. Zoprionte era su amante. —Rio para sí—. Por descontado, en la corte de Macedonia todos han sido su amante alguna vez —agregó.

Sátiro contemplaba a Amastris, que cada vez le parecía más una nereida. Ella le sostenía la mirada, y la intensidad de aquellos ojos verdes en los suyos era casi insoportable, como el sol sobre una quemadura.

Sátiro deseaba tocar sus rizos y ver qué los mantenía tan unidos entre sí. Amastris le sonrió.

—Me cae bien tu hermana —dijo, como si hubiesen sido amigos durante milenios, y como si estuvieran solos en la habitación.

—A mí también —dijo Sátiro. Arruinó la respuesta con una risita tonta.

Néstor apoyó una mano posesiva sobre el hombro de Amastris.

—Amastris algún día gobernará. Señora, este apuesto muchacho es un exiliado sin un céntimo, y no le vas a prestar la más mínima atención. Será Tolomeo quien te busque marido, un marido poderoso y con una buena flota.

Dijo estas palabras con el aire desenfadado de un padre.

—Ya lo sé, capitán —respondió Amastris. Sonrió a Sátiro otra vez.

—Mira cuanto quieras, muchacho —dijo Néstor—. Es nuestra mejor baza en este juego de ladrones, y no será para ti.

—Buscamos a un tirano de mediana edad con una buena flota. El de Siracusa, tal vez —dijo la nereida—. Me han educado para ello. Sé los nombres de todas las posiciones de los remeros. Creo que sería una buena navarca. —Se rio y dirigió su mirada verde hierba hacia Melita—. Si tu hermano alguna vez recupera su fortuna, tú estarás en el mismo barco, Melita. Te casará para asegurar su costa.

—Ni hablar, si quiere llegar vivo al día siguiente —repuso la joven. Alargó la mano, revolvió el pelo de su hermano y miró a Amastris a los ojos—. Tu padre no es lo que parece —dijo.

—Si fuese lo que parece —intervino el capitán—, se os habría comido para cenar. Pero le fastidia que alguien haya podido mostrarlo débil. Tenéis que marcharos. Hay dos alternativas: por mar o con la caravana. Se trata de tu vida, muchacho. ¿Qué decides?

—Tal vez sea un estúpido —dijo Sátiro—, pero creo que si podemos llegar sin percances hasta donde se encuentra Diodoro, el amigo de mi padre, estaremos a salvo. Muchos de los hombres con quienes me crié se cuentan entre los mercenarios de Diodoro.

Mientras decía esto, Sátiro revivió las dos últimas semanas. Frunció los labios y miró a su hermana.

—¿Alguna vez estaremos a salvo? —preguntó Melita, expresando en voz alta lo que su hermano estaba pensando.

Filocles, enojado, seguía guardando silencio y apuraba su copa de vino. Terón apoyó una mano en el hombro del espartano.

—Creo que será más seguro por tierra.

Filocles se encogió de hombros.

—Todo lo que he decidido ha salido mal —rezongó—. No soy más que un borracho.

Melita fue a plantarse delante del espartano.

—¿Así es como van a ser las cosas, Filocles? —preguntó—. Si no vas a pensar, no vas a ayudar y sigues bebiendo vino, casi prefiero dejarte aquí.

Terón negó enfáticamente con la cabeza, procurando que el preceptor no lo viera. Sátiro intervino.

—Filocles, ayúdanos, por favor. Nos has salvado la vida varias veces durante las últimas semanas. Llévanos con Diodoro.

—Por tierra —dijo Filocles con voz pastosa—. A caballo.

Sátiro se volvió hacia el capitán de la guardia.

—Iremos por tierra. Y ahora, si pudierais ayudarnos, necesitamos una camilla para la esclava.

—Ya está lista, mi señor —asintió Néstor. Dirigió una mirada elocuente a la pierna de Sátiro y a Calisto, que aún estaba pálida y apenas podía comer—. Todos estáis heridos —dijo—. Si mi señor lo permite, creo que deberíais llevaros al médico.

—No me gusta —intervino Melita, negando con la cabeza.

Filocles se encogió de hombros.

—Sé a qué te refieres, aun estando bebido. Piensas que necesitaremos de sus cuidados.

Melita fue a hablar, pero su preceptor la interrumpió.

—Los médicos no crecen en los árboles —adujo.

—¡Que lleguéis sanos y salvos! —rezó Amastris.

—Estaremos a salvo cuando tengamos poder —repuso Sátiro.

—Ésta no es la lección que te enseñaría Filocles si estuviera sobrio —intervino Melita, esforzándose por mantener la compostura. Miró a su nueva amiga—. Perdona, Amastris. A veces me abruma pensar que no tengo hogar.

Las dos jóvenes se abrazaron. Cuando terminaron de comer, Néstor llamó a las doncellas de la hija del tirano para que la acompañaran a su ala del palacio. Ella se abrazó a Melita.

—Escríbeme a Alejandría —dijo—. ¡Vivirás aventuras! Yo me casaré con un viejo que posea una flota. —Sonrió. Luego frunció el ceño—. Hestia te proteja, no he querido decir que debas correr aventuras. ¡Cuídate mucho! Que Hestia te mantenga a salvo, y Artemisa, la protectora de las chicas vírgenes.

Se ruborizó y abrazó a Melita otra vez. Era un año mayor que los gemelos, pero Melita le sacaba una cabeza, y Sátiro aún era más alto.

El muchacho le tendió la mano —el acto más valiente de su vida— y Amastris se la estrechó.

—No… corras riesgos. Cuídate —dijo, tartamudeando un poco y sonrojándose.

—Y tú, mi señora —dijo Sátiro. Le besó la mano, tal como había visto a Terón besar la de Calisto. Amastris se rio.

—Mi padre te mataría —dijo, y se fue con sus doncellas.

Dejó una cosa dura en la mano de Sátiro: un anillo. Era una espléndida sortija de oro, con granates en torno a una piedra roja cuya delicada talla representaba a un hombre con un garrote y una piel de león: Heracles. Sátiro levantó la vista hacia Amastris. Nunca había poseído un objeto tan valioso.

—¡Hermes protege a los viajeros! —dijo la chica desde la puerta—. ¡Pero Heracles triunfa!

Parte III
El enfriado
9

316 a. C

Estratocles estaba tendido en un diván a la sombra de una eritrina y contemplaba la puesta de sol sobre un fondo de nubes que anunciaban tormenta. Tenía la mente en mil cosas, pero lo embargaba la belleza del ocaso y pidió una tablilla y un estilete. Sin embargo, todo lo que se le ocurría eran fragmentos de poemas de otros hombres y apostillas a Menandro. Se rio.

Lucio, tumbado en el otro diván, tosió y meneó la cabeza.

—No hay gran cosa de la que reírse.

—Ahí es precisamente donde te equivocas —dijo Estratocles—. Estamos vivos. Otros hombres han muerto, pero nosotros, amigo mío, todavía estamos vivos.

—No sabes cuánto… cuánto te agradezco que regresaras a buscarme —respondió Lucio. Su tono transmitía más ofensa que halago; su tono dijo a Estratocles que en ningún momento había esperado que, estando herido, su patrono fuera a recogerlo y se batiera con la espada para salvarlo.

—Eres un auténtico gallito —dijo Estratocles—. A decir verdad, debo ser responsable aunque no entiendo por qué. Sea como fuere, me caes bien, Lucio. Estoy harto de matones. Tú eres un caballero. —Se encogió de hombros—. Yo tampoco tengo claro por qué regresé a buscarte.

Lucio se echó a reír.

—Oh, mierda, cómo duele —dijo, y resolló—. Bien, ¿y ahora qué?

—Tenemos que curarnos. Tú tardarás un mes o incluso más. Yo podré comenzar a caminar cojeando dentro de una semana, pero pasará un mes antes de que pueda hacer ejercicio. —Se encogió de hombros—. Luego regresamos a Atenas para ver al puñetero Demetrio de Falero, que me dirá cómo podría haberlo hecho todo infinitamente mejor.

—¿Es tu jefe? —preguntó Lucio.

—Eres un puto bárbaro, ¿no te lo han dicho nunca? —Estratocles se rio y chascó los dedos para pedir vino. Una chica tracia con el pelo rojo acudió rauda a la terraza, le sirvió una copa y desapareció—. Demetrio de Falero, el tirano de Atenas, es descendiente de Focionte y fue amigo de Kineas, a cuyos hijos habríamos asesinado si no hubiésemos fracasado tan estrepitosamente en el intento. —Suspiró—. Un oligarca cuya política acabará con doscientos años de tradición democrática en Atenas. —Alzó su copa hacia Lucio—. Mi jefe.

—¿Cómo es posible? —preguntó Lucio—. No entiendo mucho de política griega, pero he leído a Aristóteles y tengo oídos. Tú eres un demócrata convencido. Si él es oligarca, no podéis ser amigos.

—Lucio, si algo he aprendido en mi vida, es que en política no hay amigos que valgan. —Estratocles suspiró—. Mira, no tiene sentido derrocar a Demetrio de Falero si eso nos cuesta la alianza con Casandro y Atenas acaba siendo saqueada. Hay que reconocer su valía: Demetrio de Falero es inteligente, despiadado, el mejor diplomático de su tiempo. Y un poeta pasable.

—¿Poeta? —preguntó Lucio. Tomó un sorbo de vino y lo saboreó—. Hace que la herida me palpite como la marea en el mar, pero sabe a gloria. —Levantó la vista—. ¿De quién es la pelirroja?

—Venía con la casa. —Estratocles hizo una seña—. Está a nuestra disposición, me parece.

Lucio negó con la cabeza.

—Vosotros, los griegos, no sabéis lo ricos que sois —dijo—. Algún día vendrá alguien que os quite todo esto.

—Ese alguien ya lo hizo —repuso Estratocles—. Se llamaba Alejandro. Nos arrebató la libertad y nuestro estilo de vida, dejando a un puñado de mercenarios en lugar de un gobierno. —Estratocles volvió a encogerse de hombros, bebió un sorbo de vino y vio que la chica pelirroja regresaba—. Daré mi vida, si es preciso, para devolver la libertad a mi ciudad.

La esclava se movía con timidez, a todas luces consciente de lo que deseaba el italiano, aunque tal vez sin saber qué hacer al respecto.

—Se oye hablar mucho de vuestro Alejandro —dijo Lucio—. La mayor parte de la gente dice que era un dios. Nosotros, los latinos, no creemos en esas gilipolleces.

Estratocles enarcó una ceja.

—¿Y predecís el futuro mediante las entrañas de los pollos?

—Eso lo aprendimos de vosotros, los griegos —respondió Lucio, riéndose—. ¡Eh, chica! ¿Sabes tocar la flauta?

Estratocles se sentó a una mesa de escribir y dos esclavos le llevaron lámparas de ocho mechas. El latino y la chica tracia armaban bastante ruido en el piso de arriba, cosa que hizo sonreír a Estratocles. El latino era como un personaje de Menandro —rimbombante, cómico, imponente— hasta que había dicho algo como «He leído a Aristóteles».

Estratocles se frotó las manos, olisqueó el cilantro de sus dedos y pensó: «El riesgo mereció la pena. Necesito a un hombre en quien pueda confiar; confiar de verdad. Y ese hombre es Lucio.» Recordó la sangre y el ruido en la casa de Heráclea, y la mano le tembló un poco. Estratocles había combatido en todas las batallas de la guerra Lamiaca y en otras diez acciones de guerra, pero luchar contra el monstruoso espartano a oscuras le había infundido un terror casi sobrenatural. «Sin embargo, lo hice.»

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