Tirano III. Juegos funerarios (24 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Sobrevivirá —dijo Melita—. Quizá quede… resentida.

Dionisio miró a la niña de arriba abajo.

—Tengo una hija, Amastris, de tu misma edad. ¿Te gustaría sentarte con ella?

Melita inclinó la cabeza con suma dignidad.

—Estaré encantada.

Néstor hizo una seña y unos esclavos movieron una silla. Melita fue a ocuparla al lado de otra chica de su edad.

—Tú siéntate conmigo —dijo Dionisio a Sátiro. Señaló el diván que tenía a su izquierda.

El muchacho se reclinó en él. A Filocles y Terón los acompañaron a otros divanes del segundo círculo.

En cuanto los de Tanais estuvieron instalados, Néstor dio unas palmadas y entraron las bailarinas. Ejecutaron las danzas rituales de primavera tal como lo hacían las chicas de los pueblos en todo el Euxino, si bien con más gracilidad, y, mientras se movían armoniosamente, los esclavos sirvieron el primer plato en mesas de tres patas que colocaron junto a los divanes.

—Néstor me dice que quieres renunciar a mi hospitalidad —comentó Dionisio. Su cuerpo era enorme y además estaba en lo alto del estrado, de modo que conversar con él resultaba incómodo, pues la cabeza del tirano quedaba cinco palmos por encima de la de Sátiro.

—Señor, ¿sabes que el esclavo Tenedos, el mayordomo de Kinón, campaba a sus anchas en tu ciudadela? —dijo el chico, estirando el cuello para ver los ojos del tirano.

—Joven Sátiro, estoy al tanto de todo lo que ocurre en este castillo. Sé cuándo una esclava fornica, o no, con un huésped, y qué propina recibe. —Tomó un bocado y le guiñó el ojo—. Tenedos ya no es motivo de preocupación, pero tuvo varias cosas interesantes que decir antes de irse al Hades.

Sátiro asintió. La lección hizo diana en su corazón.

—¿Ha traicionado a su amo? —preguntó cautamente.

—Sí y no, muchacho. Es decir, ha admitido que ese tal Estratocles lo utilizó, pero también ha sostenido, padeciendo un dolor atroz, que el alma máter era la esclava Calisto. No él, por supuesto.

—Vaya —dijo Sátiro.

—Ay, bendita juventud. Un hombre puede decir cualquier cosa bajo tortura. Cualquier cosa. No tiene por qué ser la verdad. En realidad, rara vez lo es.

El tirano cogió una codorniz y se la metió entera en la boca.

—¿Y qué hay del ateniense, si me permites preguntarlo, señor?

Sátiro se sirvió una codorniz cuando le ofrecieron la fuente.

—Huyó hace días. En barco, sospecho. Pero habrá dejado a otros agentes aquí, no te quepa la menor duda.

El obeso tirano escupió huesos de ave en la palma de la mano y los tiró a un cuenco que tenía en el diván.

—Qué conveniente para todos —opinó Sátiro.

—Lamento decir que estoy de acuerdo. Si estuviera en tu lugar, sospecharía que el tirano Dionisio es cómplice —dijo, sonriendo.

El joven tomó un sorbo de vino.

—La idea me ha pasado por la cabeza —admitió. Por más que procuraba parecer un hombre de mundo, no oía más que a un niño asustado.

—Aunque, por descontado, si quisiera veros muertos, ya lo estaríais. —El tirano volvió a guiñarle el ojo—. Néstor os podría haber destripado a los dos y hacer que sirvieran vuestra carne en una taberna a un chasquido de mis dedos. O podríais morir envenenados ahora mismo, con el vino de esa copa. No la has hecho probar. Nunca se sabe. O podría hacer que mis esclavos os estrangularan mientras dormís. Realmente, no es preciso que te preocupes por tales cosas; estás tan a mi merced que a lo mejor lo único que ocurre es que aún no he decidido cómo deshacerme de vosotros.

Sátiro se obligó a tomar un bocado, cuyo sabor ni siquiera percibió. Tenía la mente bloqueada.

—La espada que llevas señala cierto engreimiento, pero ¿te defenderá del veneno? ¿O incluso de un hombre decidido con una espada? De mi inquina no te defenderá en absoluto y, al llevarla al cinto, me acusas de ser un mal anfitrión. Es una grosería.

El tirano se revolvió en su diván y, desde su posición por debajo de aquel hombre inmenso, Sátiro vio la longitud de las correas que sostenían el colchón y lo tensas que estaban.

—Pero has querido manifestar algo. Tal vez hayas pensado que debías atraer mi atención. Los chicos hacen esas cosas. Adoptan poses. —El tirano volvió a sonreír—. Yo también adopto poses. Cuando eres tan mayor como yo, y así de gordo, la gente supone que eres tan malvado como feo. ¿No es así,
kalos kalon
? La belleza es el bien, ¿eh, chico? Los hombres estúpidos y violentos a menudo confunden la bondad con la debilidad y el mal con la fuerza. Tú pareces inteligente. ¿Sabes de qué te estoy hablando?

Sátiro había captado lo que quería decir. Alzó su copa.

—Bebo por la virtud de la fealdad, señor —dijo, tergiversando una frase hecha. La tenía en mente desde que el tirano había usado la expresión
kalos kalon
.

Dionisio se incorporó, y su diván se quejó.

—Néstor, ¿has oído eso? ¡El chico acaba de hacerme un verdadero cumplido!

El capitán rio entre dientes.

—La virtud de la fealdad, en efecto —añadió el anfitrión—. Bien hablado, muchacho. Me parece que podríamos llegar a ser amigos. Dime qué deseas.

Dionisio chascó los dedos y los esclavos sirvieron el plato principal. Contempló a los sirvientes con el mismo orgullo que había mostrado Kinón, hasta que un mensajero lo distrajo.

—Señor, quiero… Es decir… —Sátiro observaba de hito en hito al tirano. «¿Qué deseo?», pensó.

Como Dionisio estaba distraído, miró en derredor y sus ojos buscaron los de Melita, sentada en una silla con incrustaciones de marfil. A su lado, con el rostro casi pegado al de su hermana, estaba la nereida de la otra noche, con el semblante enmarcado por sus rizos negros. Estaba contándole algo a su hermana, y ambas reían. Cuando Melita reparó en la mirada de Sátiro, la otra chica advirtió que su interlocutora le prestaba menos atención, así que se volvió para mirar al joven y los dos se quedaron mirándose a los ojos.

Los de ella eran verdes. Todos los pensamientos abandonaron la mente de Sátiro. «Qué verdes.»

Un esclavo se inclinó sobre su mesa, sosteniendo una jarra de plata maciza. Tendría que haber preguntado si Sátiro quería más vino, pero cuando abrió la boca, el murmullo de los comensales, el ir y venir de las conversaciones, el zumbido de las moscas y el rumor del mar hablaron como la voz del dios a través de su boca.

«Esa chica es lo que deseas», manifestó el esclavo.

—¿Qué has dicho? —preguntó Sátiro.

—¿Más vino, amo? —dijo el esclavo con voz chillona.

Sátiro se volvió y vio que su hermana y la nereida estaban riendo otra vez. Miró al esclavo. El chico estaba aterrado. Bueno, los esclavos a menudo se asustaban. Estaba aprendiendo muchas cosas acerca de ellos.

Alzó su copa. El chico le sirvió vino de la jarra y Sátiro se fijó en que estaba casi vacía.

El chico derramó un poco de vino porque le temblaban las manos, sólo unas gotas que cayeron sobre la funda del diván.

—No te preocupes —dijo Sátiro muy amable. Hizo una seña al chico para que se retirara y se volvió de nuevo hacia el tirano.

»Lo que deseo, señor, es venganza —declaró—. Y la restitución de mi ciudad.

—La venganza es absolutamente inútil, muchacho. —Dionisio bebió un sorbo de vino—. Espero que no estés ahíto de atún. Las capturas de este año son excepcionales.

El gigantesco pescado pasó por delante de Sátiro sostenido por cuatro esclavos, todos ellos hombres maduros. Sátiro echó un vistazo al comedor y se dio cuenta de que el chico que acababa de servirle el vino era el único esclavo joven, aunque no lo vio en parte alguna.

—Tengo en mente convertirme en rey del Bósforo —dijo Sátiro, y acercó la copa de vino a sus labios—. No tenía intención de hacerlo, pero Eumeles, Herón, ha forzado la situación.

Dionisio entornó los ojos. Sátiro dejó la copa de vino en la mesa sin probarla. Acababa de atar cabos.

—Señor, creo que este vino está envenenado.

Dionisio se estremeció como si le hubiesen golpeado.

—Eso es una acusación en toda regla. —Hizo una seña a Néstor, que se acercó de inmediato—. Llévate esta copa y que alguien la pruebe. El chico cree que está envenenada. —El tirano indicó al guardia que se retirara. Se volvió hacia Sátiro como si no hubiese sucedido nada—. Está muy bien, esto de planear convertirte en rey. Para lograrlo necesitarás riquezas y ejércitos. ¿Qué quieres de mí?

La voz de Dionisio dejó claro que ni las riquezas ni los ejércitos serían fáciles de conseguir.

—Me gustaría contar con tu permiso para marcharme y que me cedieras una escolta. Quiero reunirme con mi amigo Diodoro de Atenas.

Sátiro siguió a Néstor con la mirada hasta que desapareció. Le dolía mucho la cabeza, y se preguntó si había bebido un sorbo de vino sin darse cuenta. O si no lo habrían envenenado antes. Estaba mareado.

—Eso está hecho —accedió el tirano.

El comedor quedó sumido en un silencio sepulcral. Néstor regresó por otra entrada con una fila de soldados. Uno de ellos llevaba un perro muerto. Los guardias se apostaron en todas las puertas de acceso.

De pronto los esclavos corrieron como centellas, empujados por otros soldados como si fuesen ganado.

Néstor fue hasta los pies del estrado. Inclinó la cabeza, se dirigió en voz baja al tirano y éste se sobresaltó. Acto seguido habló con rapidez.

—Me disculpo por las molestias —anunció Néstor—. Esta cena ha terminado y todos seréis huéspedes del tirano esta noche. Los soldados os conducirán a vuestras habitaciones. Cuando la situación se aclare, os escoltarán a vuestras casas. Una vez más, nuestras disculpas por las molestias. Los responsables serán castigados —Néstor miró en derredor— con la mayor severidad.

Los comensales estaban pálidos. Una mujer se echó a llorar. Los soldados fueron a cada uno de los divanes para llevarse a los invitados. Sátiro vio que dos soldados escoltaban a Terón hacia la salida del comedor y que otros dos se llevaban a Filocles.

—Tu vino estaba envenenado, muchacho. Y hay un chico degollado en la cocina. —El tirano meneó la cabeza—. Me exaspera que esto haya sucedido aquí. Hace que me sienta débil. Hace que parezca débil. —Se encogió de hombros, moviendo la masa de sus carnes—. Muchacho, me has traído un montón de problemas, pero también has identificado una grave amenaza, y por eso te doy las gracias. Escóltalos a sus habitaciones —terminó, dirigiendo un ademán a Néstor.

—¿Mi señor? —dijo el capitán ante el diván de Sátiro. El muchacho se puso de pie. Melita acudió a su lado y juntos hicieron una reverencia al tirano, que respondió con una cortés inclinación de cabeza.

—Sois unos niños estupendos —dijo—. Os deseo larga vida.

Sátiro miró al ogro a los ojos.

—Espero recordar siempre que la belleza no es sinónimo de bondad —dijo. Comenzó a volverse, pero reparó en la sonrisa que destelló en el rostro del tirano.

—Cuando estés preparado para ser rey, ven a verme —dijo Dionisio—. Me parece que me gustará ser tu aliado.

Dicho esto, y a pesar de su mole, se movió ágilmente y desapareció entre sus guardias.

—No está mal —dijo Melita—. Veo que ya has empezado a actuar como un príncipe.

—Tendré que vivir mucho tiempo para asumir el papel —replicó Sátiro, aunque enseguida sonrió a su hermana—. Ándate con cuidado, Lita. Podría acabar por gustarme. Néstor los escoltó hasta la puerta.

—¡Draco! —llamó.

Muchos de los comensales estaban agrupados fuera. La guardia del tirano los cacheaba con brusca eficiencia. En el aire flotaba su silenciosa indignación.

Draco acudió a la carrera y saludó.

—¿Capitán?

—Acompáñalos a sus habitaciones —dijo Néstor—. Me encargaré de los preparativos. Estad preparados —agregó lacónicamente, y se marchó.

Sátiro miró a Melita, que meneó la cabeza.

—Quiere decir que no nos acostemos —susurró.

—Por aquí, señora —dijo el soldado.

Cuando se hubieron separado de los invitados y de los demás guardias, los condujo por los pasadizos y las escaleras de los esclavos hasta sus habitaciones. Había centinelas apostados en todas las esquinas del palacio.

—Esto está sucediendo demasiado a menudo, para mi gusto —dijo Draco—. Escuchad: los guardias han visto a un hombre que subía por la escalera de los esclavos hace un rato. Le han dado el alto, cuando tendrían que haber cargado contra él, y ha escapado. —El macedonio se encogió de hombros—. ¿Más veneno? ¿Iba a liquidar a vuestra esclava? ¿Quién coño lo sabe? Nunca había visto nada semejante, salvo en la corte de mi tierra.

Sátiro se detuvo ante la puerta de su habitación, súbitamente dominado por un miedo irracional, o quizá perfectamente racional, a entrar en una habitación a oscuras.

—¿Podrías hacer que alguien registre mi habitación? —preguntó.

—Ni siquiera estoy de servicio —respondió Draco con un suspiro—. ¿No puede esperar a mañana el registro?

Sátiro se volvió hacia él.

—No, no puede. Escúchame bien: alguien acaba de intentar envenenarme. Poco antes, alguien lo ha intentado con mi hermana y ha conseguido envenenar a Calisto, la esclava. Es probable que mi madre haya muerto en Panticapea, no tengo acceso a mis amigos ni a mi patrimonio, y te aseguro que ya no aguanto más. Quiero que entres en esta habitación y la registres o que avises a alguien para que lo haga. ¿Entendido?

Su voz fue estridente, y el tono cruel, y lamentó haber largado aquel discurso en cuanto lo hubo pronunciado. Draco se puso tenso.

—Sí, mi señor —dijo, con rigidez.

Hizo venir a otros dos guardias, tuvo una charla en voz baja con ellos y acto seguido, provistos de faroles, registraron la habitación, quitaron los cobertores del diván y los inspeccionaron en busca de agujas, y luego una pareja de esclavas volvieron a hacer la cama. Repitieron la operación en las estancias de Melita, apartando a Calisto, que roncaba, sin despertarla.

Cuando hubieron acabado, Sátiro intentó desagraviar a Draco.

—Lo siento —se disculpó.

Draco le dedicó una mirada desdeñosa.

—Es mi trabajo, señor. Ahora tengo que irme.

Sátiro hizo una pausa.

—Sí, así es, Draco. Lamento las molestias, pero es tu trabajo.

El hombre se marchó muy ofendido.

Filocles y Terón se reunieron con ellos en la habitación de Melita. Soltaron sus petates en el suelo y se sentaron encima. Luego Filocles fue con Sátiro a su habitación, recogieron su equipo y lo trasladaron a la habitación de su hermana.

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